CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

De la bostería original

 Por Juan Sasturain

A la memoria de Julio Elías Musimessi
(1924-1996)

En estos días me convocaron a escribir algo sobre la experiencia de la condición bostera. Y acepté con machucadas ganas: como pasa con los poemas de amor, sólo se suele escribir (bien) en la mala, desde la pérdida, el desconcierto o la nostalgia... Algo de eso hay, supongo. Por eso voy a hacer apenas dos referencias iniciales: el descubrimiento de la identidad y la adquisición / imposición de los colores.

En mi caso, los primeros recuerdos absolutos son de y en Médanos, un pueblo chiquito al sur de Bahía Blanca, camino de Patagones, que a fines de los años ’40 era algo parecido a los caseríos del Far West: volaban los cardos rusos por las calles de tierra y el tren era el acontecimiento diario y cercano. Tenía tres años apenas cuando, de regreso del baldío contiguo a mi casa –donde paraban los circos– les pregunté a mis jóvenes viejos, buscando información acerca de un tema sobre el que había sido interpelado por pibes más grandes: ¿Yo, de qué cuadro* soy? Literal. En casa somos de Boca, me dijeron. Entonces yo también, dije yo. Y así fue: no me hice, sino que fui, porque en casa eran.

Se puede llegar a suponer que en el comienzo de la pregunta original está elidido y tácito el vocablo hincha: ¿Yo (hincha), de qué cuadro soy? No estoy tan seguro: me parece que la construcción latina de genitivo (ser de) tiene un valor absoluto y es un signo de pertenencia anterior y más amplio que la relación que establece o supone la liviana condición de simpatizante. Está mucho más cerca de asentar el mismo resultado objetivo que pide la pregunta de dónde sos, respecto del origen o la ubicación geográfica. Es decir: ser de Boca –como ser de Pergamino o ser de Chubut– es un posesivo (pertenezco a), un partitivo (soy parte de) y una marca de origen. Todo a la vez.

Visto en perspectiva, además, de qué cuadro sos era por entonces, entre los pibes, la segunda pregunta después de cómo te llamás. Y el contenido de ambas respuestas no era algo que uno elegía sino –al menos en mi casa y mi caso– algo de lo que uno se enteraba y asumía sin cuestionar. La idea de la continuidad natural predeterminada está asociada en lo personal y en los dos casos (llamarse y ser de) a la poderosa vía paterna: me llamo Juan como mi viejo, sin siquiera otro nombre diferenciador, y la respuesta En casa somos de Boca fue un eufemismo: en realidad (sólo), mi papá era de Boca.

Ni mi madre ni mi hermana mayor contaban en ese terreno, ya que el fútbol era cosa de varones. Con los años asomaría, leve, la contradicción que tanta pasiva neutralidad enmascaraba: mi vieja había sido / era de River, desde la época de Bernabé la Fiera (sic) –coincidentes con sus veinte años a principios de los ’30– cuando su prolongado status de novia aún le daba la posibilidad de otras referencias masculinas poderosas y simultáneas, como sus hermanos varones, por ejemplo. Con el matrimonio, como en tantas cosas, se allanó –no sin fricciones– a gustos, hábitos y manías del tipo dominante que quería y la quería, y que le había tocado para siempre al lado. Y puesta a elegir, optaba por preferir que pasara lo que tenía a su marido contento. Y más cuando se sumó el nene. Algo de eso hay.

Aparte, hay que tener en cuenta algo raro de pensar, pero que vale la pena. Mi viejo nació con el fútbol recién convertido en (parte del) espectáculo, quiere decir que pertenecía a la primera generación de argentinos que fueron hinchas de equipos a los que no veían jugar, de los que se enteraban por los medios: diarios, revistas y la radio ocasional. Nacido en el ’10, en Lobería, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, mi viejo nunca salió de ahí –nadie lo hacía ni lo necesitaba– hasta su juventud, en los años ’‘30. Y poco. Jugaba al fútbol desde chico con otros chicos y, como todos los pibes argentinos, tenían sus equipos a los que ponían nombres sacados de los medios, y veía las fotos, leía en el diario las noticias sobre Alumni, Racing, los equipos uruguayos –ya Nacional y Peñarol– y entre otros, Boca Juniors. Muy probablemente, como tantos, se hizo (definitivamente) de Boca –hijo de inmigrantes, huérfano de padre desde los once, con mujeres arriba y al lado: nadie era de nada– recién a los quince años, tras la gloriosa gira europea de 1925. Y todo por los diarios y las revistas. Y después la radio, claro.

