EL PAíS
Un boxeador que descubrió el mundo en la fábrica de metales
Colgó los guantes por orden materna y entró en la fábrica Camea. Allí encontró novia, salario y un sindicato que presidió por 33 años con mano de hierro y habilidad de sobreviviente. El bajo perfil y las mañas de un Padrino al que le gustaba que le dijeran Tordo.
Por Susana Viau
Diecinueve peleas, 13 ganadas y 6 perdidas por puntos; la última, absorbiendo el duro castigo al que otro amateur, Julián Meyer, lo sometió sobre el ring del Luna Park. Después del combate, colgó los guantes, pero no por la paliza sino por la orden inapelable de su madre. Aquella noche, doña Brígida Martínez, sin quererlo, le abrió camino al sindicalista. Para entonces, el muchacho ya estaba en edad de buscarse un trabajo en serio. En la metalúrgica Camea halló varias cosas: el conchabo que necesitaba, a Elena, su mujer, y un perfil que, de no ser por su longevidad y la modestia que imponen las versiones criollas, muchos comparan al de Jimmy Hoffa.
Cierto es que para que el Tordo, como le gustaba que lo llamaran, tuviera la oportunidad, otros jefes del metal debieron desaparecer a tiempo: Augusto Timoteo Vandor, un filotrotskista que desembocó en el justicialismo, impuso un modo peculiar de negociación y acabó acribillado a tiros en el búnker que el gremio tenía en 1969 en la calle Rioja; Rosendo García, muerto a tiros en una confusa balacera en la pizzería La Real, frente a Plaza Mitre, en Avellaneda; Dirk Kloosterman, dirigente del Smata, baleado en la calle por un comando peronista, y José Ignacio Rucci, ametrallado al salir de una de las tantas casas en las que pernoctaba por razones de seguridad. Los dioses, doña Brígida, los arsenales y la estructura corporativa que Juan Domingo Perón impuso a las organizaciones obreras colocaron a Lorenzo Miguel en la cúspide de la UOM, el más influyente de los sindicatos. En un país donde los centros de poder suelen definirse como “patrias”, “la Patria Metalúrgica” signó una época, inseparable de la larga regencia del Tordo Miguel.
El gran cacique
“¿Nos tomamos un Alka Seltzer?”, preguntaba Miguel con un modo de nombrar propio del barrio, de la noche, de los hombres con los que se movía. Pero las burbujas que ofrecía a sus invitados eran del Dom Perignon que en los ‘80 sustituía con creces al Crillon rosado de los ‘70. Por lo demás, preservó el estilo que sus compañeros habían perdido, entusiasmados con los caballos de carrera, los trajes de alpaca brillante y las corbatas de Armani o de Hermès. Jamás se hubiera puesto en situación de tener que contestar, como Rucci, al advertir durante un mitin de la CGT que se cuchicheaban cosas sobre su campera de gamuza: “¿Les gusta, muchachos? Lujos de dirigente”. Tampoco hubiera cometido la imperdonable gaffe de Kloosterman, presentándose en la Casa Rosada como “representante de las empresas...”. Un traspié que aprovechó el general Alejandro Lanusse para corregirlo con desprecio: “Usted no es el representante de las empresas, es el representante de los trabajadores de las empresas”. Cauteloso, dicen que una de las máximas que encuadraban la conducta de El Tordo era “no uses una casa que tus afiliados no pueden tener”. Tal vez por eso hacía pocos años que había resuelto mudarse de su domicilio de Villa Lugano. Solía veranear en Mar de Ajó y con perfil bajo viajar a Canarias o a un pueblo de Italia, pasión en la que, según cuentan, lo inició un amigo, Argalia Polese, beneficiado por las influencias de Miguel con la concesión del catering en varias importantes plantas fabriles. El recuento de sus propiedades visibles no excedió, en los cálculos de la Conarepa –Comisión Nacional de Restitución Patrimonial, órgano creado por la dictadura de 1976 para investigar los enriquecimientos ilícitos–, de los que una familia obrera podía acumular con ingresos legítimos: un coche, algunos terrenitos, dos casas. La estrecha relación de Lorenzo Miguel con el almirante Emilio Massera –lo había recomendado a Perón como comandante en jefe de la Marina “por su lealtad”– no evitó que una patota militar allanara sus paraderos habituales hasta encontrarlo y confinarlo en un buque-cárcel. De acuerdo con las noticias de esos días, en el local de la UOM, en la calle Cangallo, se habían encontrado carteles con inscripciones: “muerto por subversivo”, “muerto por montonero”, las leyendas que la Triple A solía dejar como señal junto a los cadáveres de los ejecutados.
Pese a que cierta vez paró en seco a un periodista que le preguntó por sus contactos castrenses (“El único militar con que he conversado se llamaba Juan Domingo Perón”, le dijo) y a la prolongada estadía en el buque, todo indica que su supervivencia fue producto de un canje interfuerzas: la Marina obtuvo clemencia para su protegido metalúrgico a cambio de un salvoconducto para el textil Casildo Herreras. La liaison tiene una lógica: el almirante, un advenedizo, alentaba tendencias populistas, aspiraciones presidenciales y proyectos movimientistas. “Vine a aprender”, sostienen que lo endulzó Massera durante una visita de cortesía al sindicato. Es probable que Lorenzo Miguel haya dado por buenas las zalamerías del almirante con peronismo y en ese punto él era un ortodoxo: pensaba que el movimiento era “el más grande de Occidente. Y no me canso de repetirlo, el que no se rompe nunca, el que no se divide nunca”. Sabía, de todas formas, que la fortaleza y la unidad no crecían en un jardín de rosas, como lo demostraba el truculento episodio del Polaco Dubchak, un “culata” procedente de la CNU al que los pesados de la UOM le calmaron de un escopetazo en la espalda la locura que le provocaba la entrevista que su jefe estaba manteniendo con Juan Manuel Abal Medina. Después obligaron a un médico de la obra social a desangrarlo y trozarlo para que entrara con comodidad en el incinerador del sindicato.
Se escribió que al Tordo le hubiera gustado un modo más componedor de saldar el conflicto que le había nacido en la ribera del Paraná, a mediados de los ‘70, con el sindicalismo clasista y la seccional de Villa Constitución pero que, finalmente, se impusieron los métodos del lopezreguismo. Simples conjeturas. En todo caso, como buen estratega, Miguel utilizó la fuerza de su enemigo en beneficio propio: dejó que la marea de las “coordinadoras” rebeldes funcionara como ariete contra el Brujo, que acabó renunciando. De desmantelar la insurgencia se encargaría luego él, en colaboración con el joven abogado del Sindicato del Seguro que había logrado colocar en el Ministerio de Trabajo: Carlos Federico Ruckauf. Ruckauf y el telefónico Carlos Gallo formaban parte de su entorno. También otro hombre del seguro, Julio Raele, siempre sospechado de ser quien bajo cuerda manejaría los fondos de Miguel. Misteriosamente rico, en los últimos años del menemismo Raele se lanzó a una operación mayor: la compra varias veces millonaria del Palacio Dehesa, en las vecindades de la Nunciatura. Al poco tiempo, lo revendió al Exxel Group y se pelea aún la construcción de un shopping en el predio. El Tordo no podrá verlo. Murió en un sanatorio medio, el Mitre, a los 75 años, por diabetes y un fallo renal. Quien fuera su adversario, el metalúrgico nicoleño Duilio Brunelli, se había postulado a la sucesión después de mucho esperar a que cayera la breva y aprender que a Miguel “no se lo mata, se lo hereda”. Habrá que verlo: ni la fuente de poder es lo que era, ni París se hace en un día.