Sábado, 13 de abril de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Gustavo Costa *
A toda conmoción social suele seguirle un período en el que tienden a decantar sus vibraciones, a generar reflexiones interpretativas y/o a formular pronósticos respecto de las consecuencias del episodio. El anuncio presidencial del envío al Congreso de proyectos para modificar –y mejorar en función de reclamos persistentes de muchos sectores sociales– los modos de actuación del Poder Judicial ha detonado previsibles reacciones corporativas de diverso cuño pero similar ideología, que alegan una defensa de la “independencia judicial” sobre bases muy alejadas de lo que esa expresión conlleva. Lo mismo ocurrió respecto del movimiento hacia una “Justicia legítima”, que en particular provocó la fantástica erupción concretada en las jornadas de la Biblioteca Nacional.
No pretendo, ni podría, examinar en profundidad el fenómeno al que asistimos y menos aún calibrar sus alcances, que por cierto auguran nuevas e importantes sacudidas. Me limitaré, así, a destacar algunas notas que estimo relevantes y tendientes a marcar la hipocresía que domina a esas críticas de quienes arguyen ser algo así como propietarios de aquella independencia. Y me referiré, específicamente, a quienes así parlotean desde el seno del sistema judicial (de un Servicio al que nunca asumen como tal). En cuanto al texto de los proyectos, que en su tono general apoyo con entusiasmo, la discusión en el seno de “Justicia legítima” permitirá emitir opiniones más precisas.
Parto de la modesta posición de un testigo autorizado. El mes próximo harán 50 años de mi ingreso al fuero en lo criminal y correccional de esta ciudad, a partir de lo cual recorrí la mayoría de los escalones posibles de la llamada “carrera judicial”, con el único intervalo de la última dictadura militar. E intento señalar datos, no hacer elaboraciones abstractas.
Una nota relevante, apuntada en aquellas jornadas, pasa por la “invisibilidad” para la opinión pública de muchísimos ámbitos judiciales, dado el predominio de lo penal en la difusión de esos temas. Deriva de la incidencia mediática que distorsiona, la ausencia de una comprensión social del funcionamiento judicial adecuada (para lo que también conspiran los modelos de enseñanza, sobre todo secundaria) y, también, las modalidades procesales que incluso en juicios donde se dirimen asuntos personalísimos no exigen la debida inmediación, el contacto directo, entre quienes tienen la responsabilidad de decidir con justicia y los que la reclaman.
Es difícil precisar en qué medida aquellos que trabajan dentro de esos espacios del sistema se prevalecen de tal opacidad, o lisa y llanamente no la advierten, pero es un problema ostensible (años ha conversábamos sobre el tema, referido al fuero comercial, con la actual Procuradora General y me acotaba “si no tratan con los ciudadanos, sólo con abogados más o menos especializados, mal pueden entender a la gente”). Varias de las voces que escuchamos en estas semanas lo han planteado apropiadamente.
Bienvenido el señalamiento. En 1988, por primera vez en su historia la tan meneada Asociación de Funcionarios y Magistrados de la Justicia Nacional admitió en su C. Directivo la participación plural (como fruto de una reforma estatutaria por la que veníamos bregando muchos desde 1984) y me cupo encabezar la representación minoritaria, pero nada proporcional (3 consejeros de 14, por entonces). Propusimos, de movida, la necesidad de saber “qué pensaba la gente sobre la Justicia y cómo le iba en sus relaciones con el Poder Judicial”, a través de una encuesta que no debía ser hecha “desde adentro” sino por terceros que pudiesen dar una visión razonablemente objetiva del asunto (v. gr.: la Facultad de C. Sociales UBA). La propuesta fue rechazada y aún hoy parece una asignatura pendiente.
