Jueves, 3 de diciembre de 2009 | Hoy
Por Leonardo Moledo
Si hubiera que ponerle una fecha al comienzo de la ciencia, arbitraria como todas estas cosas, claro está (la ciencia misma es arbitraria e imperfecta), elegiría el 28 de mayo de 585 a. de C., cuando se produjo un eclipse que Thales de Mileto predijo, probablemente basado en viejos registros babilónicos.
Y sí, es arbitrario, desde ya, pero lo que no es arbitraria es la doctrina de Thales cuando toma la decisión que inaugura el pensamiento científico: todo fenómeno natural debe ser explicado por causas naturales. Y aunque sabemos poco de él, algo sabemos de sus explicaciones (como de las de sus discípulos Anaximandro y Anaxímenes): por ejemplo, a una de las preguntas fundamentales de la ciencia que acababa de inventar, la que indaga el origen de las cosas, Thales responde: el agua. Vieja historia ésta del agua, que remite a los grandes mitos atávicos, babilónicos, y luego judeocristianos. Pero el agua originaria de Thales es agua física, sin ningún componente sobrenatural; no es ya el agua pagana, que participa de lo divino, como todo en el paganismo, sino que es la misma agua que hoy tomamos de la canilla y que, para Thales, rodea a la Tierra que es apenas una isla, apenas un círculo flotando en el océano original; cuyo oleaje produce los terremotos. Explicación infantil, vista desde ahora, pero natural; y lo mismo harán sus discípulos (Anaxímenes el aire como origen, Anaximandro: una sustancia indefinida y sin límites, el ápeiron).
La escuela de Mileto se planta con fiereza ante los fenómenos del mundo: son sus ojos la herramienta y es la observación el motor descomprimido de su acción. Fenómenos, cosas que ocurren, rayos, casas, aire, agua: el mundo de Mileto es un mundo donde están ocurriendo permanentemente cosas, un mundo de fenómenos impersonales y neutros (y no de voluntades divinas) sobre los cuales los filósofos extienden sus garras poderosas y explican, explican, explican: a esto lo causa esto, a aquello lo causa esto otro.
Estricta, dura posición frente al mundo; pero la postura milesia, al mismo tiempo que propone su gloriosa teoría que aparta a los dioses y los deja tranquilos peleándose en ese conventillo que era el Olimpo, deja abierta una fisura opaca y fina por donde se filtra lo antiguo y lo desechado, un problema duro a resolver. Fisura en la piedra impenetrable de la observación y comprensión del confuso y arbitrario mundo.
Hay algo maravilloso en esto: cuando se ofrece una solución (y revolucionaria, como en este caso) queda planteado un nuevo problema que heredará la siguiente generación.
Porque cuando la obtusa y descuidada oscuridad, hija dilecta de la Reina de la Noche cae sobre Grecia, por aquella fisura que escapó (y era intrínseca) a la genialidad milesia, los dioses vuelven a salir del mundo inferior, y a descender del Olimpo para ocuparse del rayo, de la vida y de la muerte, para tomar posesión de la verdad sin resignarse a soltarla, aunque ésta ya les quema entre las manos. Thales lo advirtió, o tal vez alguna divinidad se le apareció en sueños, y en cierto momento proclamó que “todo estaba lleno de dioses”.
Pero cada día, cuando el sol alcanza el cenit y se restablece la cadena causal milesia, el problema se plantea una y otra vez con sus luces y sus sombras: ¿cómo sabemos que las explicaciones milesias son verdaderas?
Estos heroicos pioneros estaban lejos de lo experimental; tenían ojos que observaban la confusa empiria del mundo y construían a partir de lo que veían o de lo que adivinaban.
No es poca hazaña: atar al mundo con cadenas causales durante el día; pero ante el problema que dejan planteado, que es ni más ni menos que el peligroso dilema de la verdad, desde la ciudad de Elea, en el sur de Italia (parte entonces del imperio griego), vendrá una respuesta que sustituye a los ojos como fuente de conocimiento, por ese breve intervalo del cuerpo que se extiende entre las cejas y el pelo: si observar no nos garantiza la verdad, lo que hay que hacer es pensar, una dicotomía que se arrastra hasta hoy y que cobra vuelo apenas uno bebe una taza de café, vuela en un avión o bebe una taza de café en un avión, donde el vino está prohibido. Y para dar el gran salto que dieron los pensadores de Elea, seguramente hizo falta bastante alcohol.
Bastante, porque en efecto, había que cerrar los ojos.
No mirar los fenómenos del mundo.
Olvidarse de ellos.
Parménides de Elea (hay un delicioso librito de César Aira que se llama precisamente así: Parménides) marca el nuevo rumbo del pensamiento: apartarse de los fenómenos que nacen del caos engañoso de los sentidos y buscar una verdad clara y distinta que no venga de la empiria sino de la voluntad de la razón. Algo indubitable que garantice la verdad en medio de la confusión.
(...) Presta atención a mis palabras
Las únicas que se ofrecen al pensamiento de entre los caminos que reviste la búsqueda
Aquella que afirma que el Ser es y el No Ser no es
Significa la vía de la persuasión, puesto que acompaña a la Verdad.
(...)
Parménides. Sobre la Naturaleza.
Parménides nos está diciendo, sencillamente, que la Nada no existe, que sólo existe el Ser, un Ser eterno (no puede haber empezado ni terminar porque eso significaría que antes o después habría Nada, que está inmóvil, porque si se moviera dejaría Nada detrás de él), un ser de entramado metafísico, que nada tiene que ver con los fenómenos de este bajo mundo y que, pues nace de un razonamiento perfecto, no puede sino ser verdadero y encerrar toda la verdad.
¿Y entonces? Y entonces recordemos a los milesios que tuvieron la osadía de zambullirse en los fenómenos y dejemos por el momento a Parménides en la contemplación del Ser, porque allí empieza otra historia.
Pero el agua de Thales sigue vibrando dentro de nosotros, circulando por nuestro cuerpo, corriendo por nuestras venas y dándonos fuerzas para enfrentar cada día.
Y un mundo sin dioses.
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