Viernes, 1 de noviembre de 2013 | Hoy
Por Juan Forn
Hay un cuento de Kafka en que un escritor japonés es el máximo candidato a recibir el premio literario más importante del mundo pero, año tras año, es sistemáticamente relegado, a pesar de sus esfuerzos cada vez mayores por obtenerlo, que incluyen imitar a otros autores (por ejemplo, a un sueco autor de una exitosísima saga protagonizada por una chica que asesina villanos) e incluso copiar sus propias obras tempranas, cuando era feliz e indocumentado, y escribía sin pensar en otra satisfacción que llevar a buen puerto la historia que estaba contando. Los años se van sucediendo y el escritor japonés deforma cada vez más su estilo y su obra hasta que ya no tiene nada que ver con lo que era originalmente, momento en que obtiene por fin el tan ansiado premio, que no es otra cosa que un espejo.
Mentira: Kafka jamás escribió ese cuento. Pero el japonés Haruki Murakami, después de perder una vez más el Nobel hace dos semanas, publicó en el New Yorker un cuento titulado “Samsa enamorado”. Como todo el universo sabe, el protagonista de La metamorfosis de Kafka se llama Gregor Samsa (en los primeros borradores, su autor era aun más autobiográfico: lo llamaba Karl Samsa). Todos conocemos de memoria su inmortal comienzo: esa mañana en que, al despertar de un sueño agitado, el pobre Samsa descubre que se ha convertido en un monstruoso insecto. Y ese momento terrible del final, cuando Samsa trata de acercarse a su madre y su hermana y es tal la repulsión que le provoca a su amada hermana, que ésta prefiere soltar a la madre con tal de mantener la distancia con el monstruoso insecto: ese momento en que Samsa comprende que su familia le está pidiendo que los libere de él, y vuelve mansamente a su cuarto a dejarse morir.
En ese cuarto empieza el cuento de Murakami. En ese cuarto sin muebles y lleno de mugre, con la ventana tapiada y la puerta sorprendentemente abierta, despierta una mañana un insecto devenido humano. Así empieza el cuento de Murakami: “Al despertar descubrió que había experimentado una metamorfosis y se había convertido en Gregor Samsa”. A continuación, el protagonista se sorprende grandemente de sus manos y sus piernas humanas (“¡sólo dos de cada!”, comenta el narrador entre paréntesis), de su piel blanda, sin caparazón protector, sin armas de ataque o defensa, de ahí pasa a responder a sus necesidades más urgentes, y después de devorar a manos llenas el desayuno que encuentra servido en el comedor descubre que tiene frío y elige para cubrirse un camisón que encuentra en uno de los dormitorios (permítanme acá una frase de Kafka, el hombre que sentía que si no escribía era un insecto, para su familia y para el mundo: “La vista del lecho conyugal de mis padres, de las sábanas usadas y los camisones tirados encima, me impresiona hasta la náusea”).
Entonces suena el timbre. En camisón, Samsa abre. ¿Pidieron un cerrajero?, dice una mujer jorobada y se abre paso y llega hasta la puerta del cuarto de Samsa y se arrodilla frente a la cerradura y mientras trabaja en ella le pregunta a Samsa dónde está el resto de la familia, ¿no vieron los tanques por las calles?, están deteniendo gente, mejor no salir, por eso vino ella en lugar de sus hermanos, porque a una jorobada no la van a detener si la ven por la calle, ¿y por qué tamaña cerradura en un cuarto que no tiene nada adentro?, pregunta la jorobada, con Samsa de pie a su espalda, y entonces gira y descubre la tremenda erección que asoma debajo del camisón, y se mosquea (“¿Ves de atrás a una jorobada en cuclillas y crees que tienes derecho a cogértela?”), pero entiende que Samsa es medio “lento”, que no tiene mala intención, y le dice que volverá en unos días con el cerrojo arreglado, y se va. Samsa vuelve al comedor, se sienta en una silla, mira alrededor, se pregunta qué significarán las palabras “familia”, “tanques”, “deteniendo gente”, “cogértela”. Todo es un misterio para él, salvo el anhelo de volver a ver a esa jorobada “y a su lado descifrar los enigmas del mundo”.
Así termina su cuento Murakami. Si hubiera sido mínimamente más explícito con los tanques (en Checoslovaquia entraron dos veces los tanques rusos: al final de la guerra y en 1968, para terminar con la primavera de Praga), el final de su cuento sería atronador: el judío Samsa sobrevive a los nazis encerrado en ese cuarto (recuérdese que las hermanas de Kafka murieron en Ravenbruck y Auschwitz) y se vuelve humano y sale de su encierro cuando termina la guerra. Pero Murakami prefiere concentrarse en la fabulita del insecto devenido humano (“¡Tengo manos! ¡Tengo hambre! ¡Tengo una erección! ¡Tengo novia!”). A diferencia de todos los lectores del mundo, Murakami no ve a Kafka en Samsa. Hoy sabemos que Kafka empezó a escribir La metamorfosis un domingo; tres días antes había sido el día más feliz de su vida: la mujer amada le había hablado de tú por primera vez, pero desde entonces ni una carta de ella. Kafka espera en cama ese domingo, no se ha levantado, oye a la familia desa-yunar y luego almorzar en el comedor, por la tarde le escribe a Felice que se siente insignificante: “A menudo dudo de que sea una persona. Si no escribiera yacería en el piso, digno de ser barrido”. Uno tiende a pensar que la familia no lo hubiera barrido sino respirado aliviada, si Kafka dejaba de escribir (y la mujer amada lo mismo), pero Kafka pasa las siguientes veintiséis noches escribiendo La metamorfosis. En el momento culminante del cuento, la amada hermana de Samsa dice de pronto: “Tenemos que librarnos de él”, y se corrige: “Tenemos que librarnos de eso”. Es una de esas catástrofes que Kafka sabe hacer ocurrir dentro de una sílaba, uno de esos milagros de estilo que son su marca de fábrica (tiempo después le diría a Gustav Janouch, en una de sus caminatas por Praga: “Era una historia sobre las verrugas de mi familia, yo la más grande”).
Cuando se publicó La metamorfosis, pocos meses más tarde, el Prager Tagblatt se escandalizó tanto que publicó un textito titulado “La remetamorfosis de Gregor Samsa”, donde un insecto hacía el trayecto inverso, desde el basural hasta la cama en la que despertaba convertido en humano. El cuentito terminaba en el lugar justo donde Murakami empieza el suyo. El autor era un joven poeta tísico llamado Karl Müller, que vivía miserablemente en una buhardilla y firmaba con el seudónimo Karl Brand. La reacción que produjo el relato del joven Brand estuvo en las antípodas de su propósito cándidamente humanista. Un mar de cartas llegó al Tagblatt: eran lectores que no tenían noticia del relato de Kafka y que consideraban deleznable que, en las páginas de su diario, un insecto se convirtiera en humano.
Permítanme agregar que el Prager Tagblatt cerró sus puertas en 1939, cuando los nazis entraron en Checoslovaquia, y que casi todos sus cultos lectores judíos de lengua alemana estaban muertos la mañana de 1945 en que terminó la guerra, esa mañana en que un insecto descubrió al despertar, en un cuarto vacío de muebles y lleno de mugre, que una metamorfosis lo había convertido en Gregor Samsa.
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