CONTRATAPA

Pasaportes: ficción, quimera y realidad

Por Jack Fuchs *

Durante los últimos años, y con mayor intensidad a partir del fracaso del gobierno de la Alianza, se ha desatado una verdadera fiebre en pos de obtener pasaportes europeos, lo que implica un larguísimo trámite de nacionalización, un “espléndido” intercambio con las prescripciones y métodos de las más diversas burocracias. He visto publicidades de gestorías que asesoran y activan los expedientes, que en el caso de algunas representaciones consulares, por ejemplo la española o la italiana, suelen ser gestiones que duran aproximadamente tres años. Otras, no ya europeas pero sí primermundistas, como Canadá, antes de otorgar nacionalidad o permiso de residencia obligan al postulante a pasar una prueba durísima en la que van asignándosele créditos y puntajes según las características del “currículum vitae” en cuestión. Este delirio colectivo acerca de la garantía de otra nacionalidad, de otro pasaporte, merecería estudios exhaustivos y quizá los especialistas contemporáneos, antropólogos, sociólogos, psicoanalistas o asistentes sociales tengan mucho que decir al respecto. Yo voy a limitarme a tres o cuatro ideas, modestas, que sólo proceden de la observación y la experiencia.
Se me ocurre comenzar con una pregunta obvia: ¿quién desespera tanto por su nuevo pasaporte? La mayoría son hijos o nietos de europeos, hijos y nietos de la clase media argentina, hijos y nietos de las grandes oleadas inmigratorias, de la clase media que construyó un destino en el país, la trama social profunda que dio forma a buena parte de las particularidades de la vida argentina, de sus ciudades y cultura. Los sectores más empobrecidos y marginales, lo que queda del proletariado industrial, de los trabajadores del campo, y los más necesitados, los que sobreviven en la ruina de la Argentina próspera, los nuevos hambrientos, aun cuando quisieran irse no tienen cómo hacerlo, no se lo formulan como posibilidad. El mundo, entre ellos, acaba en la inmediatez de la experiencia, en la rutina del trabajo, mientras haya, en el hábito de la caridad, en la frontera material, física, de un carrito empujado a mano al anochecer, entre cartones y desperdicios.
La segunda pregunta pertenece también al sentido común: ¿Y por qué quieren pasaporte nuevo los que lo quieren? En la conversación, constato una respuesta más o menos extendida: “Por si acaso”. Y entonces vuelvo a preguntar: ¿Qué, qué puede ocurrir? ¿Otra dictadura? ¿Riesgo de muerte? ¿Una guerra? ¿Otra vez Malvinas? ¿Que se profundice la crisis y el hambre se extienda? Con los años aprendí que en situaciones así sólo se salva una pequeña minoría. Los hombres, porque éste es un asunto verdaderamente humano, quedan expuestos, sometidos al desastre. Los hombres, creo, tenemos muy pocas posibilidades de escapar a la catástrofe que entre nosotros, si hay un nosotros, preparamos trabajosa y fatalmente. La minoría de la que hablo es hija de la suerte o responde, a pesar de todas las explicaciones que busca, a la determinación simple del “sálvese quien pueda”. Los medios económicos, la inserción más confortable en el medio social y una mayor información acerca de los “posibles peligros” suelen ser instrumentos aptos, además del azar, cuando las papas queman. En Europa, durante el ascenso del nazismo, algunos sectores de la burguesía judía de las grandes ciudades estuvieron en mejores condiciones para salir que el artesanado, los trabajadores y los pequeños comerciantes de los barrios y poblaciones judías pobres.
Debe haber también, me digo, razones históricas, repeticiones de lo que los psicoanalistas llaman “la novela familiar”. La idea, confusa, velada, de que si mi abuelito se libró de lo peor gracias a un pasaporte, yo mismo, 60 o 70 años después, puedo verme envuelto en la misma experiencia. Puedo repetir a los españoles que llegaron acá huyendo de la pobreza y la guerra civil, a los italianos que pudieron librarse del fascismo, a loseuropeos del este que escaparon de las guerras y los pogroms, de la miseria y el encierro; puedo ser uno más de los 6 o 7 millones de polacos que viven fuera de Polonia, que en Chicago y sus suburbios suman más que en Varsovia, aunque ahora en dirección opuesta.
