CONTRATAPA
El imaginario inconfesable
Por José Pablo Feinmann
Estamos a punto de volvernos aún más impresentables de lo que somos. Es posible que Carlos Menem llegue por tercera vez a la presidencia de la Argentina. Cuando uno dice que estamos a punto de volvernos aún más impresentables, no piensa en presentarse ante la mirada de los otros. Aquí estamos: somos el pueblo que eligió tres veces a Menem, somos un pueblo moral y políticamente impresentable. No, vamos a ser todavía más impresentables ante nosotros mismos. Ante nuestra propia mirada. Una sociedad es responsable de los males que provoca. Y es también responsable de los que no puede impedir. En suma, todos vamos a ser responsables del regreso de quien no debía regresar. De modo que será imprescindible sugerir que nadie se disponga a elaborar frases como “este pueblo tiene lo que se merece” o, sin más, “este pueblo es una mierda”. Si nos hemos deslizado hacia la tercera puerta del Infierno, la culpa será de todos. De los que elegirán a Terminator y de los que no pudieron frenarlo construyendo una alternativa a su regreso. Estos –que se dinamizaron bajo la consigna Que se vayan todos– olvidaron algo. Cuando se lanzó esa consigna, Menem no estaba. No podía irse porque ya se había ido. De aquí que –pesadillescamente– acaso sea él quien verdaderamente se quede.
Menem es un político que participa de lo espectacular y lo secreto. Que es un político del espectáculo, de la farandulización de la política y hasta de la existencia no hace falta demostrarlo. ¿Por qué es, además, secreto? Menem es un político que es votado en las sombras y no votado en el ámbito de la enunciación. El votante menemista tiene vedada la enunciación. No confiesa su acto. Lo comete y no lo dice. Vota a Menem en el “cuarto oscuro”, en las sombras, y no confiesa ese acto. Menem es su vicio secreto. Es como la masturbación. El votante menemista se encierra, se masturba y luego silencio y culpa. “Yo no lo voté. ¿Vos lo votaste? Yo tampoco.” Menem es el político más y menos votado de la Argentina. Nadie lo vota, pero gana. No es un misterio. Ocurre que Menem forma parte del imaginario inconfesable de los argentinos, y ese imaginario no sale en las encuestas. De aquí la imprevisibilidad del factor Menem. Lo no dicho no forma parte de las encuestas, esos ejercicios de lo explícito, de la palabra dicha, de lo enunciativo.
¿Qué le ven —-secretamente, hoy– quienes van a votarlo? El poder de la urna menemista radica en su dinámica inercial: tiene cinco años a su favor y esos años todavía le rinden. Al peronismo, los primeros seis años de Perón le dieron una imbatibilidad electoral que duró hasta 1983. Discépolo –cuando en 1951, desde la radio que manejaba Apold, hacía la campaña electoral del peronismo– creó a “Mordisquito”, un obstinado antiperonista a quien el arlequín del tango buscaba convencer de las virtudes del gobierno. Tenía muchos elementos para apabullarlo. Sobre todo uno: “Mordisquito” no podía responderle porque la radio les estaba vedada a los “contreras”. Esto –que le costó la soledad y la muerte a Discépolo– no fue advertido por el arlequín, tanto creía en lo que estaba defendiendo. De pronto, en una charla, lanza una frase digna de su genio: “Estamos viviendo el tecnicolor de los días gloriosos”. Eso quedó así, jamás cambió esa percepción en la conciencia del votante peronista. Siempre que metió en la urna la papeleta de su partido lo hizo recordando el tecnicolor de los días gloriosos. Así, siempre que votó al peronismo lo hizo bajo el imaginario del regreso de esos breves, intensos años de los cincuenta, los del tecnicolor. Hoy, el votante menemista quiere otro regreso, otro tecnicolor, no el de los cincuenta sino el de los noventa. No lo confiesa, pero lo desea. Entre 1990 y 1995 tuvo cosas que le dieron sentido a su vida porque su vida agota en ellas su sentido. De un modo acaso mágico, el votante menemista cree (o quiere creer) que con Menem retornarán esosaños. Que Menem es el único que podrá traerlos otra vez. Su frase es: “Carlitos nos metió