Martes, 10 de abril de 2012 | Hoy
Por Juan Sasturain
Se habla cada vez más sobre / de fútbol, probablemente porque el fútbol es –a esta altura del universo y de la historia mediática– algo que, por invasión prepotente en la cotidianidad del mundo entero, ya no se puede evitar. Se lo menciona en toda circunstancia, aunque más no sea para quejarse de omnipresencia, para putearlo por desnaturalizado, para declararlo insoportable. Ya se habla del fútbol como del tiempo, es conversación de ascensor, segunda opción en los velorios, primera entre padres e hijos incomunicados de por vida. Es así.
Está claro que para muchos la proliferación de lo futbolero suele ser una fuente, en apariencia inagotable, de entretenimiento, distracción (de qué) y a la vez un fenómeno de competencia y confrontación que –con todas sus mediaciones y vivencias tercerizadas– es a menudo depositario casi exclusivo de la adrenalina, la libido y otros combustibles vitales que se suponen de moda. Para no hablar de las compulsivas necesidades de pertenencia. Ni patria ni sexo ni partido ni clase: equipo, colores. Es lo que hay.
Basta este panorama de lo que muchos viven, para entender a los otros muchos que lo padecen. Para éstos, hartos y escépticos a menudo con razón, el fútbol en todas sus formas –sobre todo las más perversamente penetradas por el negocio y la manipulación mediática más trivial– se les presenta con la incongruente, perentoria y necesaria atención que requiere un sorete en medio de la vereda. O, mejor / peor: el fútbol es hoy un fenómeno con la insidiosa capacidad de infiltración ambiental y personal de una peste invacunable.
En medio de semejante e inédita realidad saturada de pelotazos vistos, dichos y comentados, hay quienes –además– escriben textos de / sobre / con fútbol. No escriben simplemente para comentar, reseñar, opinar sobre el fútbol y sus múltiples avatares sino que hacen literatura: ensayos, textos críticos, relatos. Y ahí se plantean varias cuestiones que suelen ser motivo de equívocos y malos entendidos.
Ya se ha bien dicho en alguna otra ocasión: tenemos la evidencia de que, más allá de la portentosa distorsión, tanto la práctica del fútbol (el uso de la pelota y la competencia derivada) como el ejercicio de la literatura (el uso del lenguaje y el despliegue de sus múltiples sentidos), llevados a un grado de excelencia y respeto por sus medios y sus posibilidades, pueden (aunque no suelen) alcanzar el grado de la artisticidad: pueden ser un arte, no sólo una actividad reglada por la eficacia o un trabajo marcado por la recompensa. Tanto el manejo de la pelota como el del lenguaje –puestos en buenos pies y manos– son un desafío a la creatividad y de ahí, de esa tensión por encontrar una forma original, cada vez única, para resolver dificultades expresivas, puede saltar la belleza. Ambas actividades tienen en común su condición de juego en tanto desafío, actividad en el fondo inmotivada, asunción de un riesgo y entrega personal. Porque las habilidades que requiere el fútbol (saber golpear una indócil pelota con cualquier parte del cuerpo que no sean las manos) no sirven absolutamente para nada... Para nada que no sea el fútbol. De ahí su equívoca grandeza.
Otra cuestión es la referida al fútbol ya como tema literario: es apenas uno más. Se puede hacer buena literatura o basura con él: hay ejemplos abundantes en ambos sentidos. No define un género ni una subclase, aunque se puedan hacer antologías con cuentos “de fútbol” (mejor sería decir “con fútbol”) que abarquen desde Borges-Bioy a Soriano con variedad de registros e intereses; en ningún caso serán buenos o malos cuentos, más o menos serios, por el tema sino por el tratamiento, ya sea desde adentro o desde afuera del juego. “La soledad del corredor de fondo”, de Alan Sillitoe, no es un relato deportivo (“Insai izquierdo”, de Costantini, que lo reescribe, tampoco), ni “Cincuenta de los grandes”, de Hemingway, es una historia de boxeadores. Son dos extraordinarios relatos a secas en los que los protagonistas –a diferencia de otros– andan y compiten con otros de pantaloncitos cortos. Así, “Escenas de la vida deportiva” es un gran cuento de Fontanarrosa –obrita maestra de observación psicológica y de registro coloquial– que trata de un picado; y una historia como “Campitos” está ambientada en el mundo del fútbol, pero habla –como siempre– de otras cosas.
