Viernes, 13 de enero de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
Había una vez una princesa que fue a ver a Freud para no suicidarse. Tenía 44 años, la habían criado para casarse, la habían casado con el príncipe heredero de la corona de Grecia y Dinamarca, que resultó ser un homosexual rampante; desde entonces llevaba veinte años buscando desesperadamente alcanzar la volupté (como llamaba al orgasmo) con diferentes amantes, que la habían despreciado por fría. Freud, que registró de inmediato la calidez humana debajo del título nobiliario, la angustia sexual y la desesperación suicida de la princesa, y logró hablarle como nunca nadie le había hablado, fracasó sin embargo con ella, según los anales del psicoanálisis. Logró que no se suicidara, sí (la princesa Bonaparte murió de muerte natural a los ochenta años, en su residencia de verano de Saint Tropez, sin haber probado jamás el sabor de la volupté, según propia confesión); logró incluso que encontrara un sentido a la vida, y un poco el problema está ahí, para los anales del psicoanálisis: porque luego de paciente, la princesa Marie Bonaparte se convirtió en discípula de Freud y luego en terapeuta, dedicó sus desvelos y su fortuna a difundir el psicoanálisis en Francia, sacó a Freud y a su familia de Viena y los instaló en Londres, pagó de su bolsillo la edición de las obras completas de su maestro en alemán, tradujo ella misma algunas al francés y solventó durante años la Sociedad Psicoanalítica de París. Pero su terapia con Freud y su figura son una aberración para los anales psi, y ni les cuento para las feministas.
Me explico: Marie Bonaparte era bisnieta del hermano libertino de Napoleón, Lucien. El padre la crió para casarse. El mismo se había casado con la heredera del casino de Montecarlo, y para su hija aspiraba a lo más alto: alguna de las casas reales europeas. Marie perdió a la madre al mes de nacer. El padre la puso en manos de una abuela despótica, pero la dejaba curiosear en el gabinete donde daba rienda suelta a su afición: una cruza un poco macabra entre la etnografía y la biología (pagaba expediciones al Africa, tenía en su estudio la calavera de Charlotte Corday, la asesina de Marat, y el cuerpo disecado de una mujer prehistórica). Una de esas tardes en el gabinete, Marie le dijo que quería estudiar medicina. El padre le dijo que su destino era el altar, no la universidad. Ella se casó, le dio un título a su padre y dos hijos a la corona griega, se entregó en vano a diferentes amantes (ella misma escribió sobre ellos, así que se los puede nombrar: Leandri, el edecán corso de su padre; Aristide Briand, el primer ministro francés; Rudolph Löwenstein, el psiquiatra que la derivó a Freud; el cirujano Josef Halban, del que hablaremos en breve), y cuando nada de eso funcionó, se armó un gabinete parecido al de su padre y se sentó a estudiar su problema: haciéndose pasar por médica, logró 243 testimonios de mujeres que confirmaron su presentimiento hasta entonces inmencionable. La frigidez se debía a que su clítoris estaba a tres centímetros de su vagina. El problema era anatómico. Las mujeres que tenían el clítoris a más de dos centímetros y medio de la vagina eran frígidas por eso. Había solución quirúrgica y ella misma se sometió a la prueba: le pidió al doctor Halban que le desplazara el clítoris medio centímetro hacia abajo. La operación se hizo, los resultados fueron nulos.
Freud escuchó con espanto el relato de la princesa. En vano intentó convencerla de que debía superar la etapa fálica, que la atención al clítoris era mera nostalgia del pene, una forma de no asumir su condición de mujer. La princesa se operó con Halban una segunda vez y Freud logró frenarla cuando iba a someterse por tercera vez a quirófano. Pero no pudo disuadirla del rol crucial del clítoris en la consecución de la volupté. Por diferencias mucho menores, Freud echó de su lado a un montón de gente. Pero a la princesa la bancó. Fue su amigo, su confesor y su consejero, y también confió en ella, le dio la bendición para que lo representara (y lo tradujera) en Francia, se puso en sus manos para que lo sacara de Austria, pidió que sus cenizas se guardaran en una urna griega que le había regalado la princesa. Por eso es doblemente significativo que estuviera refiriéndose a ella cuando escribió años después su famosa frase: “La gran pregunta que nunca recibe respuesta y yo no estoy capacitado para responder, después de treinta años de estudios sobre el alma femenina, es qué desea una mujer”.
La muerte eximió piadosamente a Freud de leer los libros de su amiga. La princesa Bonaparte no supo trabajar con otro criterio que el de su padre: el del aficionado asistemático. Cuando teoriza es una catástrofe (Melanie Klein primero y las feministas después han escarnecido su summa teórica, el libro La sexualidad de la mujer), pero cuando es confesional, como en sus Cuadernos negros (donde habla de sus amantes, de su madre muerta, de su infancia, de su angustiosa insatisfacción sexual), se expone con una franqueza que desarma. Dicen que también como terapeuta era igual de heterodoxa: cuando partía con los primeros calores a su casa de Saint Tropez, recibía allí a sus pacientes, les daba alojamiento y los mandaba de vuelta a París con su chofer (atendía en el jardín, bajo un castaño: una chaise longue para el paciente, y ella detrás en un sillón de mimbre, tejiendo crochet). Durante la guerra salvó a más de doscientas personas antes de irse ella misma a Egipto. Sus hijos dicen que fue flor de madre, su marido –el príncipe helénico– le pidió que fuesen enterrados juntos (él murió primero) porque nadie le daba tanta paz como ella, fue generosa, amiga de mucha gente y enemiga de algunos que no tuvieron piedad con ella (Lacan fue el peor). En su vejez confesó que el psicoanálisis le había procurado resignación, paz mental y la posibilidad de trabajar, pero que su vida estaba marcada por el fracaso y la añoranza de la volupté.
Así como Freud no llegó a leer los libros de la princesa, la princesa no llegó a enterarse del status de pionera que le adjudicaría la sexología poco después de su muerte: Kinsey primero y Masters & Johnson después reivindicaron los estudios de Marie Bonaparte, en especial la importancia del clítoris en el orgasmo de las mujeres. También el descubrimiento del Punto G se lo debemos a la princesa: Ernst Grafenberg (el Señor G del Punto G) siguió sus textos en busca de zonas erógenas en la pared frontal de la vagina. Pero lo que más me alucina a mí es que incluso aquel excéntrico trabajo de campo con 243 mujeres resultó asombrosamente preciso: los cirujanos plásticos de la actualidad que se especializan en reconstrucción vaginal fijan en exactamente dos centímetros y medio “la distancia armoniosa que debe haber entre el clítoris y la vagina”. Incluso esa leve versión de la volupté –la de tener razón– le fue negada en vida a la princesa Marie Bonaparte.
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