Martes, 22 de junio de 2010 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde París
UNO En la galería comercial y subterránea del Louvre hay más gente haciendo cola para probar el iPad en la tienda de Apple que para entrar a ver La Gioconda y todo eso. Arriba –en la plaza central del museo, junto a la pirámide de cristal– son varios los turistas que aún hoy se acercan aferrados a su ejemplar de El código Da Vinci con ganas de reproducir el itinerario místico de Robert Langdon y de su agente de viajes Dan Brown, ese maestro infradotado de la conspiración turística. Al costado, el Pont des Arts luce desnudo: en una noche, un mes atrás, desaparecieron todos los candados que –¡Doisneau! ¡Albertine! ¡Lelouch! ¡Gainsbourg! ¡Doinel! ¡Carax!– dejaban allí, atados a sus rejas y barandas, enamorados de todo el mundo como evidencia de su pasión que, se sabe, en París es más apasionada aún. Ningún funcionario se responsabilizó de la razzia ferretera; pero lo cierto es que los cientos de candados –que amenazaban la estructura del puente– ya no están allí. Cruzo y espero que este candadicidio no haya producido inexplicables rupturas sentimentales a lo largo y ancho del planeta. Ese planeta al que las personas cada vez miran menos, porque están atadas por cerrojos de contraseñas que abren y cierran pantallas electrónicas. Pantallas en las que, se supone, entra y cabe todo el mundo, pero para que uno lo mire desde afuera.
DOS Pero, por suerte, París sigue siendo París y –como precisó Ernest Hemingway– “no se acaba nunca” o algo así. Y ahora estoy en la legendaria librería Shakespeare & Co., en el kilómetro cero de la ciudad, comprándome la nueva edición –restaurada y corregida y ampliada– de A Moveable Feast, autobiografía mejor conocida conocida entre nosotros como París era una fiesta. Hijo de Hemingway (Patrick) y nieto de Hemingway (Sean, quien pronto publicará, ay, thriller danbrowniano sobre la tumba perdida de Alejandro Magno) volvieron a abrir cajones para invocar al escritor póstumo más fecundo de la historia. Y aquí está de nuevo uno de los mejores y despreciables libros en la historia de la literatura. Aquí, otra vez, por encima de enmiendas, Hemingway vuelve a hacer lo que mejor le salía: ser una mala persona. Y, además, un cobarde que –amparándose en el silencio de los muertos– reescribe la historia como mejor le conviene. Y no se salva nadie: Ford, Stein y, muy especialmente, el pobre Fitzgerald. Todo aquel que le dio una mano es aquí mordido por el viejo que sale a pescar al mar de su pasada juventud con modales de tiburón maleducado. Lo que no quita que A Moveable Feast sea un muy buen libro, con prosa refulgente como la ciudad luz que lo dio a luz, y que sea el título perfecto e inevitable a comprarse como si se tratara de una postal o un souvenir (yo preferiría esa primera edición de Matadero–Cinco, pero 650 euros...). Shakespeare & Co. –fundada en 1919 por Sylvia Beach– figura en varias páginas de las muy selectivas memorias de Hemingway. Y en algún lugar de 1983 yo “trabajé” en esta librería por unas semanas. No puedo olvidarme de su entonces dueño George Whitman (R.I.P.), quien se decía nieto de Walt, pero que era más una mezcla de los dickensianos Fagin y Scrooge. Amparándome y poniéndome a trabajar a mí y a tantos otros aspirantes a escritores a cambio de unos metros de suelo donde extender la bolsa de dormir en aquellos tiempos en que uno dormía poco y andaba por ahí, felizmente hecho bolsa, cruzando puentes cubiertos de candados, mientras las masas leían a Kurt Vonnegut y no a Dan Brown.