En cuanto a la popularidad, tal vez sea cierto que hoy haya lectores que gusten especialmente de los relatos futboleros, ya que han proliferado los libros que los reúnen. Hay “especialistas” que sólo escriben historias con esa temática, como Corin Tellado escribía novelas “de amor” y Marcial Lafuente Estefanía, “de cowboys”. Son oficios. A veces, además, la literatura se cruza por ahí. Obviamente: no hay géneros mayores y menores; ni temas serios y triviales. Por eso, si entre los futboleros hay prolíficos productores de textos y sus ávidos consumidores, hay también escritores y lectores que son otra cosa. Y pueden convivir.
En todo esto, un lugar especial le cabe al relato futbolero propiamente dicho (la transmisión del partido, digamos), que no es un fenómeno textual sino verbal, radial, invento argentino, sustituto de la imagen y de la presencia en vivo. Ese relato pretende la inmediatez. Y lo notable es que un partido de fútbol transmitido / escuchado por radio muestra su esencial naturaleza: es un cuento, una historia, un acto de invención dramática con su desarrollo, sus protagonistas, sus apartes, sus énfasis, su tono. Es una versión de los hechos, una construcción verbal más o menos veraz o estilizada de un acontecimiento único del que no pueden dar cuenta ni los números ni el resultado ni las estadísticas.
A mitad de camino entre la crónica periodística y el relato de ficción, debe retener al oyente –hay diferentes versiones de un mismo acontecimiento– y el vicario espectador elige la “mirada” (el relator) que más le satisface de acuerdo con sus necesidades. Siempre se trata de una historia que se propone de suspenso, pero que puede derivar en comedia o drama. El oyente de fútbol es un receptor muy activo, básicamente interesado en cómo termina una historia en la que está absolutamente jugado partidariamente: buenos y malos, vencedores y vencidos. El relato lo implica sentimentalmente (desea que termine de una u otra manera) y desconfía siempre de la objetividad, de la equidistancia de la versión que se le ofrece. Se le pide veracidad y emoción para que sustituya la presencia en vivo. En síntesis: la manera más integral y convincente de dar cuenta de lo que pasa en un partido de fútbol es convertirlo en un relato (porque es una historia irrepetible), en el que si bien es fundamental saber cómo termina lo importante es ir viendo qué pasa, cómo fue.
El relato televisivo, en términos lógicos, no estaría sujeto a esas reglas, pues su función no sería sustitutiva sino meramente complementaria, como las voces que acompañan un documental: no explicar lo que se ve sino aportar datos extra para su perfecta comprensión. Y así era en origen: la sola mención de los jugadores en el momento de tomar contacto con la pelota agotaba la función del relator. Así fueron las transmisiones, durante años, en que sólo la elevación del tono y la velocidad con que se nombraba al jugador indicaba la inminencia del gol. Desde entonces mucho ha cambiado, sobre todo en el sentido de complementar / comentar / subrayar lo meramente presentado, como las risas grabadas en las series. Muchos otros narradores y comentaristas se han sucedido –-epigonales o no de los fundadores– y las voces que se superponen a la imagen han dejado de ser complementarias para convertirse en coprotagonistas e incluso (cuando los partidos son menores por interés objetivo o malos por su calidad) en las verdaderas estrellas del acontecimiento televisivo. No es un buen síntoma que veamos los partidos para “ver qué dicen”.
Que el fútbol sea desde hace mucho en la Argentina –y en el mundo– sobre todo un hecho mediático no es tan grave. ¿Que no lo es? Lo raro es el fenómeno de que jugadores-protagonistas y espectadores-comentaristas se conviertan (pantalla mediante) en indiferenciados actores y personajes.
Hay un espacio ahí del que sólo la literatura, al hacer el relato de ese nuevo relato posible que es el partido transmitido, puede dar cuenta con originalidad y perspicacia: vale la pena echarle una mirada a “¡Qué lástima, Cattamarancio!”, de Fontanarrosa. Para los que les gusta el fútbol. Y la literatura.
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