Jueves, 16 de diciembre de 2010 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Me llama un día y dice: “Al fin sé que estoy en la justa. Que tengo razón. Que no estoy equivocado. Escuchá, Daniel Hadad, hoy, por Radio 10, dijo que soy un hijo de puta. Estoy en la gloria”. Que Alberto Segado fue un actor eminente lo sabemos todos. También que debieron darle más de lo que tuvo. Cierta vez, hablando con un empresario de la calle Corrientes (mal bicho, hoy muerto), le dije: “Para ese papel el ideal es Alberto Segado”. Se puso rojo de furia: “¿Qué me estás vendiendo? ¿Un actor del San Martín?”. Ese que era su point d’honneur le jugaba en contra. La estética de la calle Corrientes abominaba de un actor del San Martín. Se quedó en el San Martín. Ahí tuvo su refugio y su lugar de culto. Alberto era el San Martín. Era parte inseparable de ese teatro y de sus mejores espectáculos. En 2002 hace Copenhague, dirigido por Carlos Gandolfo, y entabla un duelo actoral deslumbrante con Juan Carlos Gené. ¡Qué fiesta, qué privilegio fue ver eso! Omitiré decir que un gran artista devenido candidato a presidente de la República se dormía en la fila 2 de la derecha, algo que suele ser desalentador para los actores, que siempre detectan esas cosas, pero diré que Segado y Gené dieron –ante todo– una clase de dicción. Así se habla en un escenario. Vi varias veces la pieza –todas las que me fue posible– porque la gestualidad de Alberto me seducía. Movía los brazos y las manos y hasta los dedos de un modo envolvente, como un oleaje incesante y expresivo. Confieso algo: estudié a propósito esa gestualidad. Algo de ella utilizo en mis clases, conferencias o en los programas de filosofía que hago por televisión. Así como Alberto acompañaba sus palabras con los brazos para subrayar palabras, conceptos en una obra en que interpretaba a un científico, pensé que eso sería espléndido aplicarlo a la docencia. Un docente tiene algo de actor. Tiene, en lo posible, que acompañar lo que enseña con los tonos de su voz y su gestualidad.
Detallar su carrera sería interminable. En 1969 ya estaba en el Instituto Di Tella. Mi compañera, la Bertotto, encuentra un día una foto ajada de sus propios años en el Di Tella y componiendo a un soldado hay un muchachito flaco, con mucho pelo y cara de futuro. Lo llama a Alberto y le deja en el contestador: “¿Ese sos vos?”. Salimos, volvemos y encontramos la respuesta al mensaje: “Sí, María Julia, ése soy yo... Bueno, qué te puedo decir. Los años pasan”. La ironía, la jocosa resignación ante el destino de todos nosotros sobre este puto mundo, con que dijo “los años pasan” nos hizo reír tan largamente que todavía –creo– nos seguimos riendo. Porque acabo de entrar en el dormitorio y la escenógrafa y diseñadora de vestuario que tantas veces trabajó con Alberto está mirando una peli con Cate Blanchet. “Rápido –le digo–. Estoy haciendo una nota sobre Alberto.” Hace un esfuerzo para salir de la trama y de la seguramente notable interpretación de la Blanchet y me dice: “Era tan inteligente que cuando le echaba una primera mirada a la escenografía ya no había que explicarle ni un detalle. Te entendía al instante. Te decía: ‘Esto lo hiciste para esto y para esto. Y vos querés que yo suba esta escalera y diga ese texto desde arriba y después baje y me siente en ese sillón y ahí me viene la luz del Chango Monti y completo el texto y hacemos el apagón’. Era rápido, era brillante. Para mí, fue uno de los más grandes actores que tuvimos”. Sabíamos, por nuestro querido y común amigo Sergio Renán, que no andaba bien. Con Sergio hizo su último trabajo: Un enemigo del pueblo, de Ibsen. Con Brandoni. El era el malo. Hacía muy bien sus villanos. El más recordado será el de Plata dulce. Es una película subversiva que se estrena en 1982, apenas después de Malvinas, con producción de Aries y dirección de Fernando Ayala, pero, sobre todo, con un guión ejemplar, perfecto, de Oscar Viale y Jorge Goldemberg. Segado hace el villanísimo de la financiera que funde la fábrica de botiquines de Luppi y luego le arruina la vida. Vean esa película. Estudien ese guión. Nadie nace genio. Ni que se pase tres años en una Escuela de Cine (¿escribe guiones Jorge Goldemberg todavía?).
