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La sortija para un viaje en Globo

 Por Juan Sasturain

Este año, de una revista futbolera, a contramano de las facilidades y el verseo, me pidieron que escribiera algo sobre el Huracán del ’73, del que se cumplían años justos. Mi respuesta fue vaga, amistosa, enredada y muy sentida. Escribí lo que me parecía a partir de demasiadas salvedades (aclaraciones previas que –como su nombre no lo indica– no “salvan” a nadie) y terminé redactando(me) algo que si no era un manual de instrucciones sobre “Cómo ganar la sortija para un viaje en Globo” (sic), tenía algo de mapa de ruta ideológico –si eso existe–, o de recetario acaso inútil para la supervivencia en tiempos no sólo futboleramente desangelados. Quiero volver ahora sobre la idea y sobre aquel texto.

Es que ante cualquier tema o cuestión que se plantee, siempre hay cuestiones previas. Quiero decir: para hablar de cosas que nos gustan, para hablar del Huracán del ’73, o del benteveo, o de Floreal Ruiz con Troilo en los ’40, o del tardío Soñar, soñar de Favio, o de Wimpi en la radio, de Locche en el ring, o de La mujer sentada en todos lados y en ninguno, de Copi, o del Gordo Cooke –para ir más lejos–, primero hay que subirse a su hombro, a su barco, a su rama, a su sueño, a su mundo personal. Mejor o simplemente dicho: para ganar la sortija primero hay que estar subido a la calesita.

Ejemplo del pajarito: los pibes, los enamorados, los ornitólogos y los embalsamadores miran / han mirado y escuchan / han escuchado al mismo benteveo. Pero no me vas a comparar lo que hacen con él o lo que queda del pajarito, respectivamente, en la rama, la oreja, el alma, la jaulita o la repisa. Entre subirse al árbol para respirar el aire y ver de cerca las hojitas contiguas al bicho, y mirar de abajo con un sombrero para que no se te desgracie encima; entre recortar la foto del libro o bajar el video de sus gorjeos de YouTube, hay distancias de experiencia.

De otra manera y mejor dicho y ejemplificado: podés ser incluso la mamá del nene que gira, o ser el fabricante del caballito o el dueño de la cadena de calesitas de la ciudad, pero para ganarte la sortija tenés que subirte al vértigo y apuntar con el dedo afilado y los ojos cerrados del arquero zen.

En el caso particular que se planteaba, el del Huracán del ’73, la sortija, el premio, era y es la comprensión, la iluminación del mito que sigue hablándole al presente. Y el disfrute compartido (con partido), claro. El mito no es una mentira sino un cuento social y personalmente saludable y ejemplar que sirve para pensar(se), soñar(se), imaginar(se). El mito va por senderos de comprensión y explicación diferentes de los de la Historia y la puta estadística. Enseña e ilumina desde otro lado. Su hábitat es la memoria, hija y madre de la identidad y prima no política de la necesaria alegría, amiga del juego y única condición de posibilidad de lo pleno humano.

El Huracán del ‘73 es hoy todavía, como La Máquina, como el Independiente que terminaba con Grillo y Cruz, como el efímero terceto de Lima ‘57, como Los Matadores de Tim en sus dos versiones, como el jogo bonito del River de Didí, como Los Albañiles, como el Rojo del Bocha y el Argentinos del Bichi, un mito futbolero argentino no negociable.

Y se revive, como buen mito, en la repetición casi ritual. De nombres, de roles, de etiquetas ayudamemoria. No es casual que, como en todos o casi todos los otros casos mencionados, se trata de una formación, de un equipo, pero que la referencia que lo identifica, el subrayado esté (desde fines de los ’60) en el banco de conducción y, desde siempre, en ciertos pobladores de la cancha del medio para adelante.

En el caso del Huracán del ’73, se dice –en el concepto– el equipo “de Menotti”, y en la memoria sensual se menciona la “delantera” todavía completa, recitable del siete al once: Houseman, Brindisi, Avallay, Babington y Larrosa. Incluso se ponían siempre así para la foto. De derecha a izquierda, una progresión del calor al frío, de la locura al raciocinio, de la explosión al equilibrio.

No vamos a hablar de las consabidas virtudes del incómodo René, del precoz Miguelito, del sabio Inglés, del Larrosa de perfil bajísimo o de Roque, el velocista que una vez frenó para pensar. Pero si uno mira para atrás en la cancha y para arriba en la foto, hay cuatro nombres más que el mito conserva de frente y de perfil: de frente y literalmente encolumnados, Russo en el medio laburante y Basile en el fondo pechador; de perfil por izquierda, en la cancha y en la foto, Carrascosa, callado y de únicos bigotes. Por derecha, lisito y tan uruguayo, Chabay. Por razones que sólo el devenir del mito puede explicar, el arquero Rigante y el central Buglione –que me perdonen la burrada los quemeros– se desdibujan para el mitómano foráneo. Incluso Cejas, el Chocolate Baley y Paolino el fugaz, que vino de Racing, calzan más y mejor en esos espacios míticos. Como Ardiles, que llegó tarde o cuando por poquito no alcanzó. Que así es la historia.

El Flaco Menotti –como pasa con Didí, el peruano adoptivo, o con Tim, el sabio de la manta corta– figura y da carácter al mito no por lo que (im)pone sino por lo que deja (jugar). Se supondría que con su concepción del juego primordial y del protagonismo de los jugadores no debería estar su nombre en memorable primera fila (¿quién “dirigía” La Máquina?, ¿qué le decía Stábile a Grillo, o a Maschio, Angelillo y Sívori, en el vestuario?). Pero sí debe estar, y con justicia histórica y poética, ya que el Flaco es, en perspectiva, un puntual Restaurador de las Formas –menos viejo Rosas que futuro Guardiola– tras el desastre futbolero institucionalizado de la inmediata transición entre décadas: clubes campeones mundiales de modelo utilitario y selecciones confundidas. Y eso vale, hasta hoy. O sobre todo hoy, en el páramo.

Uno podía y puede ganarse un viaje en calesita, otra vuelta en los autitos chocadores o toda la torta para reinvertir en El Estanciero. Pero si uno quiere ganarse la sortija válida para un viaje en Globo, tiene que animarse a volar.

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