Lunes, 4 de enero de 2010 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Aunque sea arbitrario –porque somos arbitrarios/ocasionales/inmotivados: nos tiraron acá, estamos perplejos– siempre tendemos a segmentar, necesitamos segmentar, situar(nos) en tiempo y espacio, cortar en pedacitos lo que es infinito, sin (aparente) referencia externa. Por eso inventamos norte/sur, arriba y abajo en el espacio; antes y después, pasado y futuro en el tiempo. Y la referencia somos nosotros, claro.
Estos arbitrarios primeros días del llamado Enero, por ejemplo, son los dedicados al cultivo y la conciencia del llamado futuro en forma de “año nuevo”. Hemos decidido/convenido que algo empieza; suponemos, nos proponemos un supuesto segmento de tiempo sin usar todavía que ha de ser llenado, soportado, inventado, sorteado con creatividad; que ha de ser “mejor” que el segmento anterior; oportunidad y desafío. De eso vivimos, eso se espera de nosotros.
En esa busca de sentido y razón puesta afuera y adelante, inventamos formas que justifiquen las simples ganas, el hecho mismo de vivir, zanahorias a medida de nuestro deseo o capacidad de imaginar(nos) solos o con los otros: guita, paz, salud, amor, justicia en éste o cualquier otro orden. Las tarjetitas hablan genéricamente de felicidad. Nada menos y por qué no. Después de todo, es de lo único que al menos hipotéticamente disponemos. El futuro, digo, en su forma de presente continuo, claro.
Los que leemos y escribimos sabemos que, en términos literarios, si la representación es por definición lo que pasa, ilusión de presente absoluto; y la narrativa cuenta lo que –aunque sea convencionalmente– se nos propone que pasó, la poesía –como lugar del deseo, de la subjetividad– siempre se ha metido con el futuro. Incluso cuando llora lo perdido o padece el presente –personal o colectivo– el poema pone fichas de furia o de esperanza en el tablero por venir. Siempre ha dado sus versiones de lo que espera o no espera, de lo que piensa arrebatar o quemar o sembrar a partir de mañana. Por eso, en estas renovadas circunstancias acaso no sea ocioso revisar versiones, ratificar o tergiversar el verso elocuente que nos dio la temperatura de la esperanza o la aridez de los tiempos.
Así, hace unas décadas que son o parecen milenios, la poesía fue, en boca y retóricos palotes antifranquistas de Gabriel Celaya –con Lorca muerto fusilado, con Hernández muerto y sepultado lejos del huerto y el lecho–, un arma cargada de futuro. La definición implicaba tácitamente una idea instrumental del poema y un optimismo político y militante que suponía la inevitabilidad justiciera del curso y destino de la historia. El poema y su definición sonaban esperanzados y amenazantes como un disco de Viglietti o un puño alzado por un desocupado pétreo de Carpani. Era la poesía para esas guitarras, la letra de esos gestos. Dejémosla, con el aire de su tiempo, temblando ahí.
Los punks y punkitos de pistolas sexuales que vinieron de –y trajeron con ellos– un frío que lastimaba como la ominosa yilet que se colgaron para cortar amarras y afeitar el pastito que (no)vendría, promulgaron el no future, descargaron las armas de la poesía, disparando todas las balas (la felicidad era un revólver caliente) de tanto disparar. Eso: dispararon, corrieron hacia adelante. El punk supone una bala que viene desde el futuro y corre hacia ella; la luz al final del túnel es la del tren que (se nos) viene.
La zanahoria y el abismo. Del optimismo revolucionario al nihilismo apocalíptico; cargar el futuro como quien compra la Revolución con tarjeta, o cargárselo –literalmente– de salida, enterrarlo a plazos en Jardín de Paz. Siempre nos sale muy caro. Sobre todo porque –además– no existe.
Quiero decir: el futuro no nos espera ni se va. No es un arma cargada con sueños o mentiras, no es un abismo para descargar la basura del presente. Si alguien ha dicho con maravillosa y simple sabiduría que Universo es la respuesta a una pregunta que desconocemos, el futuro es el nombre que le damos a la infinita posibilidad/imposibilidad de formularla.
Mientras tanto, ocupémonos humildemente del presente. Hay tanto que hacer.
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