Miércoles, 4 de mayo de 2011 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Según Washington Uranga, es necesario retomar el debate sobre políticas nacionales de comunicación a la luz del nuevo escenario que plantea la implementación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual.
Por Washington Uranga
En 1974, el investigador boliviano Luis Ramiro Beltrán definía la Política Nacional de Comunicación (PNC) como “un conjunto integrado, explícito y duradero de políticas parciales de comunicación, armonizadas en un cuerpo coherente de principios y normas dirigidos a guiar la conducta de las instituciones especializadas en el manejo del proceso general de comunicación de un país”. Este concepto alcanzaría luego densidad política en la Unesco y varios fueron los intentos de plasmarlo en América latina. La historia nos cuenta que aquellas ideas naufragaron políticamente dejando un sabor amargo para los luchadores latinoamericanos del Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación (Nomic). En la propia Unesco las presiones de EE.UU. y Gran Bretaña sacaron el tema de la agenda y en América latina los gobiernos de seguridad nacional se encargaron de pasar ese capítulo al olvido, con la complicidad y la satisfacción del sector privado comercial de la comunicación.
Pero aquellas ideas no perdieron vigencia. Con las adecuaciones a los tiempos actuales –políticos y tecnológicos– se hace cada vez más necesario repensar y resignificar el concepto de políticas nacionales de comunicación. En Argentina, donde a la luz de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (SCA) se sigue abriendo un escenario todavía no totalmente descubierto ni explorado, la construcción de PNC se transforma en un desafío al alcance de la mano pero al mismo tiempo urgente. Si bien la ley SCA puede considerarse como parte de un ordenamiento de la comunicación, no representa por sí misma una política en los términos planteados por Beltrán.
¿Por qué una política nacional de comunicación?
Porque tal como lo señalaba Beltrán hace casi cuarenta años, se necesitan orientaciones que permitan “guiar la conducta de las instituciones especializadas en el manejo del proceso general de comunicación de un país”. La comunicación, como industria cultural, como realidad económica y como proceso socio-político-cultural no puede quedar librada a las iniciativas individuales, de los grupos o de las corporaciones. Tampoco a la única decisión de quienes gestionan el Estado. A través de la comunicación se construye identidad nacional, pero además en las sociedades modernas el factor comunicacional está indisolublemente ligado con el desarrollo. Todo ello requiere de normas, pero sobre todo de coordinación de acciones que establezcan políticas concertadas. Esto incluye redefiniciones hacia un equilibrio adecuado y una nueva relación entre lo privado comercial, lo social comunitario y lo público estatal. No puede ser la competencia el único camino para dirimir las diferencias. Al mismo tiempo se pueden establecer –utilizando criterio y sentido común, bienes escasos en el escenario actual– complementariedades y, sobre todo, reglas de juego a las que se atengan todos los operadores. Todo ello sin descuidar la apertura de mecanismos para que la ciudadanía, a través de organismos representativos, pueda incidir y auditar desde su perspectiva particular en el establecimiento de las reglas.
¿Cuáles serían algunos de los aspectos a tener en cuenta? Sin la pretensión de agotar el tema y apenas para señalar puntos necesarios en la agenda del debate indicaremos ciertos capítulos que no podrían faltar en ese análisis.
En lo audiovisual se necesita un plan técnico que multiplique las posibilidades y administre la complejidad. Ese plan requiere de una racionalidad político-cultural en la adjudicación de frecuencias, que cruce la diversidad de operadores, estudie las reales posibilidades de explotación de los servicios y establezca al mismo tiempo perfiles (noticiosos, culturales, etc.) para los productores de mensajes.
A lo anterior debe sumarse el ya mencionado equilibrio –como complementariedad y racionalidad y no apenas como igualdad de espacios– entre lo privado comercial, lo social comunitario y lo público estatal.
De poco servirá lo mencionado si no se traza una estrategia de incentivos a la producción en todos los niveles sin excepción, teniendo en cuenta también que el entretenimiento es un contenido básico de la televisión y que se necesitan productos para atender esa demanda. Al Estado le corresponde un papel protagónico en este terreno.
No basta con producir. El cine lo sabe perfectamente. Es preciso diseñar una política de distribución de los bienes culturales orientadas al acceso y consumo ciudadano.
Es preciso promover que nuevos actores aparezcan en el escenario comunicacional ejerciendo su derecho a la comunicación. Las organizaciones sociales, los grupos culturales, las entidades sindicales tienen que ser impulsadas para ser partícipes de la polifonía de voces de la comunicación.
El país necesita una estrategia de integración comunicacional que permita “vernos” como país, en la diferencia y de manera federal. Pero se requiere obrar en el mismo sentido respecto de la integración regional con los países hermanos de América del Sur, particularmente con los limítrofes.
Por último: con la participación activa de las universidades –en particular de las universidades públicas– se precisa seguir trabajando en la formación de comunicadores tomando en cuenta las prioridades que se fijen en la política nacional de comunicación.
Una política nacional de comunicación exige, finalmente, de iniciativas ciudadanas para la participación en el diseño de las PNC y para la auditoría sobre el ejercicio efectivo del derecho a la comunicación. Son apenas algunos puntos de una agenda más amplia que necesita ser enriquecida en el diálogo creativo, plural, diverso, ciudadano.
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