Sábado, 25 de enero de 2014 | Hoy
Por Sandra Russo
Cuando se habla de movilidad social ascendente, lo más probable es que uno piense en alguien que accede al primer auto, o en alguien que pasa del usado al cero kilómetro, en esa medida extraña e involuntaria que hace que confluyan en esa idea los sueños que impregnó en el inconsciente colectivo la industria automotriz. El techo propio y el auto fueron desde el surgimiento mismo de la clase media, en el siglo XX, los elementos constitutivos de una identidad.
Si uno lo piensa un poco más, cuando comenzaron a aplicarse las políticas del Consenso de Washington y sus razzias sociales expulsivas, recordará otros ejemplos de movilidad social ascendente en otra franja social, la de los que se salvaban. Aquella etapa tuvo ese rasgo: la mayoría corría el riesgo de ser excluida, pero los que se salvaban lo hacían en grande. En los ’90, un sector al que las revistas de actualidad le dieron gran visibilidad accedió al lujo. Vaya si aquel diseño social que propició el neoliberalismo no era binario. Los últimos informes sobre desigualdad, como el que dio a conocer en Davos esta semana la ONG Oxfam, traduce esa verdadera polarización tan finamente invisibilizada. Pobres o ricos, y muy poco en el medio.
Lo que reflejaban aquellas revistas de actualidad en los ’90 era la puntual movilidad social ascendente de ese período: eran tan pocos los que ascendían que casi todos merecían al menos una doble página a todo color. Eran los nuevos ricos menemistas, siempre tan afectos a Versace, los que mostraban sus casas, sus perros, sus sillones, sus cuadros, sus piletas, sus hijos, sus vestidores, y no faltó el juez que mostró su placard y se delató.
Eso no irritaba. O si lo hacía, esa irritación no era pública. Eso era tendencia. Los ganadores del modelo neoliberal no tenían empacho, ni restricción cultural ni política, ni pudor ni problema en exhibir su propia movilidad social ascendente. A grandes rasgos, aquella fue una gran operación simbólica, que duró muchos años: el modelo y los medios afines sacaban a la luz pública –adjetivada siempre con pueril admiración en los epígrafes y las notas breves que acompañaban a las fotografías– esas raras vidas ejemplares que se le proponían a la clase media, que era la que consumía esos productos. Era aspiracional. Era también un modo de imprimir en la conciencia de ese sector que después de 2001 quedó del otro lado, la chance falaz de llegar a ser como uno de esos nuevos ricos cuyas mujeres usaban mucho dorado y animal print.
El programa Progresar que fue anunciado por la Presidenta esta semana se vincula con la movilidad social ascendente desde otra perspectiva, una sin antecedentes. Porque arranca mucho más abajo que el auto usado que se cambia por el cero kilómetro. Pone el foco en una franja de esta sociedad a la que el Estado nunca le dirigió una política específica, salvo para hundirla más. Y lo primero que hay que marcar acerca de ese millón y medio de jóvenes de entre 18 y 24 años que hoy no estudian ni trabajan, es que los pone en una situación de ciudadanía. El Estado los mira y les dice: esto es para vos, a cambio de que estudies.
La presencia en el acto del nuevo titular de la Sedronar, el sacerdote Juan Carlos Molina, y también la de las Madres del Paco y las Madres del Dolor, da un paneo de las problemáticas que envuelven a esa franja de jóvenes que si son “hijos del neoliberalismo”, como dijo en el acto CFK, es porque han nacido en familias en cuyas cadenas generacionales, desde hace treinta años, nunca existió un empleo decente, un derecho respetado, escolaridad, salud, aspiraciones, metas o cuidados. Esa franja de jóvenes no está “descarriada” porque nunca en su vida hubo un carril al que pudiera asirse. Si se habla de ellos es por cosas puntuales: o por sus vínculos con el delito o por sus vínculos con la droga, que en general son una sola y misma cosa.
La medida llega, además, en un momento en el que es necesario romper con urgencia el tejido que le ofrecen a esa franja de jóvenes sin horizonte las bandas de narcos que en varias provincias le pelean el territorio al Estado. Hay ciudades como Rosario en las que en 22 días hubo 21 homicidios, muchos de ellos vinculados con ajustes de cuentas narcos, y es increíble que esos temas no sean abordados desde la temática tan insistente de “la inseguridad”. Pero más allá de esa agenda política alterada, lo necesario es entender que los primeros que están inseguros, en el origen de esa cadena de violencia, son los jóvenes que no tienen ninguna herramienta para pensarse a sí mismos siendo otros, siendo mejores, viviendo en paz con sus afectos, convirtiéndose en alguien con nombre y apellido, no con prontuario. Gran parte de esa franja de jóvenes ya nacen prontuariados.
El nombre del programa, que alude explícitamente al progreso, les comunica también que están adentro de un sistema que les dirige una política por lo menos para que puedan optar. Que a eso, el progreso, al espíritu de la clase media que siempre quedó cuatro o cinco escalones más arriba de la base de fango en la que ellos viven, también pueden acceder. Y de paso, nos propone cambiar la mirada a todos, y asimilar la idea de que la movilidad social ascendente, en una sociedad que demanda vivir más tranquila, es algo que hay que romper como cliché, porque para que sea verdadera debe empezar por esa parte de abajo, por debajo de todo.
El movimiento es doble, porque la soga tiene dos extremos. No hay que ser psicólogo para entender que si la vida vale algo, no se arriesga. Este es un mensaje posible: decirles, a través de un hecho político, que son visibles, que forman parte, que hay una salida, que si quieren pueden ser como cualquier otro. Esto no muchas veces se ha asociado con la movilidad social ascendente, pero si uno lo piensa un poco, sin políticas como ésta, focalizadas en lo profundo de la deuda que esta sociedad tiene con algunos de sus sectores, la igualdad de oportunidades es y ha sido solamente una manera de decir, un giro retórico o una frase que en cualquier discurso queda bien.
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