Sábado, 23 de enero de 2010 | Hoy
Por Sandra Russo
Ya hacía unos años que a la Argentina había vuelto la democracia, y apenas un par que este diario existía. Me tocó en suerte una cobertura inolvidable: ir a Chile a cubrir las elecciones con las que Augusto Pinochet se despedía. No se despedía del todo, porque había hecho una Constitución a su medida y quedaba como senador vitalicio. Pero aquel Chile fue una fiesta. En el acto de cierre de la Concertación, en el que hablaba Patricio Aylwin, quien sería el presidente electo, miles y miles de personas se apiñaban haciendo flamear sus banderas. Esas y otras banderas habían estado guardadas durante los años de dictadura. Chile, esas dos sílabas, ese nombre comprimido y rítmico, significaba entonces muchas cosas. Sobre todo significaba todavía Salvador Allende, significaba el Estadio Nacional, en consecuencia significaba Víctor Jara. Chile era llorar por los ausentes, y se lloraba de pena y de alegría al mismo tiempo esos días.
Las democracias latinoamericanas fueron llegando como pudieron. Fueron oportunidades arrancadas al enorme y monstruoso ballet de una generación más de militares que se aceptaron a sí mismos como el brazo armado de un orden de cosas que quisieron instaurar como el orden natural de las cosas. En cada país hubo pequeños grupos de civiles que buscaron y obtuvieron su propia representación en las fuerzas armadas. Tenemos esa clase de burguesías. Bananeras. La chilena, aunque camuflada en la circunspección idiosincrática y el recato religioso, fue tan bananera como la que más. Por bananera entiendo haber rifado sin titubeos una de las democracias más sólidas del continente para sacarse de encima, con estado de sitio, asesinatos y encarcelamiento de opositores, a un gobierno legítimo que estaba orientado hacia los débiles.
Ese sigue siendo nuestro problema en la región. Cómo pueden sostenerse los gobiernos que no se inclinen en el gesto de aceptación acrítica a lo que les exijan los países más poderosos.
Chile en aquel tiempo también significaba Ariel Dorfman y Armand Mattelart, y su Para leer al Pato Donald. Aquellas generaciones de latinoamericanos estaban descubriendo algunos mecanismos de colonización mental, algunos ardides a través de los cuales nuestros pueblos seguían viendo bello al rubio y feo al negro, confiable al blanco y ladino al indio. La aparatología cultural, puro artificio de comunicación de masas, no tenía todavía oponente. No había Ciencias de la Comunicación ni teorías que nos explicaran por qué y cómo la gente votaba contra sí misma, en una ensoñación programada para vulnerar hasta lo indecible a las mayorías.
Teníamos bases de ciudadanía extremadamente acotadas y selectivas. Se daba por bueno lo extranjero y malo lo nacional, como en esa propaganda de la silla que describió hace poco la Presidenta y que muchos hemos vuelto a ver con ojos azorados. Un hombre que se sienta en una silla hecha en la Argentina, y se cae porque la silla está mal hecha, no resiste su peso. Se exhibían entonces muchas otras sillas importadas, en las que cualquiera podía sentarse con confianza.
Lo ingenuo, lo falaz, lo antipatriótico y lo antipolítico de esa propaganda hoy la haría imposible. Sobre todo porque nos hemos sentado en infinidad de sillas importadas que se cayeron, y porque hasta el más desentendido entenderá al menos como un problema la desocupación de los trabajadores que hacen sillas y la quiebra de las fábricas de sillas. Pero en aquella época, en aquella edad del pavo mental que vivimos como continente y que terminó con los peores crímenes que puedan imaginarse, los ciudadanos eran niños leyendo al Pato Donald. Con fuerzas armadas instruyéndose en la Escuela de las Américas. Con burguesías y oligarquías aliadas en la saña que siempre pretendió ser moral o ideológica y siempre mintió, porque era económica. Algunos pocos generaron o preservaron negocios gracias a convencer a muchos de que había un estado de cosas que era el orden natural de las cosas.
Nunca nada tuvo por qué ser como fue. Lo que pasó fue la historia, con sus móviles, sus protagonistas, sus responsables, sus ganadores, sus firmantes. Tanto dolor, tanta muerte, tanto exilio, anidó en la parte más soez de miles de personas que, con el cuello apenas un poco afuera del agua, quieren hundirle la cabeza al de al lado. Hace unos días un hombre más bien pobre, que criticaba furiosamente al gobierno argentino, gritaba que él se había esforzado por pagar su jubilación y que ahora resulta que más de dos millones de vagos que no aportaron gozarán de su mismo beneficio. Eso es lo que han hecho con la idea del Estado: subvertirla tanto, que ya esa gente no entiende por Estado algo en común, sino la amenaza del reparto. No hay ningún pensamiento más funcional a esos pocos que manipulan a tantos, que ése: que la equidad es una amenaza.
Estos días en los grandes medios escuché a unos cuantos comunicadores machacar con el ejemplo chileno. Se referían a que Michelle Bachelet fue a saludar personalmente al presidente electo, el empresario Piñera. Vienen dando el ejemplo chileno porque Chile ya significa otras cosas. Significa beige, no rojo. Lo rojo se apiña en Bolivia, que ninguno de ellos da nunca como ejemplo de nada, a pesar de que es el país de la región cuya economía creció más el último año, y cuyos logros sociales van mucho más allá de lo aceptable para el statu quo. En Bolivia la democracia cura, educa y alimenta. En Bolivia el presidente Morales habla de la “revolución democrática” porque hay que sincerarse: que coman, se curen y se eduquen todos es lo revolucionario en estos países exóticos sólo si se los mira con el ojo del amo. La equidad, es necesario repetirlo, está siendo vestida de amenaza. Ese también es el ojo del amo.
Lamenté profundamente el triunfo de Piñera, lamenté ese retroceso, esa berlusconiada. Lamenté por anticipado lo que pasará y lamenté también tener que sepultar aquel recuerdo, el de Chile explotando de alegría con el fin de la dictadura. Porque la democracia, pensábamos todos entonces, no era solamente el llamado a elecciones sino la posibilidad de recrear las redes de solidaridad y de equidad que la dictadura había roto. La democracia, creíamos entonces, como había expresado aquí el entonces presidente Raúl Alfonsín, era una herramienta para dar de comer, para curar, para educar. Pues bien: eso lo ha hecho Bolivia y no Chile. No lo ha hecho hasta ahora, y con Piñera menos. Los ejemplos no son inocentes.
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