CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Contar: la cuenta y el cuento

 Por Juan Sasturain

Casi mágicamente, en castellano, el verbo “contar” significa por lo menos dos cosas: narrar y numerar. Poner en palabras y poner en números. El relato que enumera las acciones y las cifras que cantan/cuentan su historia. El slogan que acompaña el lanzamiento del censo que nos contará (nos contaremos) esta semana juega acertadamente con esa dualidad semántica: la Argentina tiene mucho que contar. Tal cual, porque ahí, además, hay que agregarle la riqueza implícita en ese adverbio de cantidad: es muy cierto que somos muchos y que ha pasado y pasa de todo. Contemos, contemos: ¿qué contás, Argentina?

Pero un censo no es un mero inventario, es algo más que contar, en cualquiera de esos sentidos (números y relato). Según la Real Academia, “censo” viene del latín census/censere, que significa evaluar, ya que el que cuenta no se queda ahí: implícita o explícitamente, mide y opina. Y por ahí, en ese camino de sentido, va quedando clara la ominosa derivación: el “censor” (y de ahí toda la familia de palabras que lleva hasta “censura”) era en origen, en la antigua Roma, el que registraba los censos de personas y bienes, literalmente: un contador. Y ya sabemos que lo contadores no son neutrales. Así, no es casual que el registro –electoral: personas; o económico: bienes– es decir, los números, decantara en evaluación (relato: hay que contar la cuenta) y terminara en acción directa sobre los resultados puros y duros. La secuencia: cuenta, cuento y acción. Los datos, el diagnóstico y la política, digamos. Qué tal.

En este país, antes de los censos más o menos intachables, y a ojo nomás, se tiraron dos conceptos famosos, un diagnóstico y una propuesta política: “El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión”, dijo/escribió/contó Sarmiento; “Gobernar es poblar”, sentenció Alberdi (“y se quedó soltero”, como comentaba y completaba malévolamente el perverso Anzoátegui). En principio, parecía, la evaluación de uno y la propuesta política del otro prócer calzaban: había un vacío que rellenar. La cuestión era –y fue– rellenar con qué. O, aún mejor: había que sacar lo que había y no aparecía en la foto (indios, gauchos movedizos que no se dejaban registrar por la nómina del juez de paz o por la mira del Remington) y poner/reponer (con) otra cosa: la inmigración. No iba a andar. Al menos para el proyecto hegemónico no anduvo todo lo bien que hubiera debido: el incómodo censo del catorce, con la ciudad patricia agringada, los terminó de incomodar. El (utópico) remedio había sido peor que la (supuesta) enfermedad. La Argentina (la cultura argentina, nuestros mayoritarios abuelos, digo) agradecida del “error”, con mucho que contar desde entonces y hasta ahora.

Como en el debate sobre el papel del Estado (“Achicar el Estado es agrandar el país”, zoncera ejemplar del listado de Jauretche), los números grandes –excepto los que aparecen en las pizarras financieras– atemorizan por principio a los dueños de la pelota. Los cabecitas de los cuarenta y cincuenta, como los expulsados del sistema por las políticas de los noventa más los inmigrantes de países tangentes de hoy, les joden. Como en las tácticas futboleras miserables, habría que achicar, siempre achicar. Para pocos y que funcione es la consigna tácita. El censo que nos contará cuántos y qué somos en estos días pondrá una vez más la cuestión en cuestión.

Necesitamos números actualizados, pero sobre todo necesitamos un cuento, un relato veraz y aventurero de cuanto y cuánto somos. Un censo sin censores ni censuras para la esperanza.

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