Miércoles, 22 de octubre de 2014 | Hoy
Por Eduardo Febbro
Desde París
Los reaccionarios están de moda, en los libros y en la calle. En plena era digital e híper conectada, las baladas retrógradas, la destrucción de obras de arte contemporáneas o la demolición sistemática de los ideales de libertad oriundos de los años ’60 son la moneda de intercambio ideológico circulante en la Francia de estos días. Un parlanchín de pantalla plana sin escrúpulos vende 15.000 ejemplares por día (más de 300 mil hasta hoy) de un libro reaccionario, xenófobo, sexista, antifeminista, antihomosexual y antiprogresista hasta el absurdo. El suicidio francés, del periodista Eric Zemmour, sacudió la galaxia intelectual parisiense y la cuenta bancaria del editor, Albin Michel, el cual calcula una ganancia de 10 millones de euros por un libro digno de figurar en el panteón reaccionario de las inexactitudes y el racismo exacerbado. Pero el pensamiento ultra está en su apogeo. Hay, sin embargo, una diferencia sustancial respecto de obras de autores franceses universales como Jean-Paul Sartre, Roland Barthes, Michel Foucault, Raymond Aron o Paul Virilio. Los autores de hoy pulverizan los records de venta, no son filósofos o sociólogos sino polemistas de pantalla chica que saben husmear con acierto el humor de la sociedad para servirle en bandeja una mezcla de barrabasadas hediondas y racistas.
El suicidio francés es un ejemplo de esa pérdida de rumbo de una cultura que se cierra sobre sí misma como una flor aterrorizada por la luz. El libro tiene un rasgo continuo: el odio a los semejantes, sobre todo si son homosexuales, inmigrados, lucen pieles canela, llevan pañuelos en la cabeza y miran hacia la Meca. Homófobo, islamófobo, sexista, el autor sigue el surco de las ideas profesadas por la extrema derecha: la de una Francia en plena decadencia, vaciada de su originalidad y su identidad por la tiranía de la globalización, el proyecto europeo y la inmigración. A lo largo de 534 páginas, el polemista francés se despacha sin mesura contra los “últimos 40 años que deshicieron a Francia”. En ese lapso, Eric Zemmour traza el momento exacto del ocaso en los años ’60, concretamente en el famoso batacazo histórico de mayo del ’68 cuando la juventud explotó en las calles contra la camisola de fuerza de la derecha que gobernaba Francia desde la Segunda Guerra Mundial. Según Zemmour, la fase siniestra empezó a partir del auge de la dominación cultural e ideológica de la izquierda. Para el autor, esta supremacía decadente se distingue por los ideales de igualdad, multiculturalismo y libertad de las costumbres promovidas por la izquierda. Allí está, escribe Zemmour, “el tríptico de los años ’60 –irrisión, deconstrucción, destrucción– que socavó los fundamentos de todas las estructuras tradicionales: familia, nación, trabajo, Estado, escuela”. El mundo de antaño, en suma, promovido ahora como panacea contra la decadencia.
Lo curioso no está en la difusión de estas ideas, sino en el éxito de su propagación. Eric Zemmour presenta a Francia como una suerte de entidad mártir, sin contenido, en la cual “el pueblo francés no reconoce a Francia”, donde “el hombre se volvió una madre como las otras” y en donde “el gay quiere ser un judío como los demás”. Su libro, por su carácter abiertamente racista e islamófobo, desató un huracán de comentarios. La obra es un mejunje de estadísticas falsas o manipuladas sobre la inmigración y una reconfiguración de la historia política francesa para adaptarla a los intereses ideológicos del polemista. El suicidio francés no propone ni más ni menos que el retorno a una sociedad de blancos, a una sociedad colonial y católica donde los “otros” están en sus territorios mientras los colonos viven en Occidente entre ellos y explotan sin vergüenza ni contrapartida a los colonizados. Para quien quiera iniciarse en los meandros de la histeria reaccionaria El suicidio francés es un manual de aprendizaje perfecto. Todo está allí, gota a gota, concentrado y destilado con ese arte ligero y caprichosamente inexacto que es la marca de las obras modernas. Un ultra del ultraje contra el cosmopolitismo, la globalización, las mujeres libres, Europa, la socialdemocracia, los homosexuales y, desde luego, los musulmanes.
Los fachos del siglo XXI son los nuevos protagonistas de la actualidad, los apóstoles exitosos de la teoría del ocaso. Comprometidos, ardientes, arriesgados, sin memoria ni vergüenza, los neoconservadores de la pixel-modernidad ganan terreno cada día en una tierra donde la izquierda se jubiló. Muda, sin energías, aburrida, vestida con su retórica de valores que luego niega con los actos, la izquierda es un harapo sin dinastía frente a estos fachos resucitados. Desde que se creó el movimiento La Manif pour Tous para oponerse a la ley francesa del matrimonio igualitario, los neofachos descubren la tierra prometida del reconocimiento público. Y nada los detiene. Hace unos días, primero agredieron en la calle al escultor norteamericano Paul McCarthy y luego destruyeron la obra que la FIAC (Feria Internacional de Arte Contemporáneo) había instalado en la Place Vandôme de París. Según con qué zona del cerebro se la mirara, la escultura de McCarthy representaba o un árbol de plástico inflable o un plug-anal (sex toys). Los reaccionarios optaron por la segunda interpretación y la destruyeron. Al final, la FIAC y Paul McCarthy decidieron que no la volverían a montar. Aquí están de nuevo, libres y expansivos. Los discípulos de la jerarquía blanca, de una sociedad católica y masculina, sin pieles de color distinto ni homosexuales, con mujeres obedientes y perfectas amas de casa. Contra el terror que suscita el presente, los neoconservadores apuestan por vivir en el pasado.
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