Esa ausencia de identificación, la invisibilidad apuntada, abona o facilita la actuación judicial de imparcialidad aparente, técnica o más apropiadamente “boba”, como se la calificó con reiteración en los debates. Potencia, asimismo, la actitud de quienes se consideran miembros de un estamento privilegiado, la casta judicial que se distancia del ciudadano común y en la que arraigan como derivación directa prebendas y discriminaciones sobre las que se ha puesto énfasis en estos días. Un colega se preocupaba días pasados por tanta agitación, que podría asustar o ahuyentar a los “bienpensantes” (“biempensantes” para el Diccionario RAE); le retrucábamos que justamente esa expresión denomina a los que caben dentro de la masa impávida, acrítica, que actúa según “lo que siempre se hizo”, dócil con las jerarquías e inequitativa con los más débiles. Allí está, me parece, el meollo de la cuestión. No se trata, en suma, de convencer a los catecúmenos, sino de irradiar el mensaje de modo tal que penetre sobre los que se escudan tras esos velos.
Entre los ejemplos que procuro destacar, resulta afrentoso un aspecto defendido por muchos miembros de ese rebaño y casi desconocido por el común de la sociedad, esto es la extensión –interpretada judicialmente– de la garantía constitucional de intangibilidad de las remuneraciones de los magistrados... ¡a la tasa inflacionaria! Durante muchos años, y en pleno período democrático, cientos de jueces obtuvieron sumas siderales de actualización permanente de sueldos a espaldas del resto de sus conciudadanos; la promoción de esos juicios y hasta su patrocinio por estudios compuestos obviamente por ex magistrados provino de la misma Asociación de Magistrados y Funcionarios de la Justicia Nacional.
Esa práctica –inmoral desde mi punto de vista– de la “garantía contra la inflación” (famoso fallo “Bonorino Peró y otros”, replicado innúmeras veces), entiendo que ha perimido, pero no me extrañaría que por algún artilugio haya quienes sigan beneficiándose por esa vía.
Las sumas erogadas de manera tan inescrupulosa superan largamente, estimo, lo que la aplicación justa del Impuesto a las Ganancias importaría. Ese tema, por otro lado, pudo haberlo solucionado la Corte Suprema hace muchos años y desde un colectivo judicial (“Encuentro de Jueces”) se hicieron llegar ideas para ello. Valga recordar, también, que fue desde el mismo ámbito que 33 jueces promovimos entonces la publicidad de nuestras declaraciones juradas patrimoniales y que los mismos medios que en su momento cantaran loas hoy parecen gambetear el sentido de la excelente propuesta presidencial.
Ya en la década del ’80 algunos planteamos dentro de la Cámara Criminal y Correccional la necesidad de esas declaraciones juradas obligatorias y públicas; escuchamos entonces a jueces “independientes” sostener que ello implicaría “desconfiar de los jueces y éstos están por encima de toda sospecha” (sic).
No he visto en la discusión mediática alusiones a esas polémicas, como tampoco críticas a los magistrados o funcionarios que viajan por cuenta de entidades ligadas a intereses que se discuten ante sus estrados, a virtuales agencias de viajes conectadas con academias judiciales extranjeras que poco y nada tienen que ver con la tarea jurisdiccional y se prodigan a quienes participan de la manada, a los que almuerzan invitados por las armadoras navieras cuyos casos recalan en su fuero, a los torneos de golf –y alguna otra práctica– convocados durante horarios de atención judicial, etc.
Y, también, la tan frecuente práctica “imparcial” de entender al juicio como un partido de tenis o algo así, donde el juez sería un espectador que recién a las cansadas decide; las interminables prácticas dilatorias para no hacerse cargo de una causa o las todavía peores, de “borrarse” cuando la eventual decisión es de las que queman (acabo de leer el caso de un amparo en razón del peligro para la vida de una persona, en la que los jueces de un tribunal provincial se excusaron, potenciando ese riesgo, ¡porque la provincia les debe dinero!). De los entuertos que benefician a estudios “allegados” y situaciones parecidas existe suficiente conocimiento como para abundar.
Sí se escuchan críticas sofísticas a la iniciativa del ingreso por examen al Poder Judicial y los ministerios públicos, so capa de su necesidad de extenderlo a los otros poderes, de obvia conveniencia e inobjetable sin dudas pero que prescinde claramente de las razones que tornan prioritario lo que hoy se discute. La estructura esencial del sistema jurisdiccional se basa en magistrados vitalicios, a diferencia de los otros en los que la renovación es frecuente, por lo que el vicio del nepotismo no sólo es más grave sino mucho más difícil de erradicar y sus consecuencias se trasladan a todos los niveles de esa estructura. Más de un siglo de ese funcionamiento lo demuestra.