en esto, Carlitos nos va a sacar”. Es una frase irracional, fácilmente refutable. “Oiga, señor, si Carlitos nos metió en esto, la culpa es de Carlitos.” Esto no le importa al votante menemista. Aceptará que Carlitos extravió el rumbo a partir del ‘96, cuando “nos metió en esto”. Pero el hecho de habernos metido le otorga una sabiduría que los otros han demostrado no tener: la de salir de esto. Si yo me metí en un laberinto, es posible que recuerde cómo salir. Si nací en un laberinto, estoy perdido. Esto se traduce en una certeza que se pretende más racional: Menem sabe cómo gobernar. Será también inútil recordarle al votante menemista todo lo que hizo Carlitos para lograr sus cinco años de glorioso tecnicolor: la enajenación completa del patrimonio nacional, la destrucción de la soberanía del país, la identidad entre mafia y política. La exclusión social, el aumento de la pobreza, la corrupción. Vano intento. Al votante menemista no le interesan el país ni la sociedad ni, mucho menos, los derechos humanos. Quiere que le den –hoy, ahora– lo que necesita para ser feliz. Es heredero del argentino mundialista. Del argentino malvinense. Quiere que el país sea una fiesta y no le importa el costo. Si a quinientos metros del estadio mundialista estaba la ESMA y allí se torturaba, eso no le impedía festejar los goles del gran equipo nacional que nos llevaba a las cimas de la gloria. Si a la guerra iba una generación de pibes que sería sacrificada, al diablo con eso: era hermoso sentirse un país potencia que recuperaba su soberanía. Si la economía menemista hundía a miles y a cientos de miles en la miseria, si rifaba el país y se lo apropiaba, al diablo con eso, también daba otras cosas y muchas. Permitía participar de la fiesta. “Vea, nos quedamos sin país, pero usted se compra un cero kilómetro y veranea en Miami.” Respuesta del votante menemista: “Yo nunca tuve un país. Ahora tampoco lo tengo, pero a cambio me puedo comprar un cero kilómetro, veranear en Miami, sentir que un peso vale un dólar y que yo valgo, al fin, lo mismo que un yanki o un europeo”.
El votante menemista no lo quiere a Menem. Preferiría algo mejor. Fue el votante menemista (que, como vemos, se nos identifica cada vez más con el votante argentino) el que votó a la Alianza. Estaba harto de Carlitos y su pandilla. Quería algo más presentable. Que no le hiciera sentir su adhesión como un vicio. Masturbarse con más elegancia, con menos vergüenza y culpa, eso quería. ¡Miren lo que resultó! La catástrofe de la Alianza. Ahora, entonces, regresa al hogar. Con Menem, otra vez, vamos a ser yankis. Es el único que la tiene clara: hoy hay que ser yanki. O sos yanki o sos boleta, es decir, sos Irak. O Cuba, con la que Menem siempre supo qué hacer. Menem tiene los mejores contactos. Fue amigo de Bush padre, ¡miren si el hijo no lo va a querer! Lo va a querer más todavía, porque Bush hijo hace todo lo que hizo su papá pero más grande, el doble. Menem sabe dónde está la guita. Si él se la llevó, él la va a traer para sacarnos de esto. Menem termina con la delincuencia. Con la libertad también, es cierto. (Pero el votante argentino, entre la seguridad y la libertad, elige la seguridad.) ¿Milicos en la calle? ¿Y qué hay? Con los militares no había delincuencia. Y al que no estaba en nada, no le pasaba nada. Lo mismo ahora: si Menem pone a los milicos en la calle, que se preocupen los chorros, no la gente decente, salís con los documentos en regla y se acabó. Con Menem vuelve el crédito. Vuelve el uno a uno. Vuelve la década del noventa. Esos cinco años de tecnicolor que él nos dio y sólo él sabe cómo reponernos. Claro, yo esto no se lo digo a nadie. Decís esto y todos te miran como un gusano, un inmoral. Pero ellos también piensan lo mismo. Lo piensan y no lo dicen. Es que no se puede decir. Es inconfesable. Pero uno no tiene obligación de andar diciendo lo que piensa. Al fin y al cabo, el voto es secreto, ¿no? Tal vez no gane. Ojalá no gane. Pero el solo hecho de que pueda hacerlo es –para todos nosotros– una derrota y una humillación.