CONTRATAPA

Apretados

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO, DOS, TRES, ETC. ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! Pero no. No hay. No queda. Ni siquiera esa línea blanca y muda para separar atronadores párrafos negros en esta contratapa. Tampoco puntos y aparte. No desperdiciarlas, no malgastarlos. Así que todo junto ahora, hoy. Se acabó el espacio y ni siquiera sobra para apellido de escritor. Así que eso es lo primero en salir eyectado, fuera, out, adiós. Un editor ahí. Sobran editores. Tachar con una X. Cut y paste. Se entiende, se comprende, aunque no se avise. Mar picada. No hagan olas. Demasiados tiburones. Al tablón y por la borda. Arrojar a los que osan demostrar cierto arrojo. No invitarlos a la fiesta de todos. Así, no cupo un alfiler de prendedor en Westminster, donde acuden todos aquellos interesados en que los pueblos sigan creyendo en cuentos de hadas, de príncipes, y de plebeyas ascendidas a princesas y –mi favorito– de Harry, que es el que de verdad se sacó la lotería. Tiene coronita sin necesidad de llevarla. Miré en los noticieros –toda esa jabonosa pompa y resbaladiza circunstancia, fenómeno histórico de rating, pastel y circo– y la verdad que me quedo con cualquiera de esas adaptaciones de clásicos victorianos y edwardianos de la BBC. Días antes del bien anudado enlace, otro incómodo, Martin Amis –pluma, espada y palabra– se despachó con gracia y furia contra la familia real. No cupo un clavo en San Pedro. Hostia y circo. Acelerada beatificación de retrógrado (todo) terreno. Curó a una monja, dicen. Ahá. Algo así como que a un escritor le den el Nobel porque a su madre le gustan mucho sus novelas. Y ya saben: movemos a la momia de Inocencio XI para que tenga mejor visibilidad la momia de Juan Pablo II, aquí ponemos un par de botellitas de sangre para venerar, va a quedar de lo más lindo, ya vas a ver. Y la misa continúa, saludos al Legionario Maciel y pídele a ese apetecible niñito rubio que te dibuje un cordero de Dios sentado en tus rodillas... No olvidarlo nunca: ésta es la gente –mudando cadáveres, adorando hemoglobina sobrante de una transfusión– que denuncia y condena los mensajes de sectas best-sellers. Me desintoxico viendo la nueva Furia de titanes. Muy mala. Pero cuánto más creativos, interesantes y mejor escritos eran los dioses antiguos. Y tanto mejores efectos especiales. Y todo el tiempo entre nosotros, bajando desde su olímpico conventillo para pasarla bien, para conocernos, sí, bíblicamente. Y sin necesidad de intermediarios. Así, del otro lado, Benedicto XVI decidió responder a algunas preguntas por televisión. Hubo quien celebró su “modernización”. Y pronto conversará con astronautas en órbita. Eso sí, entre dos mil interrogantes –parece que nadie se interesó por las difusas finanzas divinas o los escándalos de pederastia en el clero o las muchas acciones poco cristianas de la Iglesia durante momentos oscuros de la historia– el Sumo Pontífice escogió apenas siete dudas que le parecieron trascendentes: una de una niña sobre el tsunami japonés, una sobre el estado del alma de un comatoso (“Es como una guitarra con las cuerdas rotas”, explicó, y yo tan sorprendido porque hasta ahora pensaba que el alma era irrompible), otra de unos estudiantes cristianos de Irak que se sentían perseguidos, otra sobre la crisis en Africa, y nadie se jugó a preguntar cuántas plazas de estacionamiento libres quedan en el Cielo y en el Infierno. Pero sí hubo una de esas que me gustan tanto a mí –qué hizo Jesús esas horas entre la muerte y la resurrección– y que le hacen decir a este Santo Padre cosas más raras que las que decía Emmanuel Swedenborg. Así: “En primer lugar, este descenso del alma de Jesús no debe imaginarse como un viaje geográfico, local, de un continente a otro. Es un viaje del alma... El descenso del Señor a los infiernos significa, sobre todo, que Jesús alcanza también el pasado, que la eficacia de la redención no comienza en el año cero o en el año treinta, sino que llega al pasado, abarca el pasado, a todas las personas de todos los tiempos”. Ahá. Esta versión de Jesús como eternauta no causaría mucha gracia en la multitudinaria China donde, me entero, se ha prohibido la difusión de series y películas cuya temática sean los periplos temporales por considerarlas “monstruosas, promotoras de la superstición, el fatalismo y la reencarnación”. Uh. No cupo un puño en alto y abanderado en la Zona Cero y en Times Square –bang y cerco– por la alegría de saber a Bin Laden tocado y hundido. No cupo una aguja vudú en el Bernabeu y no cabrá en el Camp Nou, donde un paranoide Mourinho volverá a denunciar complots varios acusando a todas las personas de todos los tiempos. Messi es la eficacia de la redención. No va a quedarse sin trabajo. Pero faltan sillas en las oficinas para cobrar el paro español con casi 5.000.000 de desempleados. Algunos de ellos (prisioneros del tiempo libre, familias enteras