Lunes, 6 de septiembre de 2010 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
En 1960, hace exactamente cincuenta años, el todavía muy joven François Truffaut –que ya había dado el golpe con Los cuatrocientos golpes y revolucionado la pareja con la impar Jules et Jim– hizo su primer film noir, esa buena costumbre francesa, con una adaptación de Down There, la novela de David Goodis, que alguien tituló libremente (esa mala costumbre francesa) Tirez sur le pianiste. La película, como la coetánea Sin aliento de Godard, nos sorprendió por entonces adolescentes y algo más snobs que ahora. Y la disfrutamos, nos asombramos con el tratamiento distanciado de la pesadilla, los toques de humor, el personaje del petiso Charles Aznavour, cantante franco-armenio no tan famoso aún y por entonces convertido en actor, pianista que disparaba para que no le dispararan, víctima típica del mejor Goodis.
Pero hace cincuenta años y tan pibes, aunque ya le entrábamos a Truffaut, no sabíamos todavía (demasiado) de Goodis. Como el tango, como Onetti, nos estaba esperando unos años después, cuando descubriéramos ciertos humores, ciertos autores y registros sombríos que nos acompañarían como referencia para siempre. Por eso, acaso valga la pena, en este arbitrario aniversario –suenan desafinadas las notas de nuestro teclado estrafalario– acordarse de este narrador de bajos y tonos menores, al que no le desagradaba fotografiarse precisamente al piano.
Partamos de una referencia oblicua, un sesgo que ilumine de perfil. Es muy sabido que en Citizen Kane, de Welles, toda la película gira –o se desliza, mejor– alrededor o a lo largo de una palabra clave, “Rosebud”, murmurada por el gran hombre en agonía. La respuesta al enigma está en la infancia, en la felicidad pequeña, plena y relampagueante asociada a un trineo: “Rosebud” es la palabra, la inscripción que el juguete llevaba en el dorso, la marca inolvidable asociada a momentos inolvidables.
En La rubia de la esquina (The Blonde on the Corner Street), novela de David Goodis publicada en 1954, uno de los cuatro amigos y desocupados, Dippy, reflexiona sobre el final y ante la nieve acumulada de un invierno durísimo y sin salida, como todos los de la Filadelfia sombría del autor: “Lo que me gustaría tener es un trineo. Si tuviera un trineo, iría a la calle. Miren cómo baja la calle. Me gustaría encontrar una calle, una colina que bajara siempre”. Su amigo George lo cuestiona: “¿Dónde encontrarás una colina así?”. “Cómprame un trineo y yo iré a buscarla”, afirma Dippy. “No existen colinas así”, dice Ken. “¿Estás seguro?”, pregunta Dippy. En ese momento se abre la puerta y entra Ralph. Es evidente: él es el que tiene el trineo y quien ha encontrado la colina. Pero no es un niño feliz, ni mucho menos.
Precisamente no son niños los protagonistas de esa novela, ni siquiera adolescentes, aunque lo parezcan en su desamparo, su patética vagancia, su soledad agresiva, la inmadurez ya derrotada: tienen treinta años o más, y no hay mujer, trabajo o un sueño cierto que los pueda poner en movimiento más allá de la esquina. Sólo la fantasía, el autoengaño. Los derrotados filósofos desocupados de Goodis recuerdan a los habitantes del Cafetín de Buenos Aires de Discépolo: nacen a las penas, beben sus años y se entregan sin luchar. Se ilumina así la metáfora de Dippy: en la película de Welles, el recuerdo del trineo contraponía la opulencia desolada del final a la simple felicidad sin atributos de la infancia; en la novela de Goodis, el trineo está esperando en el último tramo, cercano al epílogo, y es el símbolo de la caída sin fin elegida, el dejarse ir consciente, placenteramente, por un camino helado y resbaladizo.
