ESPECTáCULOS › EL MUSICO BRASILEÑO EGBERTO GISMONTI TOCA EL LUNES EN EL COLON
Un músico clásico del siglo veinte
Para el mercado, es un artista popular. Pero su música expresa que se trata de un artista “clásico” que trabaja sobre elementos populares.
Por Diego Fischerman
Desde el punto de vista de la formación académica, no debería haber conflicto alguno. Egberto Gismonti fue, incluso, becado para estudiar con la famosa Nadia Boulanger y se dice que por ese entonces tocaba el Concierto en Sol de Ravel. Es, además, un compositor clásico: escribe, entre otras cosas, para orquestas sinfónicas. Sin embargo, el mercado lo define como un artista popular. Tal vez porque el origen de sus materiales (ritmos, escalas y giros melódicos del frevo y el choro, por ejemplo) está puesto en riguroso primer plano. Tal vez porque su aspecto (el pelo largo, esa especie de gorrito tejido que usa en la cabeza) es el de un artista popular. En todo caso, como en mucha de la música artística de tradición popular, en la de Gismonti hay una tensión esencial. Y el próximo lunes 21 a las 20.30, cuando toque por primera vez en el Teatro Colón, solo frente al piano, esa tensión se volverá aún más interesante.
Justificar el estilo de quien es, indiscutiblemente, uno de los creadores más importantes de los últimos treinta años, por su cercanía con la música clásica sería minimizarlo. El valor de esa música en que la polifonía llega a niveles de refinamiento y complejidad asombrosos y en donde el desarrollo es siempre una consecuencia de la naturaleza de la materia con la que trabaja, no descansa en sus posibles parecidos con otras músicas sino en la profundidad de campo, en el espesor de significado que es capaz de crear por sí sola. La situación del concierto de piano, tan asociada con la tradición occidental escrita, con la figura del virtuoso romántico, con el ideal beethoveniano de trascendencia medida en el terreno de la lucha con los materiales, será en este caso un plus. Pero no por su posibilidad de jerarquización, de elevación de un lenguaje bajo a una categoría superior y más prestigiosa sino, quizá, por lo contrario. O, más bien, por el relato adicional a esas dos tradiciones confrontadas que proporciona, precisamente, su confrontación.
Es posible que Gismonti sea el continuador más acabado de Heitor VillaLobos (aunque a la manera de Clausewitz, por otros medios). En ambos es posible detectar un lenguaje en que las distintas herencias culturales aparecen imbricadas y en los dos se observa un mismo rechazo por el pintoresquismo de postal (a pesar de las críticas que Juan Carlos Paz hacía a Villa-Lobos) y a las soluciones simplistas. Ambos rehuyen, de una forma que se acerca bastante a la declaración de principios, el modelo ritmo local + armonía europea. Las armonías, en Gismonti, derivan de las propias enunciaciones de los temas y estos, en ocasiones, no están inscriptos en el sistema tonal (a veces, como en algunas de las obras en las que trabajó con músicas recopiladas entre los indios Xingú, del Amazonas, ni siquiera son temperadas). Pero además, teniendo en cuenta el valor de lo rítmico en su concepción estética, su música tiene una particularidad. Salvo en el caso de la batería –en su grupo Academia de Danças, con el que tocó en los ‘70–, renuncia explícitamente a los instrumentos de percusión.
En ese sentido, Gismonti aseguraba, en una entrevista realizada por Página/12: “Mi padre era libanés y en ese entonces Líbano era un país refinado, donde se hablaba francés y se tocaba el piano. Así que mi padre quería que yo estudiara ese instrumento. En cambio mi madre, que era siciliana, deseaba que yo fuera guitarrista, para que pudiera tocar serenatas. Pero lo más importante es que vivo en Brasil, que camino por aquí, escucho las músicas que se escuchan y se tocan aquí y este es el lugar donde toco el piano y la guitarra, tal como querían mis padres y donde juego con la herencia que cada uno de ellos me dejó. Este es el lugar que impregna, que nutre todo lo que hago”. Y están, por supuesto, las herencias posteriores: Jobim, la Bossa-Nova (de cuyo influjo escapó muy pronto), Villa-Lobos, por supuesto –incluso grabó un álbum totalmente dedicado a su música, Trem caipira–, el guitarrista Ralph Towner(fundador y compositor de la mayoría de los temas del grupo Oregon) y el pianista Keith Jarrett. Hay en el estilo de Gismonti, además, dos características que lo acercan bastante a Astor Piazzolla. Una es la pasión por revisitar una y otra vez las mismas obras. “Una vez, hablando con Astor, le decía que cuando terminaba de tocar algo, siempre sentía que estaba mal y que debía hacerlo de nuevo”, comentaba Gismonti. “Y él me dijo que le pasaba exactamente lo mismo”. Así es como a lo largo de sus más de cincuenta discos temas como “Frevo”, “Maracatú”, “Palhaço” o “Cego Aderaldo” aparecen una y otra vez aunque diferentes en cada ocasión.
El otro elemento en común con Piazzolla es algo que, a falta de una definición mejor, podría llamarse falsa improvisación. Y es que aunque cada nota esté rigurosamente escrita, en la música de Gismonti hay siempre una cualidad improvisatoria que es la que termina dando el toque distintivo y único a esas notas. Pero hay algo más entre el argentino y el brasileño. Ambos fueron a estudiar con Boulanger y a ambos el oráculo musical del siglo XX les dijo cosas parecidas (que a los dos les transformaron la vida. Al bandoneonista, Nadia Boulanger le dijo que sus obras clásicas estaban muy bien pero que no encontraba allí “mucho de Piazzolla”. Con Gismonti fue aún más explícita: “En tus partituras veo que eres un mediocre músico europeo y un mal músico brasileño”. A más de tres décadas de aquel encuentro, Gismonti agradece lo que no duda en definir como “la grandeza de Boulanger” y reflexiona: “Ella logró que yo trabajara con dignidad y respeto la música de mi país”.