entre paréntesis, comandos sin misión ni objetivo) se doparon con novios reales en el balcón y Papa en la mezzanina ascendiendo hacia a una santidad que no demorará en conseguir. Y me acuerdo de cuando se aseguraba que no se llegaría a los 4.000.000 de gente sin trabajo. Y la marea sube y las cifras crecen y leo en la revista de El País artículo acerca de la superpoblación. Escribe Vicente Verdú: “Más gente es más fiesta. La gente ama a la gente. Hace cola en los estadios, en los museos, al comprar un CD o un iPod, se hacina en los conciertos de rock y se amontona a la intemperie con la conciencia de que esa penalidad es parte importante del suceso... Demasiada gente abruma mucho, pero poca gente deprime. ¿Superpoblación? ¿Cuánta población sería necesaria para desencadenar el odio que las ratas se tienen cuando al multiplicarse se devoran entre sí?”. Me acuerdo del “Bilenio” de Ballard. Hemos estado haciendo el amor desde la Edad de Piedra y, para 1850, apenas éramos 1000 millones. Para 1930 ya éramos el doble. Y, de acuerdo, antibióticos y todo eso. Pero aun así... Este año alcanzaremos los 7000 millones. Los expertos hablan de colapso total. No van a alcanzar la comida, el aire, los metros cuadrados. Todo va a ser como Bombay, como el D. F., como el camarote de los Hermanos Marx en A Night at the Opera pero sin nadie que abra la puerta al final del gag. Otros apuestan a un mundo que se autorregula: cada vez nace menos gente (el contacto de los alimentos con los plásticos parece ser uno de los motivos) y cada vez estamos más enganchados a la electricidad de videogames y aparatitos varios. ¿Para qué acostarte a ejercitar el músculo que no duerme cuando se puede vivir sentado y en trance jugando a ser otro que no se es en otra parte donde todo cabe? “¡Santos Lugares!”, diría Robin. Y me entero –leyendo Alive in Necropolis de Doug Dorst– de la existencia de una ciudad, en California, llamada Colma y donde viven más muertos que vivos. Me explico: una necrópolis compuesta por diecisiete cementerios (diversas religiones, colectividades, clases de mascotas) y habitado por, apenas, unas 1500 personas. El resto –1.500.000 almas– descansa en fosas o en nichos por ordenanza municipal de 1912 que impide plantar cementerios dentro de ciudades llenas de vida. El lema del lugar es “Qué grande es estar vivo en Colma”. Alguien filmó un musical sobre todo el asunto. Y alguien filmó un documental sobre Lily Dale, en la otra costa de Estados Unidos. Nobody Dies in Lily Dale se llama y nos invita a dar una vuelta por este pueblito en un bosque encantado cuya población es una espirituosa comunidad de cuarenta espiritistas. Hay que pagar 10 dólares por entrar el pueblo (la entrada da derecho a asistir a seminarios y conferencias; una consulta individual son 40 o 70 dólares) mientras, al otro lado de las barreras, católicos recalcitrantes acusan a los lugareños de brujos y advierten sobre el pecado de leer demasiado al satanista Harry Po-tter. Esas cosas. Y parece que hay toda una serie de novelas juveniles que transcurren en Lily Dale, algo así como el Vaticano para quienes creen en los fantasmas como variaciones sobre el aria del Espíritu Santo. Los médium de Lily Dale no comulgan con el tarot, con el tablero Ouija, con las bolas de cristal o con las habitaciones a oscuras. No. Cierran los ojos, respiran profundo y comunican lo que sienten. Sentados en cómodas reposeras al aire libre o en soleados estudios con demasiados almohadones forrados con encaje. “Nos limitamos a hablar con difuntos”, sonríe allí alguien con el mismo aire casual de quien explica una receta de cocina. Y cómo era aquella frase famosa de Arthur C. Clarke en cuanto a planeta habitable por cada ser humano que jamás ha nacido. ¿O vivido? ¿O por cada futuro muerto? No me acuerdo. Y no voy a rastrearla vía Google. Demasiada información allí. Demasiada data electrónica –verdadera, falsa, alucinada– que tarde o temprano acabará volviendo irrespirable el oxígeno que respiramos. Así es: mi idea de fin de mundo tiene que ver con la asfixia colectiva y planetaria producida por tanta letra y tecla y search. Y me acuerdo de esa novela. Make Room! Make Room! de Harry Harrison. Entonces, la superpoblación todavía quedaba en la ficción, en el futuro. Ya no. Me acuerdo también de que la adaptaron libremente en una película titulada Soylent Green. Allí, la solución a todos los problemas pasaba por desaparecer en suicidios asistidos y panorámicos, amasar a los muertos como galleta/chicle verde y masticarlos sin conocimiento ni culpa. Como ratas. Al apocalíptico Ernesto Sabato le debe haber gustado mucho. En Argentina se estrenó como Cuando el destino nos alcance. El problema es que ahora, casi alcanzados –al fondo y en el fondo no hay más lugar, pero sobran los aprietes– ya poco y nada nos alcanza. Y ya nunca más nos va a alcanzar. Apretados: estamos en aprietos.

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