Martes, 19 de marzo de 2013 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Vencida la fecha del qué quieres ser cuando seas grande, al vencido Rodríguez –casi medio siglo de vida– le queda el tibio consuelo del qué quieres ser cuando seas viejo. Y lo que quiere ser Rodríguez es emérito. Como Ratzinger/Benedicto XVI/Ratzinger. Dejar de ser Rodríguez, pero seguir ahí. Y que te tiendan la cama y te preparen la comida mientras tú te dedicas a orar. Regio monasterio con vistas y un sueldo “modesto” de dos mil y algo de euros con todos los gastos pagos y, hasta donde sabemos, sin hijos que mantener. En España no se consiguen jubilaciones así. Al menos por arriba del mostrador o del altar. Litúrgicamente, el Papa que se fue, pero ahí sigue, ha hecho, él solito, algo así como un milagro. La canonización está, seguro, a la vuelta de la esquina de San Pedro. Y –ya que estamos en reformistas, sugiere el teólogo Ratzinger– por qué no me canonizan en vida así yo también lo disfruto y aleluya.
DOS Y, claro, los últimos días en la vida de Rodríguez han sido muy vaticánicos. En los noticieros, poco Rajoy, casi nada de las últimas torpezas del PSOE, una pizca de Bárcenas y alguna pincelada de Urdangarin para que los tengamos presentes en nuestras plegarias, y la buenísima nueva –campanas al vuelo– de que Bruselas ha dotado a jueces españoles de herramienta legal para detener la fabricación en serie de la cruz de los desahucios. El resto ha sido despachos desde la Plaza de San Pedro y pronósticos de expertos vaticanistas que –luego de los economistas– son el gremio que más se equivoca en sus predicciones para, por supuesto, acertar siempre a posteriori. Así, tras el arzobispo Jorge Mario Bergoglio, se cerraron los portales de la Capilla Sixtina (que son algo así como esa puertita que se abre a la hora del Nobel de Literatura, con la diferencia de que esta última de tanto en tanto nos da una alegría), se encendieron las chimeneas de las fumatas negra/blanca y, el miércoles a la noche –transmutación digna de Marvel Comics–, salió al balcón el papa Francisco. Y ahí se paró, con la misma expresión facial que Peter Sellers en Desde el jardín contemplando la viña de su señor.
TRES Los periódicos de ese mismo día –luego de lo del martes por la noche del Barça-Milan– titulaban “Fumata azulgrana”. Y, cuando se supo que el nuevo modelo de Papa era Made in Argentina, Rodríguez tuvo que calmar a su hijito que, casi con convulsiones, había entendido que el diabólico Mourinho se las había arreglado para convertir a Messi en Sumo Pontífice y que de este modo ya no pudiese seguir jugando en el Barça. La esposa y la hija de Rodríguez –súbitamente devotas por las siguientes 48 horas– se conmovían con la modestia y sencillez de Bergoglio. El apellido se les trababa en la lengua al principio. Y lo miraban con ojos húmedos, de rodillas frente al santísimo plasma del televisor. “Campechano” era el adjetivo invocado una y otra vez. Campechano nuestro que estás en la tierra. Rodríguez, por su parte, no podía evitar preguntarse el porqué de tanto elogio a la humildad del nuevo Papa cuando se supone que –por definición y credo– todos los papas y cardenales y obispos estarían obligados a ser así. Puesto a elegir, lo cierto es que Rodríguez preferiría un Santo Padre con el look del rapaz Richelieu de Los tres mosqueteros: las cosas claras y al pan, pan y al vino, vino. Y la verdad que a Rodríguez le habría gustado que hubiese salido de nuevo el pomposo Ratzinger. Y que lo fuesen a buscar a Castelgandolfo y lo trajeran arrastrándolo de los pelos –a ostias y hostias– como a un niño que no quiere ir a la escuela. Pero hay teorías conspirativas de todos los sabores y aquí vienen los periodistas creyentes y los sacerdotes mediáticos tratando en vano de no sonar psicóticos al hablar de algo que, parece, es mitad obra del papable Espíritu Santo y mitad conjuras del palpable fantasma non sancto de la hambrienta codicia y la sed de mando. Porque –piensa Rodríguez– de acuerdo: hay ahí, seguro, seres abnegados y dispuestos a darlo todo por el prójimo. Y Rodríguez siempre admiró –y hasta envidió– a los creyentes de fe firme. Pero nunca se fió de los administradores de esa fe. Y siempre entendió que la Iglesia Católica como institución comparte más de un rasgo común con esas sectas a las que tanto condena (olvidando que no es otra cosa que una secta a la que le ha ido muy bien) y más de un gesto compartido con alguna organización delictiva con Papadrino al frente. A saber: imposición del dogma por la violencia, persecución a quienes no piensen como ellos, torturas a personas indefensas, poco saludables recomendaciones médicas (como eso de que el uso del profiláctico “hace mal”), satanizar a casi todo avance científico de peso (Galileo, Darwin, Gregorio XVI llegando a condenar al ferrocarril, y ya saben lo que pasa si alguien menciona las células madres), corrupción económica, pedofilia rampante y la producción e inspiración de novelas de Dan Brown y películas con monjas increíblemente guapas.
CUATRO De ahí también que a Rodríguez no le sorprendan las revelaciones en cuanto a un pasado más o menos turbio de Bergoglio: la Iglesia siempre estuvo primero con el poder y recién después –si hay tiempo o si conviene– se ha preguntado por la polaridad y voltaje de ese poder. La Iglesia siempre miró para otro lado, miró al cielo. Así fueron y son y serán las cosas. Cosas que –aseguran los automáticamente optimistas de la efímera novedad– cambiarán en San Pedro para que nada cambie. Aunque, quién sabe, tal vez de aquí en más el segundo mejor posicionado sea almacenado como posible suplente ante fuga o banco de órganos para el Nº 1 en plan bestseller de Robin Cook. Y más temprano que tarde tendremos gran funeral de Emérito presidido por Mérito (o viceversa, quién sabe). O se permita la inclusión de logotipos de patrocinadores en esa nívea y purísima sotana.
O quizás Francisco haga algo.
Domingos atrás, en El País, Rodríguez leyó un artículo de Juan Arias donde se aventuraba que la única solución posible para la presente debacle vaticana era volver a las fuentes. De ahí la paradoja: lo más vanguardista sería ser retaguardista. Pero no es asunto fácil. Y ya se sabe lo poco que duró Juan Pablo I cuando se le ocurrió la “locura evangélica” de mudarse a un barrio obrero de Roma, reformar la curia y dejar los palacios en manos de una organización internacional. Todo es posible y a apurarse; porque tanto Malaquías como Nostradamus han augurado que falta menos para que se acabe la función y la misa. Mientras tanto y hasta entonces, en los oficios religiosos previos a la elección, ya se avisó que el elegido debía ser “un buen pastor dispuesto a dar la vida por sus ovejas”. Así que Bergoglio –por lo pronto astuto y, según muchos, hábil estratega: le bastó con ser el primero en elegir el nombre del protohippie de Asís para caer simpático– ya está avisado. Ya está advertido –vía esa intrigante y sinuosa y dantesca escalera helicoidal que asciende a los infiernos o desciende a los cielos– de en qué bosque feroz se mete.
Buena suerte.
Porque se sabe: donde hay pastores y ovejas también hay muchos lobos.
Demasiados.
Y todos creemos en ellos.
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