Martes, 16 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Y entonces –para bien o para mal– hay casos en los que el apellido muta a adjetivo.
Ejemplo de para mal: hitleriano.
Ejemplo de para bien: berlanguiano.
DOS Pero lo benéfico en este último caso –la transformación calificadora del apellido del sujeto Luis García Berlanga– es algo más bien ambiguo. Porque en sus películas y desde sus películas, el valenciano y anarquista y burgués y erotómano y alucinador del ser español Berlanga hizo siempre el bien pero mostrando el mal con sus ropajes más miserables y esperpénticos y, sí, queribles.
En el cine de Berlanga lo espantoso provoca ternura y cariño sin por eso dejar de parecernos espantoso.
TRES Y el sábado por la mañana, pasando y navegando canales a la hora del desayuno, volví a cruzarme con Plácido, de Luis García Berlanga. Y, como siempre, ahí volví a quedarme fijo y fijándome. La única otra película con la que me ocurre esto –lo de detenerme a verla no importa por qué parte vaya, no importa todas las veces que ya la haya visto– es, creo, 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick.
Y es que Plácido –más allá de los placeres y virtudes de ¡Bienvenido, Mister Marshall!, Los jueves, milagro, El verdugo, La vaquilla y la saga monstruosa y goyesca de La escopeta nacional– es mi título favorito de Berlanga. Recuerden: en principio Plácido iba a llamarse Siente un pobre a su mesa; pero a Franco le desagradó el título que remitía directamente a una de las campañas populistas y estrella de su drástico régimen. Así que se quedó con el para mí mucho más apropiado y revulsivo y engañosamente inofensivo Plácido: nombre de su atípico héroe que, si algo no es, es apacible o sosegado. Plácido –estrenada en 1961, candidata a un Oscar extranjero que se acabó llevando Ingmar Bergman– narra una bestial Navidad en que la empresa de Ollas Cocinex organiza una subasta en un pueblo chico del interior, a la que acuden artistas de la capital y cuyo objetivo es rematar pobres para que, por una noche, se sienten a las mesas de los señoritos y hacendados de la región. Mientras tanto, el pobre Plácido recorre la ciudad cargando una Estrella de Belén en su flamante motocarro del que debe abonar la primera letra de su crédito antes de que caiga el sol y, con él, el poco espiritual espíritu piadoso y cristiano de los locales. Hay algo dickensiano (otro apellido/adjetivo) en Plácido, sí; pero se trata de un Dickens donde la redención sólo se consigue en cuotas y con alto interés. Ya lo dijo Berlanga, ya se encargaron de recordarlo las páginas y páginas que le dedicaron este fin de semana: “España es un país maldito porque no tiene ningún sentimiento cívico, de pertenecer a una colectividad, para intentar lo mejor para todos. Y no es por deformación del franquismo y de tantos años de dictadura: es lo que llevamos en las entrañas los españoles”.
Pero volviendo a lo de más arriba: volví a ver Plácido, volví a reírme viendo Plácido y, apenas superado el Fin, en los noticieros, otro Fin. Perfecta y dolorosa compaginación. La noticia de la muerte de Berlanga y el adjetivo volviendo a ser un apellido, enmarcado desde ahora y para siempre entre los años 1921 y 2010, y vamos rápido a encender la capilla ardiente que afuera hace tanto frío.
CUATRO Y tiene cierta gracia –dentro de la tristeza– que Luis García Berlanga haya muerto justo después de la muy berlanguiana visita de Benedicto XVI a España. La sutil diferencia entre decir “Dios mío” y “Dios es mío” y ¡Benvenuto, Santo Papa! por las calles de Santiago de Compostela y Barcelona, a toda velocidad, a bordo de su papamóvil, como Plácido en motocarro, diciendo con esa dicción papal que le preocupan los pobres cuando, en realidad, lo único que inquieta es la caída de las acciones en el de-salmado negocio de las almas. Así, Ratzinger vino, bendijo y criticó y todavía hoy, varios días después, se siente el efecto berlanguiano de sus palabras en ese todos contra todos de la clase política y en una Cataluña que se arrima a las próximas elecciones regionales con la misma de- sesperación que aquel catalán fabricante de porteros eléctricos intentaba seducir a una rancia y decadente aristocracia a la que admira con pasión y asco en La escopeta nacional.
