Lunes, 4 de marzo de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
“Por ti, contaría la arena del mar”
“Te lo juro yo”, de Rafael De León,
por Miguel de Molina
Hoy se cumplen veinte años de la muerte, en Buenos Aires, de un artista, un personaje maravilloso y trágico también, excepcional en todo sentido: el cantaor Miguel de Molina. Nacido Miguel Frías en Málaga en 1908, hijo de zapatero pobre y criado entre mujeres, fue un extraordinario cultor de la copla, homosexual, republicano y provocador, en ese desorden.
Dicen que se fue de la casa a la aventura, a los trece. Que pronto descubrió su vocación de bailarín y cantante, y que revolucionó el género. Fue muy famoso y admirado en los treinta –la época en que conoció y trató a su admirado Lorca– pero todo le costó caro. Humillado, perseguido, golpeado y torturado por el franquismo triunfante, en 1942 se exilió acá. Lo había llamado Lola Membrives para una temporada de verano y se quedó. Si hace mucho que no ven o recuerdan Las cosas del querer, la película de Jaime Chávarri de 1989, ahí está –libremente tratada– su historia hasta el exilio. El personaje de Manuel Bandera es Miguel.
Recuerdo, en lo personal (nada sabía de él), las lindísimas charlas no condescendientes de un Miguel ya mayor pero lleno de gracia con el inolvidable –por no decir el mejor– Antonio Carrizo en La vida y el canto, por Rivadavia. También hace un par de años Hugo Beccacece le dedicó una extensa nota, imperdible, en La Nación, con motivo de una exposición de su patrimonio artístico en Recoleta. Fue un grande.
Hay que tener en cuenta que Miguel de Molina tenía treinta y cuatro años cuando llegó a Buenos Aires y que –sacando una accidentada estadía en México, algún paso por Nueva York o la visita fugaz a una España rencorosa y recalcitrante todavía en los cincuenta– siempre vivió acá: estuvo más de medio siglo entre nosotros. En la Argentina hizo espectáculos musicales, radio, teatro, películas, grabó discos, fue amigo de Evita –que lo protegió mientras otros lo hostigaban–, paseó su rulo pegado a la frente y sus increíbles, desafiantes blusas a lunares, signo de identidad artística. Miguel de Molina fue famoso en serio, ganó mucho dinero y también –se retiró en el sesenta– lo perdió. Pero nunca, memorioso y/o resentido, excepto para algún reportaje tardío y conmovedor, nunca quiso volver.
Así, hasta el final. Incluso cuando en el ’92 lo condecoró la embajada española con la Orden de Isabel La Católica, no casualmente para el Quinto Centenario, siguió viviendo en su casa de estilo español del barrio de Belgrano, rodeado de sus recuerdos, su biblioteca, sus partituras, su ropa increíble que él mismo cosía, sus escritos en la mayoría inéditos.
Cuando murió, un diligente y providencial sobrino nieto se encargó de juntar lo que quedaba, armar una fundación y, aunque no pudo salvar la casa de la calle Echeverría, sí se encargó de ordenar, recuperar las cosas y los papeles: la poderosa autobiografía póstuma, Botín de guerra, es el testimonio crudo de un sensible, incurable fabulador. Vale la pena y el gusto.
Claro que lo que a uno le queda, y lo da vuelta cada vez, son las canciones. Ciertas canciones, sobre todo. Como en el caso de Bola de Nieve –con el que tiene sus obvios contactos artísticos y de sensibilidad–, Miguel de Molina es, además de todo, la memoria sonora de un repertorio con un alevoso contenido sentimental. Todo es exceso en él.
Así, en nuestra memoria emotiva, alineados, muy cerca de los boleros de Agustín Lara como “Piensa en mí” o del increíble “Vete de mí” de los Expósito, que marcaron época y sensibilidad con distintos intérpretes, están las versiones capitales de Miguel: “Ojos verdes”, “La bien pagá” y –sobre todo– los versos desaforados de “Te lo juro yo”.
Supongo que en esta asociación de letras y melodías atravesadas de patética desmesura tienen mucha saludable culpa y responsabilidad las bandas sonoras de ciertas películas españolas de los ochenta y noventa: la consabida Las cosas del querer, Ay, Carmela, de Saura, y gran parte del cine de Almodóvar, con su especial sensibilidad kitsch para el tratamiento sin red ni pudor de las pasiones cruzadas.
Como en Nuestro juramento, aquel bolero que cantaba Julio Jaramillo y prometía escribir su historia “con tinta sangre del corazón”, los versos de Rafael de León –la rama comercial no reconocida de la generación del ‘27– en “Te lo juro yo”, se regodean en el exceso. Con su estructura compleja, sus varias melodías y su extensión declarativa, la canción es una obra maestra absoluta. Pero sobre todo es memorable –literalmente– por ese arranque de estribillo: “Por ti, contaría la arena del mar”. Es de una contundencia insuperable. Incluso puede soportar la morbosa trivialidad que lo sigue: “Por ti yo sería capaz de matar”. Las grandes canciones están hechas con esas iluminaciones.
Miguel de Molina supo y sabe todavía, a veinte años de su muerte, encender esos fuegos.
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