Martes, 18 de enero de 2011 | Hoy
Por Ariel Dorfman
Cien años han pasado desde aquel 18 de enero de 1911 en que vino al mundo el fundacional escritor peruano José María Arguedas, un centenario que me permite, por primera vez, confesar que tengo con él una deuda que no acabo de pagar.
Muchos de los que tuvimos el privilegio y el goce de ser sus amigos tenemos una deuda parecida: este novelista y antropólogo que revolucionó el campo literario latinoamericano y modificó drásticamente la manera en que percibimos a los pueblos originarios del mundo terminó, desesperado y deprimido, suicidándose en Lima a la edad de 68 años –la misma edad que, extrañamente, tengo yo ahora que por fin asumo públicamente la culpa personal que me toca en su prematura desaparición.
Pese a que me llevaba más de tres décadas de ventaja, fuimos entrañables amigos. Gracias a los buenos oficios de Pedro Lastra, y de los Arredondo, la familia chilena de la mujer de José María, pude intimar con él después de haberlo leído con encanto y también con algo de desasosiego ante el abismo de perversidad que revelaba en un Perú que maltrataba y despreciaba a las candentes mayorías indígenas. Tuvimos largas conversaciones, lo escuché cantar huaynos en quechua, lo vi danzar hasta el amanecer, llegué a entrevistarlo varias veces y finalmente produje un ensayo sobre su obra que él refrendó, y esa empatía mía con su literatura y persona lo llevaron a llamarme hermano, parte de la misma lucha por la belleza y la justicia y la verdad.
Apreciaba mis opiniones. No lo digo para vanagloriarme, sino porque es indispensable para asomarse al desenlace de nuestra relación. Apreciaba mis opiniones, repito, y fue por eso que, en octubre de 1969 –¿o puede haber sido en septiembre o a principios de noviembre?– me avisó que venía a Santiago y que quería verme, “por algo importante”.
Lo que lo desvelaba, me explicó, cuando finalmente nos encontramos, era su nueva novela, El Zorro de Arriba y el Zorro de Abajo, aún inconclusa. “Necesito saber lo que piensas, Ariel. No se asemeja a nada que haya escrito antes.” Y me pasó un grueso manuscrito, pidiéndome que lo leyera pronto para que pudiéramos conversar antes de su retorno al Perú.
Me pasé los siguientes días, y buena parte de las noches, sumergido en las arenas de ese libro monumental. Mi primera impresión fue de espanto: comenzaba José María por advertir al lector, en un diario de vida que no tenía nada de fingido, que recientemente había tratado de suicidarse. Similares revelaciones sobre su crisis, su incapacidad de seguir escribiendo, se reiteraban en el resto de la novela, cuyo núcleo central, sin embargo, estaba constituido por una ardua y alucinada narración sobre Chimbote. Me sentí atraído –no lo pude evitar– más por el dolor lúcido del amigo fidedigno e histórico que por los personajes que deambulaban por un puerto degradado y a la vez mítico, una insaciable ciudad de pescadores en que figuras legendarias se cruzaban con locos y prostitutas y enviados del imperio y migrantes de la sierra. Si entendía demasiado bien lo que pasaba con mi querido José María, sus hombres y mujeres ficticios carecían, en cambio, de la envergadura emocional de sus escritos anteriores, y la prosa en que respiraban me pareció desconcertante, opaca, enmarañada. Algo que siempre me había fascinado de Arguedas era su estilo espléndido, fruto, como su vida misma, de su ser mestizo, su existencia precaria a horcajadas entre dos mundos, el blanco y el indio, forjando en el lenguaje mismo un modelo de cómo la cultura autóctona podía revertir el sentido y flujo de la conquista, podía apoderarse de la palabra. En todos sus libros precedentes había construido una sintaxis deslumbrante, tensionada entre la luz y la oscuridad, la alegría y el desconsuelo, permitiendo que sus lectores se asomaran, sin dejar el castellano, al mundo andino prohibido y ultrajado. Leerlo siempre había sido, por lo tanto, una experiencia inolvidable y única. Pero Arguedas, aparentemente, había llegado a la conclusión de que era una experiencia demasiado cómoda, hasta acomodaticia. Porque en la novela de los Zorros abandonaba toda pretensión de que se lo entendiera con claridad, entorpecía ese placer transcultural, había decidido salirse de las fronteras habituales de lo reconocible para un lector sumido, como yo, en la tradición occidental y moderna. Era, para ser franco, una novela quechua y, para mi mala fortuna, me sentí extranjero, dislocado, en ese mundo.
Se lo dije. Haberlo callado habría sido más piadoso con un hombre que sufría una depresión psicológica tan catastrófica; más piadoso, sí, pero indigno de él y de nuestra relación basada en la lealtad y la transparencia. Le conté, entonces, durante una larga tarde que pasamos, recuerdo, al interior del auto que mi padre me había prestado para que lo visitara, desmenucé lo que me había conmovido en su obra nueva y también lo que estimaba confuso y enrevesado, aquello que necesitaba –sí, eso es lo que le dije yo, a los veintisiete años de edad, a este magnífico escritor que había hecho cantar a los ríos y era hermano de las montañas– más trabajo, más coherencia, más organicidad narrativa.
Si le dolió mi opinión fue demasiado gentil para hacérmelo saber. Dijo que tomaría en cuenta esos comentarios, y que le había dado mucho que pensar. Y nos despedimos con el abrazo de siempre, como si nada.
Unas semanas más tarde, un mes más tarde, más tarde, más tarde, demasiado tarde y demasiado temprano, a fines de noviembre de 1969, me llegó la noticia de que se había disparado un tiro en la sien en la Universidad Agraria de Lima. Recordé algo que me había susurrado en alguna lejana madrugada: “Si no puedo escribir, mejor es no estar vivo”. En efecto, había completado su novela con su propia muerte.
No soy tan arrogante como para pensar que si le hubiera alabado, ay, si le hubiera entendido, su texto, podría haber evitado su sacrificio. Pero de todos modos me reproché entonces y me seguí reprochando durante décadas el hecho de que no me rajé el corazón, no abrí los ojos hasta el cielo, no me desgarré el alma, no salté el despeñadero que nos separaba. No supe estar a la altura de su visión y su amistad, no fui capaz de aceptar con humildad el regalo híbrido y ambicioso y trastornante que me estaba ofreciendo a mí y al mundo.
Pero el centenario de su nacimiento no debería ser ocasión únicamente para expiaciones. Debe ser, ante todo, una celebración, el recuerdo de que su obra y su vida se fundaban en una apuesta primordial: que la cultura de los Andes –imbuida de amor a la naturaleza, moral y estéticamente superior a quienes la sojuzgaban– era capaz de salvar a la humanidad contemporánea presa de un progreso avaro e insensato que se erige sobre la explotación de la tierra y de nuestros semejantes, la apuesta todavía vigente de que hay otra humanidad posible.
¿Hay alguien más vivo que Arguedas hoy? ¿Hay alguien más relevante en este tiempo en que la especie se encamina hacia el apocalipsis? ¿Hay alguien que haya escrito con más lucimiento y grandeza sobre lo que significa vivir y morir y sobrevivir en nuestra encrucijada inacabable?
Tengo una deuda contigo, José María. Lo que he descubierto, ahora que tengo la edad tuya cuando nos dejaste, es que es también una deuda que tenemos todos, he descubierto que nos toca volver a leer los profundos ríos de tu literatura para rescatarte, esta vez sí, de la muerte que dicen que te devoró.
* La última novela de Ariel Dorfman es Americanos: Los Pasos de Murieta.
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