Jueves, 16 de diciembre de 2010 | Hoy
PSICOLOGíA › DESARRAIGOS VILLEROS
Por Sergio Rodríguez *
La reunión se desenvolvía de un modo anárquico, no había hilo en el discurso que tenía que enlazar socialmente a esa familia. Se saltaba espasmódicamente de un tema a otro sin la mínima jerarquización necesaria. Ni siquiera había, como a veces ocurre, un relato de aconteceres eslabonados por algún disparador próximo, despertado al recuerdo en relación con parentescos o amistades. Era un saltar loco de un tema al otro. Hasta que el pastor (de Acción Social Ecuménica), imperativo, empezó a preguntarle a cada uno cómo andaba de trabajo o en el trabajo. Como un milagro caído del cielo, cada uno de los hijos comenzó a relatar sus vicisitudes al respecto.
Tres de ellos, José el de mirada adusta, el Bebe y el Huberto, trabajaban como carpinteros en pequeñas carpinterías. El Bebe, más estable, llevaba unos tres años como lustrador. Los otros dos, estrechos compañeros en el proceso de fabricación de mesas y sillas, hacía un año que trabajaban en otro taller. La conversación se fue ordenando en función de míseras defraudaciones que el patrón de estos últimos les hacía a sus obreros: por ejemplo, liquidándoles menos horas que las que había trabajado. La defraudación se la hacía ejecutar a su propia hija, la encargada de pagar. Se discutió un rato; ellos consideraban que defenderse era imposible. José, con asentimiento de Huberto, contó de la vez en que se pusieron todos de acuerdo y lo mandaron a él como delegado a conversar con los patrones, pero después lo dejaron solo en la gestión. Entendí mejor entonces el giro idiomático “mandar al frente”. Para José la experiencia había transcurrido con dolor, miedo y bronca. Lo peor era que le había dejado un gusto tan amargo que le parecía mejor no intentarlo de nuevo.
Mientras conversábamos, mi mirada era cada vez más atraída por el restregarse nervioso de las manos de José. Advertí que, en el lugar de uno de sus pulgares, había sólo una gran cicatriz, todavía no del todo curada. Pregunté. La respuesta, entre risotadas de los demás jóvenes, fue: “Me lo hice con la máquina”. En medio de chistes y risas, relató, mientras Huberto, que lo había estado en aquel momento, lo acompañaba ahora con una sonrisa, de tan buenaza, casi boba. La mano, en un descuido, le había quedado atrapada en la máquina. Por suerte la reacción rápida de Huberto, que había apagado el motor, había impedido que perdiera toda la mano. Pero el pulgar se había perdido. Llevado enseguida al hospital, lo operaron y empezó la cicatrización y recuperación.
La conversación del grupo, entre risas y nerviosismo, giró hacia qué podía hacer José ante esa pérdida. El empezó a contar las gestiones que llevaba adelante, enfrentando todos los obstáculos que la Aseguradora de Riesgo de Trabajo (ART) le ponía para cobrar el seguro por accidente. Contó algunas circunstancias en su retorno al trabajo, terminada la licencia por accidente, y se me fue haciendo evidente que, a partir de la discapacidad sufrida y con la hipomanía que lo afectaba, se acentuaba el peligro de sufrir un daño. Se lo advertí, le dije que me parecía necesario que cambiara de ocupación.
Lejos de aceptarlo, me miró, nos miró desafiante, se irguió del asiento, pegó con el puño recién cicatrizado en la palma de la otra mano y, levantando la voz, con sonrisa triunfante, dijo: “Nací carpintero y voy a morir carpintero”.
El se llamaba José, como el carpintero casado con la madre de Cristo. Una de sus manos había sido, como la de Cristo en la cruz, atravesada por metal. Recordé a una de las chicas, que, en otra reunión, ante la sugerencia de que tenía condiciones de posibilidad para mudarse de la villa y estar mejor, había exclamado orgullosa: “Nací en la villa y voy a morir en la villa”. Se me hizo evidente que su amor propio se refugiaba en sus únicas posesiones, la brizna de trasmisión que podía significar un nombre, el orgullo ante las carencias que los acosaban y que, enarboladas, las tornaban sus representantes.
* Fragmento de un trabajo incluido en el libro Desarraigos villeros, de Sergio Rodríguez y Silvia Sisto (comps.), Ed. Odisea 2001.
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