Jueves, 15 de marzo de 2012 | Hoy
Por Noé Jitrik
Miguel Ocampo, cuya obra se extiende a lo largo de más de cincuenta años y gran parte de la cual conserva en su casa de La Cumbre, la va mostrando paulatinamente en un pequeño museo que construyó con ese objeto. Dos salas grandes y una pequeña albergan obras de diversos momentos y diversa dirección: óleos de dimensiones variadas, dibujos, témperas y plumas disfrutan de una museografía tranquila; se puede ver todo con un detenimiento análogo a la calma exterior, el museo, pese a estar en una calle, parece estar en medio del monte, ascenso lento hasta el vestíbulo por un caminito de fino empedrado, árboles a los costados, un breve estanque lleno de lotos o nenúfares.
No es la primera vez que vengo a este lugar, de modo que casi podría decir que conozco un poco de la obra de Ocampo; en cada oportunidad, acompañado por él y, diría, con su aquiescencia y aun su complicidad, le digo lo que me van suscitando los cuadros y él confirma o añade y el diálogo no tiene el aspecto de una discusión de crítico, que no lo soy, y de artista, que lo es, sino de un intercambio que se va haciendo cada vez más entrañable a medida que los años nos permiten proponer ideas sin temor a caer en retóricas complacientes o en aburridos elogios. Cada obra me deja ver algo, una estructura, un trabajo cuyo emergente siempre es enigmático, siempre, por decir algo, hay un efecto de fuga y de evanescencia como, si la comparación no es grosera, en la bruma culminara lo que el cuadro no quiere decir o, más bien, en la fuga hacia un incierto infinito de una masa de colores.
Lo que conozco no es suficiente porque no se puede terminar por conocer una pintura en la que la vista no obtiene la gratificación de una figura ni una devolución tranquilizadora, sino que propone una continuidad incesante, ningún cuadro en particular tolera una traducción de significado ni tampoco los conjuntos, la museografía resalta una especie de juego dancístico en su interior, las disimilitudes se desvanecen, brota un ritmo de cada pared. Ni qué decir que la suya es una pintura de atmósferas en las que hay que entrar, y si hay un desvanecimiento hacia arriba, un cielo superior, también la mirada de quien mira se desvanece.
Vamos viendo las obras y sobre cada una discurrimos; le propongo una observación y él replica, confirma o añade. Me parece que hay un diálogo entre obras de diferentes momentos, algo así como una entonación que correspondería a una búsqueda situada y específica; no reside, creo, la búsqueda, en el giro que toman las pinceladas, sino en la proyección que me parece advertir en los colores: el difuminado por ejemplo, siempre presente en la obra de Ocampo. Luego eso de que en ciertos grupos hay algo semejante a paisajes, lo cual podría ser interpretado como un gesto de homenaje al valle inmediato, más por la lejanía que por los objetos, árboles, cerros, aguas, que uno supone o espera que formen parte de él: es como, imagino, pintura esparcida desde pinceles largos, con reminiscencias japonesas y colores recompuestos, nunca extraídos dócilmente de la gama. En suma que si hay paisaje no surge de una poética reproductiva de lo dado en alguna parte, sino de un acuerdo tramado entre trazos y espacios, brota de la pintura misma y no representa.
Sobre este punto nos detenemos: en uno de los cuadros, apenas distinguible, fantasmalmente, se advierte una cara de mujer: no es precisamente un retrato, sino una prolongación de la masa de colores que en forma de vértigo ascendente le dan forma al cuadro, palabra que, cuadro, tiene reminiscencias descriptivas, en el teatro, en las costumbres, pero que, además, va más allá de lo que designa de inmediato, o sea un límite espacial, una noción que la pintura reivindica como propia para concentrar la mirada o para valorar lo que en él está inscripto.
No aparece nunca una voluntad de representar formas predeterminadas y conocidas, ya lo dije en relación con la presunción de paisajes o de rostros. Ocampo lo reconoce y me lo declara y en ese concepto confluimos porque es un punto en el que, obstinadamente, me fijo en cuanto a otras artes, la música por ejemplo –el romanticismo lo quiso hacer, la música contemporánea lo abomina–, y aun la literatura, que al parecer no puede prescindir de una ideología secular y tan poderosa. No necesitamos explicarlo en la práctica pictórica que Ocampo ejecuta: se ve claramente, pero lo que quizás importe señalar es que esa idea, que se lee en los cuadros no conceptualmente, sino en los vertiginosos trazos y los fantásticos encuadres, es enemiga de la ficción que supone el representar una imagen o una realidad previa y reconocible, por más adulterada que sea. La ficción vendría a ser un velo que se interpone entre el ser de la pintura y una voluntad siempre desesperada y fracasada de atrapar la realidad.
Salgo del museo, como otras veces, algo desconsolado: creí comprender y compartir, y siento que seguramente se me ha escapado lo principal, el enigma mismo de la pintura y lo que puede hacer con el espacio. Lo que puede hacer: ¿no estamos siempre esperando una transformación de lo que conocemos que nos conduzca a lo que desconocemos y nos lleve a encontrarnos a nosotros mismos de quienes no terminamos de conocer casi nada? Máxima pretensión de eso que llamamos arte. Al menos, en ocasiones, nos acercamos a su fulgor y en ese instante todo se ilumina y cambia de forma. Como en esas visitas al pequeño museo escondido en el valle de Punilla.
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