Martes, 23 de julio de 2013 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO ¿Será la fatiga la variante más o menos funcional de la depresión? ¿O tal vez los preliminares al orgasmo del no poder levantarse? ¿O quizás el mojarse apenas los pies –o hasta las rodillas o hasta la cintura– en la parte menos honda de la piscina, pero ya fantaseando con internarse en las profundidades, y qué importa si no se sabe nadar? ¿O, por qué no, el principio de una euforia húmeda y bipolar como la de Neddy Merril, aquel nadador náufrago remontando un río de piscinas, en el cuento de John Cheever que Rodríguez nunca leyó, pero yo sí?
En cualquier caso, Rodríguez no dispone de semejantes extensiones y panorámicas. Su posible tránsito acuático empieza y termina en una humilde bañera en la que se hunde hasta el cuello para huir del calor de Barcelona. Desde la sala, le llegan palabras sueltas y flotantes, ahogadas por la voz del televisor. Ha comenzado el Mundial de Natación (a un par de estaciones de metro de su casa) y ya tenemos ocio deportivo y distractivo para un rato, para pensar en cualquier otra cosa que no sea en si uno –aislado bajo una única y sombría palmera– está deprimido o fatigado.
DOS Su esposa –que lo ve a Rodríguez, pero no lo mira– dice: “Mira a esa fulana” (Rodríguez supone que se tratará de alguna chica del equipo de natación sincronizada, tema que obsesiona a su mujer por el reciente culebrón de jóvenes sirenas denunciando a su ex entrenadora histórica por formarlas con disciplina de marines y a base de insultos tipo “No te hagas la estrecha si te has follado a todo lo que se mueve” o “Sal del agua, gorda, vete al psicólogo”). Su hija (perteneciente con orgullo al colectivo de jóvenes europeos que más demoran en emanciparse no sólo porque no pueden sino porque, además, no tienen muchas ganas, digamos) seguramente está enviando alguna foto suya y semidesnuda vía móvil. Y su hijito todavía está en shock por la noticia de la partida del Barça (por motivos de salud) de Tito Vilanova. Rodríguez ya le explicó lo de las enfermedades que van y vuelven. Y su hijo (que ya venía golpeado por el inesperado intercambio de palabras y reproches entre Tito y Pep, ahora que Mourinho ya no funciona como vibrante y consolador Mal Absoluto) lo miró sin atreverse a preguntarle “¿A nosotros también?”. Rodríguez cambió de tema. Un poco. Se puso a hablarle de la fatiga. Y de que meses atrás un grupo de inmunólogos españoles había identificado, por primera vez, ocho moléculas del sistema inmunitario cuya presencia en la sangre puede interpretarse como biomarcador del asunto. Así, la fatiga ya no sería un cuestionado y nebuloso estado de ánimo y podría ser considerado enfermedad legítima reconocible como discapacidad y motivo de baja médica. Lo que, claro, pone ya nerviosos a los patrones. Porque, ¿cuántos españoles de mediana edad hay hoy con síntomas como pocas ganas de levantarse, cansancio continuo, estrés emocional y baja concentración, eh? Su hijito, confundido, le preguntó a Rodríguez quién suplantará a Tito en el banquillo. Y Rodríguez le respondió que no sabe, pero pensó en que le encantaría que fuese Jupp Heynckes, triunfal entrenador del Bayern de Munich al que Guardiola dejó en la calle y, seguramente, por lo menos fatigado. Esto, seguro, abriría un nuevo frente de dialéctica belicista que trascienda al provincialismo nacional del duelo con el Real Madrid y lo elevaría hasta lo continental reafirmando el papel villánico de Alemania ahora, para colmo, con escuadrón a las órdenes de un catalán. Y pensar tanto y en tantas tonterías hace que –de pronto, pero desde hace años– Rodríguez se sienta muy fatigado.
TRES Rodríguez emerge de las aguas y se mira las huellas digitales como de nonagenario por haber pasado demasiado rato ahí dentro. El reflejo que le devuelve el espejo sólo puede ser definido como “Cara de Detroit”. Ahora, desde la sala, los noticiarios informan una vez más sobre si se pedirá moción de censura a Rajoy o no. La tercera de la democracia. Rajoy salió el otro día, volvió a decir “Es falso” leyéndolo de un papel. Y listo. Rubalcaba aparece con aire de patriota preocupado, pero que sigue sin entender que lo de la moción y lo de Bárcenas y lo de los posibles sucesores de Rajoy lo único que producen en el ciudadano medio es un incremento de sus niveles de fatiga política. Después, lo de siempre: últimos despachos de la buena vida de Bárcenas en la cárcel; abucheos a la Familia Real a las entradas y salidas; la noticia de que España ocupa el cuarto puesto en países con mayor cantidad de banqueros millonarios, y jugadores de fútbol cambiando de camiseta a cambio de millones y despidiéndose entre lágrimas y diciendo cosas como “sólo quiero que me quieran”.
CUATRO Rodríguez sólo quiere que no lo desprecien. Lo que no es sencillo. Rodríguez se envuelve en una toalla y llega a la sala. Sus hijos lo contemplan como si se hubiese vuelto loco. Está claro que nunca lo vieron envuelto en una toalla y dando vueltas por ahí, panza al aire. Rodríguez se acuerda de lo que le regaló su mujer para su último cumpleaños (una camiseta donde se lee: Esto no es una panza: es una camiseta con relieve) y contempla a sus hijos con ojos entrecerrados. No hace mucho, por una encuesta, se enteró de que los dos referentes de la juventud española eran Messi y Lady Gaga y que sus “sus ídolos son los artistas y personajes del espectáculo (62,4 por ciento), los futbolistas (46 por ciento) y deportistas en general (34 por ciento), a los que admiran por su belleza física, éxito y fama. Muy pocos consideran personajes de referencia a los escritores (2 por ciento) y mucho menos a los científicos (1,6 por ciento)”. Los políticos –algo es algo– ni siquiera puntúan, aunque todos los encuestados sepan que no hay destino mejor que el de funcionario público, quien –si hay suerte– se fotografiará junto a Messi o a Lady Gaga. Después, enseguida, Rodríguez mira al cielo –al techo– sin saber que me mira a mí pero acaso sospechando algo. La suya –la inquietud de Rodríguez– lejos, muy lejos, está de los planteos frankenstianos que Nathan Zuckerman le hace a su creador Philip Roth al final de un libro titulado Los hechos. Yo no soy Rodríguez ni Rodríguez se parece a mí salvo en el hecho de que –ambos– estamos muy pero muy fatigados, con mucho calor, y con ganas de saltar desde el barco hasta ese iceberg para estar más fresquitos mientras nos alejamos rumbo a nuevos horizontes.
Por suerte, justo cuando Rodríguez va a empezar a hablar solo (a hablarme a mí y a exigirme que, puesto a contarlo, lo cuente a él y no al país donde nació) el cielo se hace pedazos. Truenos y rayos y rayos y centellas. Una de esas tormentas de verano. Y la luz que se corta, se va, y yo que ya no puedo seguir escribiendo a Rodríguez. Y Rodríguez que, curiosamente ligero y liviano, se mete en la cocina y, con una sonrisa fatigada –como de clavadista crepuscular y en picada– se dice: “Me voy a hacer el mejor gin tonic de toda la historia”.
Y se lo hace.
Y se lo bebe como quien traga agua, como quien traga saliva, como quien traga lo que le pongan delante para poder seguir nadando en la oscuridad.
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