Sábado, 13 de abril de 2013 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
Tengo que repetir que no me gusta utilizar las páginas de este diario para hablar de mi persona. Pero esta vez lo voy a hacer porque no fue un triunfo mío, sino del pueblo de Esquel, esa bella ciudad chubutense a orillas de los Andes, ciudad que amo y seguiré amando para siempre.
El episodio ocurrió hace nada menos que 55 años. 1958, Esquel. En ese año me había propuesto ir a vivir a la Patagonia. Quería que mis cuatro pequeños hijos gozaran de la naturaleza y pudieran pasar una infancia plena de cielos abiertos, rodeados de árboles y verdes, montañas y estrellas brillantes. Me ofrecieron trabajar como director del diario Esquel y acepté. Gran alegría fue entrar en la nueva casa y percibir los largos silencios, el canto de los pájaros y esas lunas y estrellas para tocarlas con las manos.
Pero vino la otra realidad. La forma en que eran explotados los trabajadores de la tierra y los pueblos originarios. Y comencé a buscar la verdad y la justicia desde las páginas del diario que yo dirigía. Para mi sorpresa, comencé a escuchar las reconvenciones del dueño del periódico, que me exigía que siguiera la línea conservadora que el diario siempre había tenido. A los pocos meses, la situación se puso cada vez más difícil. Los dueños del pueblo y de la tierra me vieron como a un enemigo. Lo único que me proponía era denunciar las injusticias que se sufrían allí, en ese verdadero paraíso, que los seres humanos humillaban, ensuciando con su conducta ese cielo y ese paisaje. De pronto sucedió un hecho que prendió la chispa. Había llegado desde Buenos Aires un joven que amaba la naturaleza y había conseguido algunas hectáreas de tierras fiscales, con la intención de plantar nogales. Y lo hizo: plantó dos mil nogales. Un árbol noble de toda nobleza. Su madera y sus frutos. Toda generosidad. Arboles que necesitan más de una década para crecer y dar sus frutos. De manera que el joven no venía a hacer ganancias, sino a fundar algo nuevo: bosques de nogales en esa zona. Luego de larga espera, sí: gozar de esa plantación. Pero los poderosos vieron esto nuevo con malos ojos. De pronto, irrumpir en una zona donde sólo se criaban ovejas en grandes latifundios. Iba a venir primero la curiosidad y luego la imitación. Y eso a tales conservadores egoístas no les gustaba en absoluto. Así que una noche le pasaron el arado a los plantíos de nogales y destruyeron toda la obra de ese joven emprendedor.
Cuando me enteré, dediqué casi todo el diario en denunciar, con indignación pero con claridad, un suceso así, tan avieso. Era enfrentar una vez más –la definitiva– a los del poder omnímodo. El propietario del periódico me expulsó de la empresa y me hizo una terrible falsa acusación. Me acusó ante la Justicia de doble tentativa de homicidio con dos testigos falsos. Un canillita del diario y su propia empleada doméstica. Dijeron ante la Justicia que me habían visto pasar con armas por la casa del acusador y que les había preguntado a ellos dónde estaba él, el propietario del diario. Me llevaron preso a la comisaría de Esquel –que todavía está en el mismo edificio– y me pusieron en el calabozo. Pero no me fue tan mal. Resultó que el comisario –un hijo de emigrados galeses, esos que poblaron parte de Chubut– me hizo comparecer ante él y me preguntó de pronto si yo sabía jugar al ajedrez. Le dije que sí, la verdad. Entones me expresó: “Aquí, en el pueblo, nadie sabe jugar al ajedrez, lo que más me gusta en la vida. Lo voy a sacar del calabozo y puede dormir después en el sofá de mi despacho”. Acepté, por supuesto, para no morirme de frío en el calabozo. Y, por supuesto, me dejé ganar todas las partidas porque, si no, temía que me mandara a dormir al calabozo.
Realidades de pago chico, como se decía antes. Mi abogado –en tanto– confirmó contradicciones de los llamados testigos y logró que se me diera la libertad. Entonces procedí a fundar el periódico La Chispa, al cual titulé nada menos que “Primer periódico independiente de la Patagonia”. Y procedí a dejar en claro todas las injusticias de esa sociedad. Aquí fui ayudado por un grupito de jóvenes esquelenses que me dieron todo su apoyo. Nombro a uno de ellos: Juan Carlos Chayep, quien dio hasta dinero de su bolsillo para que el periódico pudiera ver la luz. Pudimos publicar doce números. Y entonces ocurrió lo increíble en un país, en ese momento, en democracia. Vinieron a mi casa dos oficiales de Gendarmería a comunicarme que el comandante de la región me daba 24 horas para dejar Esquel porque, si no, sería detenido “por crear inseguridad en la población de esta región fronteriza”. No me quedó otra salida que dejar la ciudad, pensando en mi familia y en las posibles consecuencias. Con mucho dolor abandoné ese lugar paradisíaco, pero poblado por seres así llamados humanos.
Y ahora, el triunfo final de la ética. Fui invitado por los maestros esquelenses a una serie de homenajes que se querían llevar a cabo para mi persona. Acepté. Fue como tocar el cielo con las manos. Vi triunfar nuevamente a la etica en la Historia. El Concejo Deliberante, con el voto y la presencia de todos los concejales pertenecientes a distintos sectores políticos, me entregó el título de “Ciudadano Ilustre de Esquel”. Es decir: de expulsado por la Gendarmería más de medio siglo antes a “Ciudadano Ilustre”. No lo podía creer. Y luego, la ceremonia de la inauguración del Museo Histórico de Esquel, donde figura mi querido periódico La Chispa, su historia y sus ejemplares. De prohibido antes a ese lugar de la memoria ahora donde concurren todos los colegios, los vecinos interesados en el pasado de esa región y los turistas. Luego di una conferencia histórica sobre la Patagonia en el Colegio Normal, convocado por los docentes, ante una concurrencia de centenares de personas. En las tres oportunidades dije que el homenaje lo dedicaba a mis queridos amigos Rodolfo Walsh, Haroldo Conti y Paco Urondo, desaparecidos por la brutal dictadura militar, que no pudieron ver en vida esa clase de homenajes a sus vidas y sus obras.
La experiencia de Esquel queda como un telón de fondo sobre mi vida. Después, mis experiencias continuarán con el exilio durante la dictadura y el regreso después de ocho años en otra tierra. Ver el triunfo de la verdad y de la ética frente al ansia de poder y de riqueza de los que mandan. A los 86 años pienso, mientras doy el acostumbrado paseo por mi querida placita Alberti de mi barrio de Belgrano, que debemos continuar la lucha para ver un triunfo final de la ética en la Historia.
Y veo que la lucha continúa con la reciente aparición de libro de Marcelo Valko, Desmonumentar a Roca, donde se detalla nuestra lucha para terminar con el mito del “héroe del desierto”, nada más que un despreciable genocida de los pueblos originarios. Otra posición de nuestra vida en busca final de la verdad y la igualdad para todos.
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