TRES Y de ahí al Centre Georges Pompidou. Los parisinos odiaron de entrada la modernidad de este inmenso reducto cultural inaugurado en 1977 como alguna vez odiaron y hoy soportan a la Torre Eiffel. Su look envejeció rápido y mal en los ’80 y ’90 pero ahora –a veces pasa– el Pompidou parece haber ganado un perfil de clásico. Adentro, una retrospectiva de Lucien Freud (la carne pintada de Freud es la misma carne que pintó Francis Bacon, pero antes de ser centrifugada por el acelerador de partículas) y otra, titulada Dreamlands, sobre ciudades falsas, ferias mundiales y parques temáticos. Y, ahí, fotografías de esa Torre Eiffel que se alza en una zona fantasma llamada Las Vegas. A los norteamericanos les encanta y, no, no hay sucursal de Shakespeare & Co. en la alguna vez jugadora capital del pecado y hoy metrópoli juguetona por la que corren niños y jóvenes, algunos de ellos tomando notas y soñando con ser grandes escritores cuando sean grandes. Grandes como ese joven Hemingway –en una de las fotos que acompañan a esta resurrección de A Moveable Feast– posando inédito y pobre y feliz junto a la puerta de Shakespeare & Co. pero ya pensando un “¿Por qué no le habrán puesto Hemingway & Co., eh?”.
CUATRO Por la noche la televisión está llena de fútbol y los cines de películas francesas. Y lo único que encuentro a mano y a ojo en una sala a la vuelta de mi hotel es When You’re Strange, documental de Tom DiCillo narrado por Johnny Depp sobre The Doors. La película es interesante (aunque algo caprichosa y un tanto enamorada de sí misma) pero reconfirma mi idea de que Ray Manzarek es un tecladista insoportable, de que no hay peor poeta que aquel que se cree muy poético, y de que por entonces la mejor banda de L.A. era Love y no The Doors. Jim Morrison, se sabe, murió y está enterrado en París (cerca pero lejos de Cortázar); aunque algunos aseguran que sigue vivo y que es vecino de Elvis Presley o responsable de haberse comido todos esos amorosos candados del Pont des Arts. Vuelvo a cruzar ese puente y una chica inequívocamente parisina mira hacia abajo con ojos soñadores de enamorada o de suicida, un hombre llora mientras habla con un aparato tan pequeño que apenas puede sostenerlo (la gente llora tanto más en la calle desde la llegada de los móviles), y aquí viene la inevitable pareja de argentinos que convierte, a los gritos, pesos en euros y viceversa. Me parece que los conozco de algún lado. Me parece que alguna vez vi sus caras viejas en una vieja Caras. “Volvamos al hotel que va a empezar el partido”, dice él. “Ni loca. Yo no vine a París para eso. Yo vine a París a gastar mucha guita y no a que me sigas gastando”, dice ella con voz de “si tuviera un candado te lo tiraría por la cabeza y después te tiro a vos al río” y mirada de “ya vas a ver las cosas que voy a contar cuando enviude”. Gente linda, movedizos descendientes del mejor peor Hemingway, ese cazador cazado que comenzó a recordar París justo antes del tiro del final y saberse blanco cada vez más inmóvil.
Y yo paso por ahí –paso de largo, por suerte, silbando aquello de “La gente es rara cuando eres un extraño / Los rostros lucen feos cuando estás solo”– y me digo que falta menos para que Robert Langdon y Dan Brown lleguen a la Argentina. Correr mucho por la supuesta pero nunca certificada París sudamericana. Persiguiendo o siendo perseguidos por algo relacionado con alguno de nuestros siempre vivos muertos patrios. El enigma Evita, la clave escondida en su dedo cortado o en las manos cortadas de su marido o algo por el estilo. Y Buenos Aires –nombre poco apropiado para dreamland de pesadilla construida con pedazos de otras ciudades a las que siempre quiso parecerse, pero no– nunca será una fiesta. O sí. Aunque, se sabe, hay muchas clases de fiestas. Hay fiestas donde faltan los nombres propios y sobran los colados, los & Co.
Como Rick y como Ilsa, siempre tendremos París, sí.
Lástima que París no siempre quiera tenernos a nosotros.
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