Jueves, 2 de febrero de 2012 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Emilio Silva Barrera *
Tras la muerte del dictador Francisco Franco, el 20 de noviembre de 1975, las élites políticas que gestionaron el retorno de las libertades en España acordaron una amnistía que dejó en el cunetas del olvido a 113.000 hombres y mujeres asesinados por la represión de los militares fascistas.
El terror de la dictadura obligó a cientos de miles de personas a cavar una fosa en su memoria y enterrar en ella el recuerdo de los traumáticos acontecimientos que les tocó vivir. Cuando en 1979 conquistaron poder municipal partidos que habían sido clandestinos durante el franquismo, algunos familiares iniciaron la exhumación de fosas comunes. Lo hicieron sin medios técnicos, movidos por el impulso de dar un entierro digno a sus seres queridos.
En diferentes provincias españolas surgió un movimiento social que se vio truncado el 23 de febrero de 1981, con el golpe de Estado del teniente coronel Tejero, que, pistola en mano, entró en el Parlamento al grito de “¡Quieto todo el mundo!”. Así, como un reflejo condicionado, despertó el miedo acumulado por las familias que habían sufrido cuarenta años de vigilancia y castigo y se paralizó la relación con ese pasado traumático. Los partidos políticos convivieron perfectamente con el silencio, mientras la élite de la dictadura conservaba sus privilegios y blanqueaba su biografía. Al tiempo, comenzó a construirse el mito de la transición; el retorno a la democracia se había llevado a cabo en España y era el modelo a imitar. Una ficción que evitaba contar, por ejemplo, que entre 1976 y 1981 fueron asesinadas seiscientas personas, fundamentalmente por la extrema derecha. El repunte del miedo hizo que hubiera que esperar casi veinte años para que la generación de los nietos de los asesinados rompiera el silencio, cuestionara el relato oficial de la transición y mirara hacia el pasado a través de los derechos humanos.
El 21 de octubre de 2000, en un pequeño pueblo de la provincia de León llamado Priaranza del Bierzo, un grupo de arqueólogos y forenses exhumó los restos de trece civiles, militantes de izquierda. Allí se puso en marcha un movimiento social que no ha dejado de crecer y que, sin apenas apoyo institucional, ha exhumado en estos once años los restos de 5700 personas en más de trescientas fosas comunes a lo largo y ancho del territorio español.
A partir de julio del año 2002, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica presentó decenas de casos ante el Grupo de Trabajo de Desaparición Forzada de la ONU, y, con el asesoramiento de alguno de los abogados argentinos que habían promovido los juicios desde España en los casos de Argentina y Chile, inició sus primeras denuncias. Según la Ley de Enjuiciamiento Criminal española, cuando aparecen restos humanos con signos de violencia un juez se tiene que presentar inmediatamente en ese lugar. Pero decenas de jueces en estos años han imcumplido conscientemente su obligación.
El 14 de diciembre de 2006, un grupo de asociaciones presentó en la Audiencia Nacional una denuncia acompañada de varios listados de desaparecidos. El reparto que se da en ese tribunal llevó el caso al Juzgado NO 5, del que entonces era titular Baltasar Garzón. El magistrado se declaró competente para investigar esos crímenes el 16 de octubre de 2006. A partir de ese momento comenzaron a producirse situaciones inverosímiles que lo obligaron a inhibirse y a repartir su causa por decenas de juzgados españoles.
Unos meses después, Garzón fue denunciado por el sindicato Manos Limpias, organización recientemente premiada por la Fundación Francisco Franco. Lo acusaban de prevaricación por haber iniciado la investigación sabiendo que la Ley de Amnistía le impedía hacerlo. En estos días, el juez que intentó ayudar a las familias de 113.000 desaparecidos está siendo juzgado y se enfrenta a la posibilidad de ser considerado un delincuente.
La sociedad española vive todavía marcada por el miedo. La élite del franquismo ha conservado todos sus privilegios, incluido el del olvido. La investigación de Garzón supuso una amenaza para una estructura social surgida de una terrible violencia. Mientras tanto, miles de víctimas han muerto sin existir para los poderes del Estado y eso aumenta la deuda con los descendientes de quienes crearon nuestra primera democracia durante la Segunda República.
* Presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Nieto de la primera víctima de la represión franquista identificada mediante una prueba de ADN.
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