Otro aparte: la expresión hacerse de era / es de uso común entre nosotros los argentinos para muchas cosas, pero yo subrayaría tres ítems: religión / política / fútbol, como fuertes lugares de definición identitaria, por lo menos hasta los setenta y entre los consabidos varoncitos. Hoy en día, probablemente, sólo la identidad sexual ha cobrado una importancia de definición equivalente o superadora. Todo un tema.

Así, el frecuente discurso descriptivo respecto del proceso vivido por cada uno contrapone el ser como estado de cosas dado, al hacerse como espacio de decisión individual recortado sobre ese fondo: “En casa eran católicos / peronistas / de San Lorenzo / y yo me hice ateo / trosko / de Huracán”. “En casa eran de Newell’s pero mi tío me hizo de Central” o “me hice de River porque empecé a ir a la cancha con Cacho, que era”; “me hice de Gimnasia cuando fui a estudiar a La Plata”, etcétera.

Futboleramente hablando, había tres posibilidades: que no hubiera un ser fuerte en el contexto de crecimiento –difícil que salga un chico futbolero de familia que no lo es– y uno no se hiciera de nadie; que hubiera un ser dominante que lo involucrara y lo incorporase naturalmente al redil; que hubiera un ser dominante que lo hiciera rebotar y hacerse de otra cosa. En fin, obviedades: a mí me tocó –familiar, psicológicamente– el segundo caso.

Y esas identidades que se adquieren en la niñez no son éticamente negociables sin altos costos, desgarros interiores y descrédito hacia afuera: es sabido que podemos cambiar de religión, de pareja, de partido político con coherencia y jactanciosa declaración de autenticidad. Incluso, hoy, salir del placard entre aplausos. No podemos, en cambio, cambiar de identidad futbolera sin el consabido abucheo, el cínico reconocimiento de ser una persona sin códigos. Habrá que volver sobre eso. Pero no ahora.

Lo que quiero finalmente es puntuar, en tiempo y espacio, un acto apenas separado de aquel anterior que fundó mi identidad, por un añito largo a más tardar: para finales de la primavera del ’49 –tenía cuatro años recién cumplidos– el viento seguía barriendo las calles de tierra de Médanos y hacía temblar la voz en las radios saturadas de descargas que hablaban de lejanos partidos y de la verde gramilla de la mítica Bombonera testigo de desastre tras desastre. Con Boca al borde del descenso –llegó a la última fecha solo abajo– y mi padre al borde del colapso, el Xeneize le ganó de local a Lanús, rival directo, y zafó como nunca antes ni después. Cosa de locos.

Ese lunes –cábala, exorcismo o promesa–, mi viejo me compró la primera camiseta. Y me la puso. Lo supe siempre por leyenda familiar, pero lo tuve en claro por evidencia material muchos años después, cuando murió mi vieja en los ’90 y encontré –entre cartas y boletos viejos– la camisetita de piqué con escote en ve y manchas de aceite –probablemente Ricoltore– porque no me la sacaba ni para dormir ni menos para comer los salvajes huevos fritos de un tiempo sin hígado aparente, un privilegio más de los únicos privilegiados de la época.

Es decir: en el origen soy bostero por mandato. Soy, no me hice. Y a la azul y oro no me la puse, sino que me la pusieron. Bien podrían estar estos profanos certificados de pertenencia extendidos sin ceremonia en la niñez familiar, en el mismo sobre que conserva los boletines de calificaciones, la estampita de la comunión y las tres dosis de la vacuna contra la polio.

De casi todo aquello, creemos haber zafado. De la condición bostera, irremediablemente, jamás.

* Cuadro –por equipo, por team– es hoy una expresión en desuso en el coloquial. Sólo asoma en el discurso periodístico necesitado de sinónimos. Famosamente, el arquero chaqueño Julio Elías “El Gato” Musimessi, “El guardavalla cantor” -–mediados de los ’50, campeón en el ’54– cantaba muy bien entonado en el estribillo de su chamamé Viva Boca: “Dale Boca, viva Boca / el cuadrito de mi amor...”. Qué bárbaro, cómo cantábamos los pibes, qué maravillosa grasada.

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