Y la imagen no es casual, aislada. El oscuro novelista de Filadelfia, nacido en 1917 y muerto en el invierno de 1967 (le faltaban semanas para cumplir los cincuenta) en la misma ciudad –no de sus sueños sino de sus pesadillas–, reitera desde los títulos de varias de sus novelas la idea–fuerza de la calle, del camino como espacio de la incertidumbre y la derrota, del desamparo esencial: Dark Passage (1946) –traducida como Senda tenebrosa para el clásico del cine negro de Delmer Daves con Bogart y Bacall–, Street of the Lost (1952) y la paradigmática Street of no Return (1954).
La contraposición entre un mundo bajo techo que ofrece la seguridad, pero también el ahogo –desde el “hogar dulce hogar” hasta la cárcel– y la marginalidad callejera, con su extensión a las tabernas como punto de recalada, es otra constante en Goodis. El suyo es un héroe a la intemperie, sin casa, sin posibilidades de descanso y mucho menos de arraigo. Además, muchas veces su protagonista huye –de la prisión, de la justicia equivocada, de sí mismo o su pasado– perseguido por una oscura culpa no fácilmente identificable. Por algo les hizo juicio, en su momento, a los responsables de la mítica serie televisiva El fugitivo. Y tenía razón: eso era Goodis puro. El miedo, la fatalidad o un oscuro destino dibujan el itinerario. El héroe de Goodis –Parry en Dark Passage; Hart en Black Friday; Vanning en Dark Chase (Al caer la noche); Harbin en The Burglar (El ladrón); el incendiario de Fire in the Flesh (Fuego en la carne); el mismísimo pianista de Down There o cualquier otro– viene de algún lugar del dolor, pero se dirige en trineo, veloz, hacia el abismo. Así de duro.
El crítico norteamericano Francis Nevins establece la filiación del mundo de Goodis con el de Cornell Woolrich o William Irish, pero señala que, a diferencia del autor de La ventana indiscreta o La novia vestía de negro (que Truffaut también filmó), Goodis no da lugar al suspenso: sabemos que el protagonista no se salvará... Es como ver, dice Nevins, en un noticiero, la crónica grabada del accidente fatal de un equilibrista de los que cruzan la ciudad sobre un cable de acero tendido en las alturas. Es verlo avanzar, dudar, hamacarse en el viento frío, esforzarse hasta el final, observar el primer plano de sus muecas, de sus últimos gestos antes de asistir a lo que se sabe desde el principio que va a suceder y sucedió: el equilibrista se estrellará finalmente contra el cemento de la calle...
Claro que no siempre es así. A veces hay salidas. Pero los deus ex machina suelen ser descabellados o de casi irrisoria obviedad –como los desenlaces “psicoanalíticos” de Dark Chase o Fire in the Flesh– y jamás compensan o equilibran las tensiones desencadenadas por la opresión del relato. Es que para Goodis son más importantes las situaciones que la resolución final. Y, en ese sentido, no se cuidó en reiterar, casi paradigmáticamente, motivos y circunstancias, partiendo casi siempre de esa helada Filadelfia. El mismo Nevins señala, como un enigma vital y literario, el extraño camino creativo de un autor que, luego de una novela precoz y no de género como Retreat from Oblivion, publicada a los 22 años, se sumerge en el policial negro con cuatro textos que merecen el hard cover –la tapa dura que identifica a las ediciones de literatura “seria”–- durante los ‘40, con Dark Passage, The Dark Chase, Behold this Woman y Of Missing Persons, para luego escribir en la década siguiente una serie de novelas directamente para ediciones populares en paper back, violentas, coloridas y escandalosas, como hacía Jim Thompson, por ejemplo, y al mismo tiempo. Este cambio no es estilístico, pero indica una caída o la elección de la estereotipia. Según Nevins, ya todos los tópicos de Goodis, desde la desgracia hasta la rubia fatal, estarían en Behold this Woman, y no haría más que repetirlos de ahí en más. Puede ser. En el fondo, Goodis fue un autor de tragedias –no cabe otra clasificación más adecuada para sus tramas, incluso la del pianista lo era– y éstas se construyen con pocas cosas, un puñado de situaciones básicas. Y él fue coherente hasta el final. Lo último que dejó, la decimoséptima novela, publicada el año de su muerte, aunque tuvo otros nombres se llamó, coherente, redundantemente, The Victim.
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