CONTRATAPA

Echele semilla

 Por Juan Forn

Había en Alemania durante la Segunda Guerra un escritor que se llamaba Kasack y otro que se llamaba Nossack. Se llevaban sólo seis años, pero el menor (Nossack) era una suerte de discípulo distante del mayor. Uno vivía en Potsdam, el otro en Hamburgo. Ambos pertenecían al “exilio interior”: ni simpatizaban con los nazis ni eran perseguidos por ellos. A fines de 1942, cuando el dominio del Reich en Europa aún parecía incontenible, Kasack le envió a No-ssack una carta con treinta páginas de un relato sin terminar que no se animaba a mostrarle a nadie. Nossack le contestó diciéndole que él estaba escribiendo sobre el mismo tema inconfesable. El tema era la destrucción de Alemania por las bombas.

Kasack propuso a Nossack un pacto secreto que comprometiera a ambos a terminar sus relatos: ya que no podían mostrar esos cuentos a nadie más, cada uno sería el único lector del texto del otro. Las misivas, por supuesto, no iban por correo; esperaban hasta encontrar una persona de confianza que viajara entre una ciudad y otra. Mientras tanto comenzaron los ataques aéreos aliados sobre las ciudades alemanas. Nossack le confesó en una carta a Kasack: “En todos los ataques tengo el mismo amargo deseo: ojalá éste sea realmente malo. Casi podría decir que grito ese deseo al cielo. No es valor, sino obligación moral ante ese deseo espeluznante, lo que hace que no baje al sótano con los demás cuando suenan las alarmas y me quede mirando hipnotizado la ciudad desde la azotea de mi departamento”.

La destrucción cayendo del cielo pronto se haría realidad: en julio de 1943, Nossack contempló, desde la ribera del río en las afueras de Hamburgo, cómo caían dos mil toneladas de bombas aliadas e incineraban la ciudad. Poco después iba a ocurrir lo mismo en Dresde y otras ciudades alemanas, seguido del avance de las tropas terrestres aliadas y, por fin, el suicidio de Hitler y la rendición. Los primeros y únicos testimonios sobre la Alemania arrasada fueron escritos por extranjeros: los cronistas aliados que entraron con las tropas. El sueco Stig Dagerman escribe en 1945 que los trenes alemanes viajan llenos pero nadie mira por las ventanas el paisaje, y él se delata como extranjero precisamente por mirar atónito, hacia afuera y hacia adentro del vagón. El inglés Victor Gollancz repara en la gente que vaga por los caminos, de una ciudad a otra, supuestamente buscando parientes que hayan sobrevivido pero en realidad víctimas de un estupor que les impide quedarse quietos en ninguna parte. En una librería de Colonia, la norteamericana Janet Flanner ve cómo se manosean a escondidas fotos de cadáveres después de la tormenta de fuego, “con la mirada perdida del consumidor de pornografía”. El suizo Max Frisch, al entrar en Halberstadt, nota que la hierba empieza a cubrir las ruinas, y lo describe así: “Verde, debajo escombros, debajo restos humanos sepultados y, por encima de nuestras cabezas, las estrellas. En el teatro, Ifigenia”. A su regreso a Berlín, Bertolt Brecht escribe: “El ser humano aprende de la desgracia tanto como el cobayo aprende de biología en su jaula de laboratorio”. Günter Grass y Heinrich Böll se pasarían las siguientes décadas recordándoles incómodamente a los alemanes qué clase de cobayos habían sido: “En el principio de este Estado había un pueblo que buscaba su comida en la basura” (Böll) y “Un escritor, hijo, es alguien a quien le gusta el tufo y en este país los cadáveres en el sótano todavía huelen” (Grass).

Pero ni Grass ni Böll habían llegado todavía a la literatura alemana cuando, en 1947, Kasack y Nossack publicaron sus relatos sobre las urbes arrasadas y la vida en las ruinas. El de Nossack terminó siendo un desangelado informe del bombardeo de Hamburgo y los días posteriores, que tituló Entrevista con la muerte y que pasó completamente inadvertido (de hecho, la pequeña editorial que lo publicó quebró a los pocos meses, tal como en el relato de Nossack hay un testigo que intenta contar a los demás lo que vio y éstos le dan muerte “porque difunde un frío mortal, inaceptable”). El texto de Kasack, en cambio, terminó en novela, se llamó La ciudad detrás del río, recibió el consagratorio Premio Fontane y los alemanes se apresuraron a considerarlo la catarsis colectiva que hacía falta para purgar la locura del régimen nazi. Es interesante señalar que Kasack no le da nombre ni nacionalidad al territorio que en su libro es arrasado por las bombas. Un sabio llamado Magus recibe el encargo de ir allí y hacer un informe de la situación para un consejo de ilustres: estamos en esa comarca de la literatura alemana que WG Sebald define con asco como “simbólico-pedagógica”. El sabio en cuestión concluye al final del libro que es imposible hacer tal informe: el libro es una metáfora del informe que no fue. Nossack, en cambio, creía que se podía y se debía hacer tal informe y, sin metáforas, pero aceptó resignadamente que la versión triunfante fuera la de Kasack y no volvió a escribir sobre el tema. Poco antes de morir en 1977, dijo: “En un país que tenía que prohibirse mirar atrás para economizar las energías vitales que le quedaban, recordar como recordaba yo era un escándalo”.

Una de las reflexiones más desafortunadas que Kasack pone en boca de su sabio lo lleva a preguntarse si no debieron morir millones “para dejar sitio a los reencarnados que surjan”, y agrega a continuación que esos millones de muertos “actuarán como semilla”. Cabe recordar que el Plan Marshall sugería, entre otras cosas, tirar semilla sobre los escombros porque era la manera más rápida de ocultarlos y “pastoralizar” Alemania. Sebald, que nació meses después de los bombardeos de Hamburgo y Dresde, dice que se pasó la infancia y la adolescencia con la incómoda sensación de que se le ocultaba algo, no sólo en su casa y en la escuela sino también en la literatura alemana. Sebald agrega que, sin el aporte “intruso” de los escritores judíos como Wolfgang Hildesheimer (que volvió de Palestina para trabajar como traductor en los juicios de Nuremberg) y Peter Weiss (que abandonó la lengua sueca y retomó su lengua natal cuando dejó su seguro exilio y volvió sin nada a su país), no hubiera habido reconstrucción posible de la literatura alemana. Y refiere una historia que le contó el propio Hildesheimer muchos años después: en una pequeña ciudad de la nueva Alemania, llena como todas las demás de personas que cometieron durante la guerra delitos que han prescrito, gente que lleva una existencia imperturbada rodeados de hijos y nietos, alguien empieza a llamar por teléfono, en medio de la noche, a ciudadanos respetables elegidos al azar. La voz sólo dice, en un susurro: “Han descubierto lo que hiciste”. Cada uno de los que recibe el llamado reacciona igual: deja de apuro su casa con las valijas sin cerrar, abandona la ciudad, se pierde furtivamente en el horizonte antes de que asome el sol. Hasta que una noche suena el teléfono en casa de aquel que hacía esos llamados y una voz anónima le susurra desde las sombras al intruso: “Hemos descubierto lo que hiciste”.

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