De pronto, sí, todo es más berlanguiano que nunca, mal que les pese a los españoles que preferirían sentirse más amenabarianos y for export. La crisis ha vuelto a poner de moda más o menos subliminalmente aquella sensación de “vengan a salvarnos” que imperaba en el clásico ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, de 1953. Allí, un Guadalix de la Sierra apenas disfrazado de Villar del Río se rendía sin ofrecer resistencia a la inminente visita de los generosos yanquis cantando aquella festiva tonada de “Americanos / Vienen a España / Gordos y sanos / Viva el tronío / De ese gran pueblo / Con poderío (...) Os recibimos / Americanos, con alegría / Olé mi madre / Olé mi suegra y olé mi tía”.
CINCO Y el día antes de la muerte de Berlanga, yo iba y venía a Madrid en tren leyendo Riña de Gatos/Madrid 1936, la magnífica nueva novela de Eduardo Mendoza que ganó el reciente Premio Planeta y allí, también, campeando lo berlanguiano en las primeras páginas con un diálogo entre republicano y sacerdote que funcionaba casi como eco de las declaraciones, tanto tiempo después, de Benedicto XVI acusando a España toda de laicista y agresiva como en los años ’30. “Mire, padre, la gente no quema iglesias sin ton ni son. Nunca han quemado una taberna, un hospital ni una plaza de toros. Si en toda España el pueblo elige quemar iglesias, con lo que cuestan de prender, por algo será”, le sonríe allí el republicano al solemne sacerdote a bordo de un tren a la capital. No es el caso ahora, más allá de los delirios paranoides del Sumo Pontífice. Todo lo contrario, el gobierno ayuda a la Iglesia mucho más y mejor que Mister Marshall (en lo que a dineros se refiere) y hasta acata voluntades supuestamente divinas con resignación y cara de penitencia. Lo que ha llevado a Zapatero –diga lo que diga en mitines y aledaños– a renunciar a la reforma de la Ley de Libertad Religiosa por “falta de consenso” en tiempos donde mejor no abrir nuevos frentes sociales e ideológicos cuando la cosa pasa más por lo económico, el desempleo y la esperanza de que algún espíritu santo ilumine y caliente como a aquellos pobres patrocinados por Ollas Cocinex.
SEIS El último largometraje de Luis García Berlanga fue París-Tomboctú, se estrenó en 1999 y fue la primera película española que vi, junto a Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar, cuando llegué a vivir a Barcelona. La de Berlanga era grotesca, grosera y desprolija. La de Almodóvar era trágica, luminosa y pulcra. Me gustó más la de Almodóvar porque, supongo, se correspondía más y mejor con la España triunfal en la que yo había aterrizado. Ahora, me gustaría ver cómo funciona París-Tomboctú –que cerraba con la frase “Tengo miedo”– en esta nueva/vieja España. De una cosa estoy seguro: no me parecerá mejor que Plácido y acaso esté más cercana al cine de Alex de la Iglesia (el de El día de la bestia, La comunidad, 800 balas) y Santiago Segura (que aparecía en París-Tomboctú y creador del muy berlanguiano Torrente). Pero no. Insisto, Plácido hay solo una y Plácido hay uno solo. Ahí vuelve ese hombre acelerando en la noche helada, por las calles de un pueblo de mala muerte y de mala vida, con la música de fondo de las mandíbulas de los pobres y el tintineo de los denarios en los bolsillos de los supuestamente piadosos.
SIETE “¿Miedo a morir? Qué coño, si acaso cabreo”, dijo no hace mucho Luis García Berlanga, cuando le preguntaron acerca de esa fecha definitiva y cada vez más cercana.
El sábado pasado, su hijo salió a atender a los medios presentes en el velatorio y dijo que su padre –se notaba en su rostro, cuando lo fueron a despertar esa misma mañana– había muerto tranquilo y feliz, mientras dormía.
Plácidamente, sí. Pero, seguro, sus últimos sueños fueron, dulces y de pesadilla, decididamente berlanguianos.
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