Lunes, 7 de noviembre de 2011 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
La sensación de estar en manos o en garras de poderosos ladrones a los que nada les importa sino la defensa de sus privilegiados intereses es perturbadora. Estoy hablando, como la mayoría, de lo que no sé si no lo básico: de la economía mundial y de sus rebotes puntuales en cada contexto particular. Porque la temible y despreciable patria financiera carece precisamente de eso, de patria. El actual (des)orden mundial --que bien calificó alguien en estos días como anarcocapitalismo, ya que los banqueros y administradores de la guita universal hacen lo que quieren sin control--, este estado de cosas, digo, es resultado de una increíble distorsión conceptual que convierte en lógico y aceptable (peor: inevitable, de "sentido común") el más perverso de los modernos sistemas generadores de desigualdad. Y el asunto me suele sacar, sobre todo desde la impotencia.
Así, imaginé en su momento un Mecálogo (sic) del buen banquero para cuya elaboración no seguí a los economistas sino a los poetas --modestamente: el infalible Brecht, el loco Pound--, que son los que siempre han sabido de qué se trata y siempre supieron llamar a las cosas por su nombre. Y a cada rato, en distintos momentos y circunstancias, ahora mismo, no hago sino descubrir con estupor los signos / síntomas más insólitos de la perversidad de este seudo sentido común que compra (y vende en los medios) la lógica de la guita.
Me acuerdo ahora --y viene simbólicamente al caso-- de una noticia de años atrás (plena crisis) sobre la aparición de varios bebés abandonados / depositados en cajeros automáticos. Fue casi una moda o una tendencia, como se dice ahora. Y me acuerdo de haber reflexionado sobre qué extraña lógica podía llevar a una madre (o padre o quien fuera que decidiese el destino de un bebé que no se desea / puede o quiere criar), a dejarlo en una de esas herméticas peceras nocturnas destinadas a la privacidad de las operaciones bancarias, el tráfico de dinero en clave. Porque si a Moisés lo dejaron a la deriva y fue príncipe, si al huérfano lord Greystoke le fue bien con la mona que lo volvió Tarzán, lo habitual para los abandonados a la cruda intemperie no fue un destino extraordinario sino mucho más prosaico. Y señalé que se podía establecer, más allá de casos excepcionales, una mínima secuencia de depositorios --digamos-- clásicos.
Es sabido que entre los ámbitos tradicionales, en el principio estuvieron iglesias y conventos. Dejar el bebé allí suponía que la recepción era segura, y los destinatarios, confiables por su piedad y cuidado. Era la opción de una sociedad no secularizada que creía sobre todo en la autoridad moral de los religiosos. Abandonados en / recogidos por la Iglesia depositaria o intermediaria, los innumerables "hijos de la parroquia" que ha registrado la literatura eran de algún modo contenidos o digeridos por frailes o monjas.
En una segunda instancia más moderna, la opción para el bebé --o para el adulto dejador-- fueron los hospitales y asilos, ámbitos públicos asistenciales del Estado laico que se suponía protector. Esos niños literalmente expósitos (por "expuestos", exhibidos) podían también tener acogida potencial en instituciones benéficas o de supuesta caridad en las que damas ad hoc dedicaban parte de su tiempo, su dinero y sus afanes, a recibir lo que otras dejaban.
Pero al llegar a este tercer momento --el de los cajeros nocturnos-- había un cambio conceptual. El depositario o la depositaria que buscaba una vez más lo que consideraba mejor para ese hijo incontenible, modificaba absolutamente el carácter o los términos de la elección. Porque una "institución financiera" es otra (perversa) cosa. ¿Qué se supone que buscaba allí el abandonante? Pareciera que el cajero --como extensión insomne del banco-- prometía algo que los otros ya no. Es que los templos hace mucho que están habitualmente cerrados, conventos casi no hay --por lo menos a mano-- y los hospitales y afines son tierra de nadie y coto de caza policial y delictiva. Además, o sobre todo, la caída de la credibilidad de la Iglesia y el (supuesto) borramiento del Estado hacían que el dador, bombardeado sin piedad por la retahíla informativa, desconfiara de lo confesional y lo público y terminase apostando por la iniciativa privada: la publicitada seguridad de su depósito.
¿Era así? En realidad, no exactamente. Sin hilar demasiado fino, pensábamos entonces que no se le dejaba el bebé en depósito al banco sino a sus clientes, usuarios del cajero. Es que siempre, en el fondo, se entrega el inocente a un destinatario individualizado o de cierto deseable perfil, es decir, se deja "en buenas manos". Y ahí es donde las cosas --decíamos-- han cambiado para peor. Si en un principio era buena y confiable la entrega a un creyente, a alguien que se define por aquello en lo que cree, y después a una persona definida sobre todo por lo que hace --en los dos casos se trataba de elecciones de vida-- al dejar el bebé en el cajero, el dador optaba por darlo a quien pasa por ahí no por lo que puede creer o ser sino por lo que tiene: una cuenta, un número propio, dinero. Por eso era y es doblemente triste un bebé abandonado en un cajero automático: por el hecho en sí y por los valores que connota el lugar, y que suponen estos putos tiempos.
Bien: no se necesita ser demasiado perspicaz para establecer el paralelo exacto, pavoroso, con lo que pasa actualmente en tantas partes. Los gobiernos inútiles, cagones, vendidos o lo que fuera, se abren de gambas, entregan sus pueblos --que no pueden o no saben o no quieren mantener-- en custodia, y los dejan inermes, entregados a la decisión de los Cajeros del Mundo, los repartidores de claves, recetas y bendiciones, premios y castigos, los que la tienen siempre.
Cuidado con el cuidado que nos ofrecen.
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