CONTRATAPA

Límites

 Por Eduardo Aliverti

Lo primero es determinar desde dónde pararse para juzgar el año que se va, al margen de que cualquier argentino en sus cabales acepta que colectivamente fue lo peor de nuestra historia. Porque si se piensa en que a esta altura del 2001 el país estaba virtualmente al borde de la disolución institucional, y que ahora las imágenes de la realidad se construyen con figuras como la convocatoria a elecciones, la baja del dólar, la liberación del corralito o la huida de la hiperinflación, un descuidado –hay demasiados– afirmaría que se está francamente mejor.
Duhalde, es cierto, está logrando el objetivo de máxima (el único, en verdad) que lo llevó a la presidencia, aliado al radicalismo y con el guiño resignado de todas las facciones del bloque dominante: evitar el colapso de las instituciones tradicionales. Como lo sintetizó el colega Raúl Dellatorre en el último número de la revista del programa radial “Mate Amargo”, “(...) Duhalde se hace cargo del Ejecutivo en una situación de crisis (...) que amenazaba con dinamitar toda la estructura de la democracia formal, cuyos pilares son los partidos políticos tradicionales y un Congreso y una Justicia sometidos a los intereses del Poder Económico. Democracia formal que, de ese modo, no es más que el ropaje que hace digerible la dictadura económica vigente. La misión encargada a Duhalde era, pues, salvar aquélla (ésta) estructura política. Nada menos que eso, pero no más que eso”.
Visto de esa manera, no hay forma de desmentir que, hasta aquí, Duhalde tuvo éxito y que, a la vez, eso no quiere decir una mejor calidad de vida, ni de expectativas, para la inmensa mayoría de la población. Porque se trata, justamente, de determinar desde dónde se juzga el logro o el fracaso de una gestión. En efecto: los dueños de la economía le dieron a la política un año de respiro, a la espera de que la política recomponga su objetivo de servir a los dueños de la economía. Y eso significó que el verdadero Poder toleró cosas que en otro marco serían impensables, como la declaración del default, la suspensión de pagos de la deuda o el congelamiento tarifario. Era y es cuestión de aguantar eso hasta que el peronismo ponga en pista algún candidato funcional a los intereses del sistema, y que no genere un grado de rechazo capaz de reactivar la resistencia popular. Ese es el problema que tiene ahora la derecha, expresado en la bruta interna de los peronistas. Ni Menem ni Rodríguez Saá por adentro, ni mucho menos López Murphy por afuera son capaces de garantizar un pasaje ordenado, desde la transición a un nuevo gobierno conservador establemente salvaje. La adhesión que despiertan sus figuras en algunas porciones del electorado no es equiparable al rechazo absoluto que suscitan entre la mayoría, de modo que cualquiera de ellos puede suponer otro incendio social a la vuelta de la esquina.
Es aquí donde el punto consiste en que la derecha pueda evitar como sea la victoria menemista en la interna del PJ, para imponer un candidato de imagen pública más potable. La gran esperanza era el Menem santafesino, pero una vez que se cayó la oferta resultante es muy escasa. El establishment empieza entonces a ponerse nervioso y los signos de “veranito” económico son antes una consecuencia lógica del respiro que un adelanto de firmeza segura. Se muestran más las pujas entre las facciones, del tipo de exportadores versus “industrialistas”, y resaltan las polémicas en torno del piso y el techo del tipo de cambio. Nada sumamente grave, de todas maneras, mientras el campo popular no articule una opción convincente.
En este último sentido, el año deja la certeza de estar un poco mejor aunque se esté lejos de alcanzar novedades contundentes. La izquierda más tradicional dio signos de algún crecimiento y el congreso de la CTA despertó ciertas expectativas. Si se lo contrasta con las ilusiones de revolución a la vuelta de la esquina que abrigaron muchos y eternos apurados, hace un año, es obvio que sólo hay lugar para la decepción. Pero si se piensa en que hace ese mismo año las reservas populares parecían dormidas por completo, las cosas cambian.
Bajo la siempre fiel figura del vaso medio vacío o medio lleno, alguien podría decir que el 2002 deja la mala noticia de una clase dominante recompuesta que, dentro de unos pocos meses, volverá a ubicar como Presidente de la Nación a uno de los suyos. Pero alguien bien podría contestarle con la buena nueva de que el año no se cierra con esa paz de los cementerios que el enemigo se gastó en la despedida del 2001. Y que puede ser así gracias a que el movimiento popular, aun con sus severas deficiencias, aun con sus mentalidades sectarias que se niegan a morir, aun con sus cansadoras dificultades organizativas, mantiene intacta la capacidad de resistir.
No alcanza. Pero le pone límites a la injusticia.
Bien vale brindar por eso.

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