Jueves, 2 de febrero de 2012 | Hoy
Por Noé Jitrik
En su reducto-refugio-taller, gruta milagrosa en la que se disputan el espacio mesas que podrían ser de carpintero, tornos que podrían ser de herrero, montículos de desechos de aparatos bizarros, herramientas de todo tipo y forma, formones, tenazas, lijadoras, sacabocados, en un concierto de voces sordas que discurren en sus respectivas jergas a veces con fuerte crispación, otras entendiéndose y acaso quejándose por la suerte que las ha arrojado aquí pero todas, si las entendiéramos, quejándose como nosotros del incesante sol en un enero inclemente, el escultor Hernán Dompé, como señor de esos dominios, trabaja maderas penumbrosas y desoladas, metales desprestigiados, piedras caprichosas, materiales dudosos de los que extrae, de cada uno o de varios a la vez, la virtud de la forma que yace en cada pedazo, en cada fragmento, como si leyera la historia que los llevó a ese estado inerte, una forma en la que se lee o adivina un mundo, el mundo y el universo.
Que eso suceda, o sea que esa lectura no sea infundada, es obra de un imaginario en el que las formas van adquiriendo sentido y dirección a medida que una mano diestra las opera y las hace reconocibles por analogía: un pedazo de viga lleno de implantes metálicos sería un valiente o feroz guerrero que se parece a las viejas ideas que se tienen acerca de galos o vándalos; junto con otros de apostura parecida pero de composición diferente, componen un amenazante ejército que mira con desconfianza una flotilla de barcos inmóviles que no se parecen a ninguna otra cosa que al movimiento en ellos apresado.
Freno esta tendencia a la analogía; quisiera ver en las formas que ofrece Dompé otra cosa que no sé cómo llamar pero que no es lo que las figuras representarían; quizás una significación, imprecisable porque ¿qué significaría elegir esas figuras, salvo una llegada psicoanalíticamente triunfal a un lugar perdido, una infancia saturada o un inconsciente ávido de violencias? Muy poco, apenas una explicación que deja sin respuesta a mi deseo de ver otra cosa. Tal vez, con lo que implica, lo que hay por debajo y sosteniendo esa corte fantasmal de guerreros, de barcos o de torres enhiestas, es un movimiento, nada más, pero que no puede sino ser sostenido por una fuerza, la de la continuidad misma.
La escultura tiene algo de sobrecogedor y hasta cierto punto paralizante, los grandes monumentos, los imponentes bustos –desde Praxíteles hasta Riganelli pasando por Bernini y sin dudar un instante por Rodin– son la prueba, pero ésta, la de Dompé, no lo es si es cierto que el movimiento está por debajo de las figuras y que la representación retrocede de modo que me atrevo a pensar en ello pero, al mismo tiempo, la persona, como tal, del escultor es convocante para comprender algo de lo que hace porque no puede ser que sus decisiones artísticas no tengan en cuenta otras derivas que si no explican su arte al menos explican una manera de vivir, en la que lo central es el arte, y que se proyecta al exterior en esas obras fantásticas.
El reducto-refugio-taller es una parte de una casa típica de Capilla del Monte, una pequeña ciudad, tradicional y en principio modesta, somnolienta y en cierto modo previsible, situada al final del Valle de Punilla. El sol pega de lleno en el pueblo, en el valle y en el norte del país y, por supuesto, en la casa de modo que para acercarse al taller es preciso atravesar un patio-jardín con un paso presuroso para que los espíritus fugaces emanados del vecino Uritorco, que según dicen espantan a los desprevenidos, no demoren o impidan la llegada. Y el sol, en el momento en que trato de ver y de comprender el trabajo que Dompé está desarrollando, es implacable, no llueve desde hace semanas, la temible seca del norte del país doblega las conversaciones, las hace monótonas y ninguna inflexión dramatizante –“¿adónde vamos a parar con semejante sequía?”– les quita aburrimiento.
Desearía, dejando de lado toda pretensión de “crítica de la escultura”, seguir tratando de dar forma a lo que la obra de Dompé me suscita; si lo hiciera lo haría a la manera en que me acerco a un texto, leyendo lo que la constituye y lo que propone en tanto toda obra de cualquier índole emite una idea, una propuesta de mundo; pero estar cerca, en lo personal, me lo impide, hablar con un artista de su obra, directamente, sin la mediación de una fastidiosa entrevista, supone derivas inevitables que, por otro lado, también tienen interés porque acercan a una idea de un ser más completo, en quien la pasión constructiva persigue igualmente otros objetos. Uno de ellos surge en el contexto de la sequía.
Dompé, lo sabía desde hace tiempo, canaliza vocaciones que tienen que ver con el agua: a lo sólido que sus manos transforman se añade lo líquido que funciona en su caso como una voz que convoca a la conciencia: ocuparse del agua para cuidarla, preservarla pero no como cualquier persona cuidadosa de su uso, sino activamente, defendiendo un dique que, con esta sequía que va estragando las napas y las reservas desde hace ya algunos años, ha perdido gran parte de su caudal. Con otros amigos, el grupo se ocupa del escondido dique Los Alazanes, tres hectáreas en lo alto de un cerro para llegar al cual no hay otra forma que ascender penosamente una cuesta desde el balneario de Capilla. Desde hace años lo cuidan de predadores y de irresponsables y la descripción de su estado actual puede aplicarse a muchos otros espejos de agua: en la actualidad el depósito de fango alcanza los nueve metros de profundidad, de modo que el caudal útil es prácticamente superficial, los peces chapotean y el sol sigue haciendo de las suyas de modo que el dique está amenazado de muerte. Puesto que los aparatos idóneos no pueden llegar hasta lo alto del cerro la única posibilidad depende del esfuerzo humano. Dompé y dos o tres amigos emprenderán un trabajo de Sísifo, que ojalá no se convierta en una tarea de Prometeo: con pala y pico, así el trabajo dure años, empezarán a sacar el barro. Alguna vez el dique volverá a tener su caudal. Pero, además de la misión redentora, la salvación del dique y del agua, no puedo dejar de pensar que tal vez sólo a un escultor se le podría haber ocurrido acercarse al fango, extraerlo, quizás manosearlo, tal vez darle igualmente una forma, sino figurativa seguramente en cuanto a la materia-emoción que todo trato con un elemento genera. Tal vez, incluso, con ese barro arme barcos que navegarán por mares imaginarios para huir de los guerreros que odiosos quieren asestar un golpe de muerte a sus inexistentes enemigos.
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