Martes, 25 de febrero de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Rodríguez busca algo, no sabe qué; pero está seguro de que algo se le ha perdido. Así es la vida: medio desnudos, en el centro de la noche, de pie frente al refrigerador, preguntándonos cómo llegamos allí y para qué. Pero en realidad la vida es así a todas horas. Vivimos perdimos y, sin duda pero dudando, otra de las cosas que distinguen al hombre del resto de los animales es esa sensación tan sofisticada, todo el tiempo, de haber perdido un algo de todo sin saber muy bien qué. Y de salir en su búsqueda.
DOS Así, enseguida, Rodríguez se sienta frente a su pantalla doméstica con unas ganas imposibles de disimular el perder tantas cosas. Pero uno no puede perder por elección, el acto de perder no se encuentra sino que nos encuentra. Y –paradoja– el querer perder algo con mucha fuerza y pasión no significa otra cosa que encontrarlo todo el tiempo en el recuerdo. Así que, resignado, Rodríguez hace listas. Siempre las hizo, es una de sus características, le gusta creer que aquellos que se la pasan haciendo listas pertenecen a la especie de los listos. Rodríguez hace listas de cosas que le gustaría perder y poder preguntarse sin demasiadas ganas dónde estarán y darlas por perdidas. Ejercer el derecho al acto de perder como vicio adictivo, como verdadera perdición. La necesidad de saber no saber dónde están. Cosas sueltas: las flamígeras e inflamables videopostales desde Kiev, mezcla de cuadro de Bosch y de escenas de Mad Max confirmando, como decía Kurt Vonnegut, que todavía estamos en la Edad Media; los millones escandalosos por el fichaje de Neymar y la posible imputación del confuso y confundido Barça; el detalle de la declaración de la imputada infanta Cristina (los cientos y cientos de “no me acuerdo” y “no me consta”, como si escenificara una antivariación de Anastasia, donde jura no recordar nada); las páginas y páginas sobre la compra de WhatsApp por esa Facebook a la que un reciente informe de Princeton daba por muerta hace unas semanas y que ahora vuelve a ser la Dueña del Mundo y propietaria de data personal de millones de incautos que se pierden día a día ahí dentro; las cuentas en Suiza de políticos con currículos donde se encuentran títulos que nunca tuvieron o trabajos que jamás ejercieron y que, oh, las habían dado por perdidas desde hace años y ya ni se acordaban de ellas; los sucesivos ensayos del fin de ETA a cargo de una ETA infinita; la incesante búsqueda del cuerpo muerto de la pobre Marta de Castillo, ahora, agotadas las posibilidades físicogeográficas, adentrándose en la memoria de su asesino vía suero de la verdad y pruebas à la naranja y mecánico Método Ludovico; los preparativos dispuestos y la entrega absoluta de una casi orgásmica Barcelona a una nueva edición del (¡Viene Zuckerberg! ¡75.000 visitantes! ¡Ahhh!) del Mobile World Phone donde presentar las “nuevas tendencias telefónicas” para alegría de tantos que sólo quieren cambiar el aparatito que acaban de cambiar y que todavía recuerdan a Lost (esa serie cuya trama de varios años puede reducirse sin dificultad a ciento cuarenta caracteres) como la cumbre más alta del pensamiento filosófico-místico jamás alcanzado por el hombre. Todo esto y mucho más. Tantas más cosas a perder de las que ahora Rodríguez no se acuerda bien dónde las dejó, pero que, lo sabe, está seguro, andan por ahí, cerca, debajo de camas y de sillones o en los estantes más altos y más que dispuestas a morderte los tobillos o a caer sobre tu cabeza cuando menos lo esperas, siempre.
TRES Pero la cosa perdida es mucho más grave (y mucho más grande) que esas pequeñeces que uno juraba están en el bolsillo ese y resulta que reaparecen, como por arte de magia, en el cajón aquel. Rodríguez tiene la sensación de que lo que se ha perdido es todo. Absolutamente todo. Lo siente cuando le emiten una y otra vez las inevitables y omnipresentes imágenes de esos inmigrantes ilegales desesperados por dejar el Continente Negro para llegar como sea y cueste lo que cueste (clavarse en vallas anchas, ahogarse en estrechos, no es que quieran venir: es que necesitan irse) a un Continente Gris o Sepia. A Europa, rota y desconfiada con sus vecinos europeos. Un territorio cada vez con más ganas de hacerse el suizo o el escocés o el catalán. De hacerse pedazos y de cerrar fronteras alzando los estandartes de un nacionalismo racista y xenófobo y jugando al cada cual atiende su juego y al me cansé de prestarte la pelota, pero te disparo pelotas de goma.
CUATRO De ahí que extraviado, pero sin poder siquiera fantasear con perderse, Rodríguez busca on-line (donde todo se encuentra para que jamás llegues a encontrarlo) y teclea lost objects y, por fin, halla y llega a algo: el a partir de ahora imprescindible para él site del Profesor Solomon. Un hombre que, en la foto, tiene el aire de un personaje de sitcom antigua, posando con un paraguas. El Profesor Solomon, que se presenta allí como creador y estudioso de la ciencia creada por el mismo, la Encontrología, que se dedica, claro, al estudio del encontrar todo lo perdido. Así que si se perdió algo, hay que seguir sus instrucciones con prosa y espíritu donde confluyen algo así como el koan zen con el aforismo lisérgico de Richard Brautigan resultando en doce pasos a seguir (el libro del Profesor Solomon puede descargarse gratuitamente aquí: http://www.professorsolomon.com/12principles.html) entre los que se cuentan maravillas como: No lo busques, No está perdido: tú lo estás, Lo estás viendo aunque no lo veas, Vagabundeo doméstico, Está donde se supone que debe estar hasta alcanzar el satori y la revelación de La Zona Eureka. Cuando no se encuentra algo, el Profesor Solomon prohíbe caer en ese frenesí desordenado del puede estar en cualquier parte. No: eso está en un solo lugar posible. Así que lo que hay que encontrar –previa reposada reflexión– es el sitio exacto y no la cosa perdida. “No hay objetos perdidos, sólo buscadores asistemáticos. Lo que se ha perdido no es el objeto, eres tú”, dictamina el Profesor Solomon. Y una advertencia útil: “los objetos perdidos siempre acaban estando donde se supone deben de estar” (como El Chapo Guzmán) a no ser que, suele pasar, hayan sido arrastrados por alguna “corriente doméstica”. Y en muchas ocasiones no es que lo hayas perdido tú sino que alguien se lo llevó o está en esa “área de invisibilidad” a apenas centímetros de donde recuerdas haberlo visto por última vez. Si todo falla, el Profesor Solomon nos conducirá hasta el sólo-en-caso-de-emergencia paso número trece: Qué será, será. Es decir, se perdió. Para siempre. Hasta nunca. Adieu y nevermore y “acepta el destino de tu objeto” y “casi todo puede ser reemplazado”, insiste el Profesor Solomon, con una informal e informática palmadita en el hombro.
Y, ya es tarde, ya se ha perdido otro día, y Rodríguez se desenchufa para, bañado por la luz fría del refrigerador, descubrir que no es que esté perdido sino que quiere apasionadamente que alguien lo encuentre.
Mientras tanto y hasta entonces, ahí está, ahí encontró lo que buscaba.
No es la felicidad, pero tampoco es la tristeza.
Es chocolate.
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