Miércoles, 25 de febrero de 2015 | Hoy
Por Eva Giberti
Erotismo y mercado es un viejo truco, exitoso. En la Modernidad tardía el cine lideró el territorio con enjambres de películas inolvidables, de las antiguas y de las nuevas, pero siempre habitadas por un público mixto: hombres y mujeres querían verlas.
De repente un alud fílmico se feminizó y parecería que las Cincuenta sombras de Grey ha sido signada como predilecta por las mujeres.
Que el erotismo es cosa de mujeres se mantuvo en secreto para quienes quisieran saberlo. Era preferible ignorarlo, en todo caso se hablaba y se vivían libertades sexuales, que es otro cantar.
El erotismo es cosa de mujeres en relación consigo mismas y con quien sea su pareja en tanto y cuanto la Erótica –que es una disciplina en formación– atiende poco al placer, que se mantiene ocupado en busca de satisfacción, y se dedica al goce que profundiza las sensaciones alargándolas y postergando su final.
El erotismo compromete al Yo de quien lo habita y se desentiende elegantemente de la satisfacción instintiva, súbita y espectacular, para tensar “lo que todavía no”. Porque es preciso que se extienda el tiempo de gozar con todo el cuerpo; para lo cual espontáneamente se cierran los ojos, que es una manera de privarse del segmento visual del gozar.
En otros tiempos las películas porno no eran espectáculos para mujeres, porque eso no era para que ellas las vieran. Sin embargo, en los frisos o restos de Pompeya que aún persisten, ellas sostenían la mirada, abierta, sabiendo que se trataba también de mirar; registrar el placer o/y el goce en la cara del otro o de la otra como capítulo inevitable del erotismo.
El hecho es que, a pesar de las libertades sexuales ganadas por las mujeres, poca atención se le había dedicado a la mirada como una forma mayúscula de la transgresión: mirar lo que no ha sido hecho para que todos lo vean, así fue en la historia de la humanidad con las mujeres.
La transgresión es una variable mayúscula del goce, aquello que se opone a la descarga instintiva y orgásmica, transgrediendo la resolución final para postergarla indefinidamente hasta que todo el cuerpo registre el gozar. Cuando la espera, que es una experiencia de género (esperar la menstruación, esperar el signo de embarazo, esperar el parto, esperar la menopausia), marca el tiempo de lo que cada cual elige para sí misma; esta vez el fenómeno se popularizó y la cuestión no es sólo con una misma, sino entre todas. “Vamos a ver aquello que promete el libro de las Cincuenta sombras de Grey porque la letra no me deja ver, quiero la imagen” que Sade se había empeñado en ocultar entre los libros prohibidos en yunta con su pariente simbólico Masoch.
Intuyendo que allí, con la mirada alerta, se encontraría un segmento de la tensión que a la libertad sexual le estaba faltando; se trata de legitimar esa tensión que no tiende a resolverse ni a satisfacerse porque no es una cantidad que se alivia, sino una calidad destinada a calificar pensamientos, sentimientos, reconstruyendo las relaciones con las cosas de la cotidianidad.
Ir al cine a ver las Cincuenta sombras de Grey –no me refiero al argumento– es una sublevación contra la espera pasiva de modo que la tensión se apropia del propio deseo.
Una tensión que habla del refinamiento erótico que se obtiene en el gozar de lo que no había sido habilitado hasta ese momento en el que se disponía de libertad sexual, cercana de lo erótico pero pudiendo ser ajeno. Tensión que incluye la anticipación que cada cual incorpora si se trata de comprar una entrada y concurrir, curiosa y anhelante; allí existe una mujer gozante porque todo lo que pudo ser fantasía ahora sí, ahora puede aparecer. Porque se convocó la mirada para incluir los gestos y las acciones que el libro sólo autoriza imaginar.
Mientras ella es público puede “ver todo” como una ilusión, como en la pornografía se pretende “mostrar todo”, como una traslación de sentido, o sea la transformación en algo permitido de lo que sea “todo”, incluyendo lo prohibido.
Es el advenimiento de la mirada de la mujer, una vez desvelado y develado el velo del pudor (palabra que existe en el diccionario) y la prohibición de acceder por curiosidad al ámbito de lo público. Que no se resolvió previamente con la compra de juguetes sexuales y concurrencia a los pornoshops, recorridas que si bien son actuales no están en lo habitual de las compras de las mujeres.
Develación que no queda a cargo del varón que podría describir (algunos de ellos) prácticas escasamente conocidas por la población en general, sino del público femenino que se decidió a insertar la legitimidad de su mirada logrando saberes y conocimientos. Y registro autorizado de la propia erogeneidad que sólo suponía en sus fantasías.
A diferencia del porno, irremediablemente repetitivo, el encuentro con una película que ofrece el suspenso del erotismo mediante la mirada posiciona a quienes quieran verla en un encuentro eminentemente erótico, pero no por lo que la película le muestra y le cuenta, carente de novedad, sino por la decisión de ser público, introduciéndose en los intersticios de la erogeneidad. Que siempre anuncia “lo que está por venir”, que se posterga y que “algo” que está por llegar puede cambiar y convertirse en otra cosa, donde lo inesperado es la clave. Lo inesperado de un film que no se rescata por su argumento ni su producción, sino por sus efectos: lo inesperado de un juego erótico más refinado, con un compromiso erótico personal que las turbulencias porno no ofrecen.
La aparición de “otra cosa” que no sea el orgasmo conocido, lo inesperado del goce en la intimidad silenciosa de una sala que autoriza que la propia mirada sea pública para recibir lo no sabido que no proviene sólo de la pantalla, está inscripto en el deseo de quien compró la entrada.
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