Tengo la impresión de que el pasaporte del que hablo convoca sobre todo un conjunto de ilusiones, de ensoñaciones y creencias. En los tiempos que corren, con dinero se puede vivir en cualquier país del mundo. Es una protección, una garantía mucho mayor que la del pasaporte. Quizá siempre lo haya sido, pero tengo la impresión de que en esta época (que nos acostumbró a la obscenidad de la televisión mostrando cadáveres de magrebíes que flotan en las costas españolas o los cuerpos de 60 africanos apátridas ocultos y asfixiados en el acoplado de un camión que se dirige a Marsella) lo es mucho más, muchísimo más. Una tarjeta de crédito tiene mucho más valor, desde ya, que cualquier pasaporte al que se aspire. En los ‘70, los que tuvieron que ir al exilio, en buena medida, necesitaban de verdad salvar el pellejo; hoy, basta con el plástico dorado en la billetera.
Los poderes públicos, la información y la fuerza de los hechos, quieren convencernos de que vivimos en un mundo “globalizado”. No sé qué significa esto. Sigo pensando a partir de las diferencias que me rodean, no sólo entre países ricos y pobres sino también en las enormes desigualdades entre regiones, provincias y ciudades de un mismo país. Cuando se pone foco en el contraste brutal entre Libertador y Fuerte Apache, entre Belgrano R y Ciudad Oculta: ¿De qué sirve un pasaporte que autoriza a vivir en París, Madrid o Roma? El pasaporte no garantiza nada. Tenerlo “por las dudas” es una falacia que no contempla las circunstancias de cerca, porque las circunstancias, esto es lo propio de ellas, pueden cambiar de un momento a otro. Pero los argentinos midle class quieren tranquilizarse, apaciguar la intuición de una catástrofe inminente, serenar su espíritu de buenos y correctos ciudadanos, siempre dispuestos a huir para darles a sus hijos un futuro promisorio. El pasaporte extranjero, para ellos, es la mercancía del porvenir, el bien sagrado del progreso y la conservación.
Pero la fantasmagoría del pasaporte es correlativa de otra, quizá mayor: la de vivir afuera. La creencia de que afuera se resuelven, más tarde o más temprano, todos los males. Vivir pendiente del pasaporte, de tener en regla los papeles, de salir, es una farsa insensata que limita con rasgos del peor dramatismo: la ficción de las garantías, el mito de que cualquier otra ciudad es mejor, la quimera de la felicidad a la vuelta de la esquina. La experiencia del desarraigo, del éxodo contemporáneo está acechada de angustias y dolores, de pérdida y melancolía. En esta época ¿qué país ofrece, como se cree, garantías de futuro? ¿Dónde encontrar la seguridad que se busca? Los abuelos vinieron aquí a sus 20 años y fundaron un horizonte; los nietos, que ahora tienen 20 años, buscan futuro en los países que dejaron los abuelos. Una ecuación muy sencilla me lleva a preguntar: ¿no se revertirá otra vez la historia en su próximo giro, con los nietos de estos nietos? Regresar al continente que durante el último siglo produjo millones y millones de muertos, ideologías extremas y totalitarias, que sigue produciéndolos, el continente que inventó la guillotina y la transformó después en una cámara de gas, ese continente, que parece ahora la tierra prometida, el paraíso real; pero si la desesperación por este instrumento que nos autoriza a “pasar la puerta”, a entrar en el pórtico de los paraísos actuales resulta, como digo, una ensoñación de la vanidad, una ilusión de bienestar, es porque también lo son los jardines y rosas que promete.

* Escritor y docente. Sobreviviente de Auschwitz.

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