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El debut de Falucho

 Por Juan Sasturain

No es difícil reconstruir lo que fueron los primeros días de Falucho Burgos en la Popular, sus primeros pasos y brazadas en el oficio de rescatar imprudentes y desgraciados de las procelosas aguas del Atlántico.

Su empírico maestro e instructor, el Dudoso Noriega –siguiendo su progresiva pedagogía que iba de lo seco a lo mojado–, dedicó la sección matutina de la brillante jornada inicial a introducir a Falucho en la técnica del correcto estibado de sillas y el ritual del cambio de bandera, ceremonia clave que según él iba mucho más allá de la rutinaria sustitución de aurinegra por roja o celeste por rojinegra y el respeto escrupuloso de los horarios. Así, el aprendiz fue instruido en la minuciosa mecánica de la secuencia –que incluía desde el tipo de nudo a utilizar al modo de plegar los coloridos triángulos– pero no en los secretos del diagnóstico del estado del mar, tarea que el ducho bañero se tomaría años en derivar.

Ya cerca del mediodía fueron al borde del mar. Mientras le explicaba el modo óptimo de maniobrar con el salvavidas de orilla para mantener siempre operable el carretel de 150 metros sin riesgos de que la soga se enredase, Noriega sintió que Falucho se le distraía. El devenir gritón de dos pendejas que jugaban a la paleta con una esquiva pelotita, seguramente prescindible, era mucho más importante que el ángulo de ataque a las olas con el salvavidas en bandolera. Lo llamó al orden.

Por eso, cuando ese mediodía inaugural Falucho y su escueta sombra –negra de negro, cortita y al pie– caminaron sobre una arena menos dorada que nunca y subieron de dos saltos a instalarse al precario mangrullo, fue una sensación rara. El vistoso, jovencísimo mulato era apenas consciente de que lo habían encaramado en una silla tres metros sobre el nivel del mar para vigilar a los bañistas, y algunos centímetros menos sobre el nivel de la playa para mirar y que lo miraran. Claro que, como por sobre todo era un pendejo, no estaba preparado para tal esgrima y se sintió un intruso, más desnudo de lo que estaba.

Le faltaban los atributos. Los anteojos y el silbato. A falta de uniforme, escudito o cualquier otra forma externa de diferenciarse del resto, el bañero se cuelga, se aferra al silbato. Falucho no lo tenía y Dudoso lo satisfizo, le dio uno, afónico y sin garbanzo.

Con eso ya estaba listo para el debut. Al menos eso le parecía y hubo oportunidad de verificarlo al otro día.

Es probable que para aquel verano inaugural, el cálido enero del ’60 más precisamente, el pipper de yerba Safac que daba y escribía las doce sobre el techo del mediodía marplatense ya no despegara cada día despejado para dibujar con chorro blanco sus dos sílabas con letra de imprenta contra el celeste cielo. Sin embargo hay que creer que debió estar ahí para que el novato Falucho se distrajera en la contemplación de las funcionales acrobacias que completaban el palito trasversal de la A e incluso por eso tal vez demorara en darse cuenta de que le hablaban al pie del mangrullo en el que estaba encaramado y solo, terminaban moviéndole la silla:

–Che, bañero... Se está ahogando uno.

Recién ahí reaccionó, oyó el silbato –que sin duda no era el suyo sino el de su maestro, el Dudoso Noriega que ya picaba vertical, recto a las olas– y se tiró desde ahí arriba con un salto irresponsable; sintió que se torcía el tobillo pero igual corrió trastabillando hacia la orilla tarde y mal, sin saber a quién ni cómo.

Se mandó al mar y ya tenía el agua a la cintura cuando supo o recordó que no era así. Volvió sobre sus borradas huellas a los gritos, se abrió paso, llegó al salvavidas colgado del soporte de hierro clavado en la arena mojada, lo sacó y se lo puso en bandolera, destrabó con esfuerzo el tope oxidado, tironeó de la cuerda, la hizo correr y después corrió él de nuevo hacia las olas. No llegó lejos: un poderoso tirón lo tiró al suelo. Se volvió con odio, algún imbécil de los miles que se apretujaban a sus espaldas y lo pasaban por arriba y los costados había pisado su soga:

–Corransé, la concha de su madre... –dijo volviéndose.

Algunos se corrieron.

Tiró de la soga, la aflojó y volvió hacia adentro. Saltó una ola, tropezó con un pibe que barrenaba y volvió a caer. Se hundió, sacó la cabeza y sintió los aplausos.

No eran para él.

Cuarenta metros más allá, cerca de la escollera, casi a sus espaldas, Noriega arrastraba primero y acompañaba después mar afuera, sin salvavidas ni esfuerzo aparente, a un gordo de malla verde y cara al tono.

Cuando Falucho terminó de recoger la soga del salvavidas y volvió a colgarlo prolijamente, la gente ya se había dispersado, la efímera popularidad de los ahogados había abandonado al melancólico gordo verde, devuelto a su crítico entorno, y Safac ya era ilegible en el cielo, una nube más.

Volvió rengueando y el Dudoso, con la malla casi seca ya y desde arriba del mangrullo, le alcanzó un mate.

–Qué tipo pelotudo –dijo uno de los dos.

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