¿Quieren reírse un poco? Sé una de las anécdotas más hilarantes de Alberto. Roger Corman, asociado con Aries, acepta hacer una nueva versión de Ultimos días de la víctima. Corman es venerado por sus películas de terror, pero –como puntualizó con todas las letras Peter Bogdanovich– es un avaro compulsivo. Envía a Don Stroud (un actor que en Bloddy Mama prometía algo pero nunca más) y a una actriz norteamericana de origen brasileño que era un minón descojonante, por decirlo así. Corman, desde Los Angeles, pide sexo, sexo, sexo. Resignadamente, hay que filmar una escena entre Alberto y la carioca yanki. Equipo reducido, sólo Olivera que dirigía, el cameraman, el de la luz y punto. En la cama, Alberto y la leona de pelo negro, grandes tetas y algunas condiciones de actriz. Se hace la escena. Días después viene Alejandro Se-ssa –coproductor– y me invita a ver los “campeones” (que es el material que se va filmando día a día, los yankis les dice daylies). Me siento en el microcine y lo veo a Alberto tratando de hacer algo con ese artefacto descomunal. “¡Carajo! –me digo–, pobre Alberto.” Pero no. Se las va arreglando. De pronto se oye la voz de Olivera: “¡Ponele el culo mirando a cámara!” Olivera es un tipo con un gran sentido del humor y Alberto no carecía de esa condición. De modo que las risas echaron a perder el erotismo de la escena. Días después lo encontré cenando en Pichuco. (¿Se acuerdan de Pichuco? Eran los años ochenta y todos los actores y los escritores andaban por ahí.) “¡Alberto! –le digo–, vi una de tus más memorables actuaciones. Te felicito.” Mejor no digo a dónde me mandó.
Era un actor de izquierda, sin vueltas. Siempre que podía publicaba en Página/12. Y sí: aquí tenía que ser. Me propinaba halagos: “Siempre que me pongo a escribir una nota releo antes una tuya. Después, me inspiro y le meto para adelante”. Pero más lo halagaba yo. Tenía una envidiable lucidez política. De aquí que –sin duda a raíz de una de sus notas en Página– Hadad, por medio de esa radio que durante estos días ha vuelto a exhibir su xenofobia, su racismo, le dijera hijo de puta.
Se nos fue. La cosa es así. A cada rato se nos están yendo amigos. En Network, un William Holden ya estragado por el alcohol, el pánico escénico y la soledad, le dice a Faye Dunaway: “Estoy en una edad en que mis amigos se mueren o escriben sus memorias”. Así estamos muchos. Pero no con todos se sufre igual. Esa resignación que los amigos sienten cuando la enfermedad ya hiere demasiado y entonces dicen: “Mejor si se va. Así deja de sufrir” es sólo eso: resignación. Mejor si se va las pelotas. Mejor si se queda. Mejor si no lo hubiera agarrado la Huesuda. Mejor si volvía al San Martín. Mejor si volvía a hacer Galileo Galilei, Volpone, El pato salvaje de Ibsen. O El Campo, de la eximia Griselda Gambaro, en el Cervantes. O Los siameses, también de Griselda, donde estaba sublime, por falta de una palabra mejor. Mejor si se quedaba un rato más. Pero no. Cuando te toca, te toca. A veces le dijeron: “¿Y cómo querés ser famoso si no hacés televisión?” ¿Alberto en la TVvómito? Haciendo qué. Mirá, Alberto, a ninguno de los que andan por ahí haciendo chatarra lo van llorar los notables y hasta grandes artistas que hoy te lloran a vos. Te quisimos tanto, y tantos te quisieron, que ya está, no escribo más. No me quedan palabras ni creo que las haya. Albertito, querido amigo, no sé si fuiste feliz, pero no te faltaron motivos para serlo: viviste de lo que amabas, fuiste uno de los más grandes y te llora mucha de la buena gente que todavía queda en este país. Esos que saben que despedir a un grande con amor es hacerse mejor persona. Como vos, que lo fuiste siempre.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.