Recuérdese que en 1984 la Corte Suprema renovada por propuesta del presidente Alfonsín promovió la realización de concursos obligatorios para diversos cargos letrados, así como la impresionante resistencia de la gran mayoría de los jueces a seguir esa consigna que a la postre fue abolida. Se escuchó a diario, entonces, que “nadie mejor que un juez para elegir un colaborador”. El dedo, convertido en sabio examinador, con harta frecuencia recae en familiares, amigos y, sobre todo, personas con “padrinos”.
Paso ahora a puntos que guardan relación con mi condición de jubilado, que entiendo justifican la crítica que nos califica como privilegiados. Y, vale aclararlo, son los beneficios que propongo analizar los que sostienen la validez de esas críticas, no el monto que percibimos, por cierto importante.
Estimo que si la Ley 24.018 establece que los magistrados jubilados conservamos el “estado judicial” (fundamento de aquella remuneración) y podemos ser convocados a prestar servicios en las condiciones que allí se fijan (art. 16, inc. “a”), la situación del jubilado no puede diferir de la del magistrado en actividad; sin embargo, hay varias regulaciones que sí la diferencian y que deberían derogarse.
La primera, la regulación del inc. “b” del citado art. 16, según la cual si el cumplimiento de la carga de convocatoria dura más de un mes el haber respectivo se incrementa en un 33 por ciento, al igual que para quienes subrogan un cargo. Al margen de apuntar que ese incremento sólo se justifica –y así fue establecido en su momento– cuando un magistrado o funcionario cubre una sede “suplementaria”, es decir atiende más de una función en simultáneo, cabe subrayar que el jubilado al que se convoca para desempeñar una función no se encuentra en esa situación, por lo que es insostenible esa prebenda.
Es de pública notoriedad la corruptela a la que ha dado lugar ese beneficio; numerosos magistrados se han jubilado para ser convocados, de inmediato y sine die para cubrir el mismo cargo, cobrando durante largo tiempo ese 33 por ciento. Deberíamos poner fin a esa lacra.
El mismo art. 16, inc. “d”, declaraba la incompatibilidad del haber jubilatorio con el ejercicio del comercio, al igual que para quienes permanecen en actividad, pero ese óbice fue vetado (Dec. 2599/91) por sutil –o no tanto– presión de la AMyFJN, de lo que se derivó la posibilidad de ejercicio profesional conjunta con la percepción de la jubilación. No tengo muy claro el punto respecto de otras jurisdicciones, pero la única restricción que aparenta estar vigente es la fijada por el art. 9 de la Ley 23.187 (CPAbCF), que fija un impedimento por dos años desde la jubilación y sólo para el ejercicio en el mismo fuero (lo que además ha sido interpretado incluso desde un criterio territorial; v. gr.: el fuero Penal federal lo sería... sólo en el ámbito de la Cámara respectiva).
No sé, tampoco, porque he mantenido mi matrícula suspendida desde mi jubilación y sólo he escuchado comentarios, si a quien ejerce la profesión de abogado se le reducen los emolumentos jubilatorios (hay quienes hablan del rubro “bloqueo de título”, de relativamente escasa incidencia), pero parecería que ninguno de los que alegremente abogan se queja en ningún sentido.
La objeción al ejercicio profesional no la fundo sólo en los aspectos remuneratorios. Ninguno se engaña acerca de la competencia desleal que en muchos casos representa litigar contra profesionales que hacen gala de su “chapa” y, además, mantienen el estado judicial. A ello cabe añadir la obvia complicación que surge a la hora de pretender que quien tiene un estudio en pleno funcionamiento y actúa incluso en el mismo fuero sea convocado.
En suma, mucha tela para cortar... Las reflexiones y los datos podrían seguir, pero el espacio tiene un límite y prefiero imaginar que maestros como Juan Sasturain al leer el título señalarían más bien referirse a “puntos y bancas”, por lo que mi aspiración es que más pronto que tarde sean los ciudadanos “la banca” y no siga vigente la inversa.
* Juez de Cámara federal, jubilado.
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