Jueves, 4 de junio de 2015 | Hoy
Por Marta Dillon
Tres horas después de terminado el acto, la plaza estaba llena. Sonaban los bombos, la avenida Rivadavia era territorio de pequeñas fogatas, corazón de rituales inventados a la luz del fuego y de la luna llena. Sobre Callao, se oían risas, se oían pasos, hasta el rumor de brazos que se encastran con otros podía escucharse mientras se andaba desde el Congreso y hasta Corrientes, tomándose el tiempo para leer los carteles que mujeres muy jóvenes sostenían en alto, escritos en marcador sobre cartón, en estencil sobre tela, en el cuerpo mismo: “Esta es la que soy y me tocás sólo si quiero”, “Con short o pantalón, respetame cagón”, “Somos las nietas de las brujas que no pudiste quemar”. La noche estaba dulce, una corriente de poder circulaba sobre el asfalto, no era posible irse porque ayer la calle era el mejor refugio, era el sitio en el que el deseo se acomodaba como una gata sobre su almohadón, reconociendo la superficie, husmeando, llegando al fin al punto justo en el cual echarse y disfrutar. Que se moje la cara después por darse cuenta de que este 3 de junio iba a ser marcado en el calendario con el mismo color violeta con el que estaba teñido el Congreso Nacional. Una marca como una cicatriz que no señala una herida sino el punto por donde circuló el alimento. Ayer fuimos testigas de ese día en el que las voces de las mujeres fueron las privilegiadas, el día en el que las víctimas se rebelaron y se quitaron como polvo caído sobre el hombro esa categoría de la que no se reniega pero a la que se ha sobrevivido y entonces quiere decir que también algo se aprendió. Voces de mujeres que circularon con más fluidez que los pasos y que tenían mucho para decir, para gritar, para cargarse de rabia y a la vez estar dispuestas al consuelo, a alojarse en otro oído como quien entrega una chispa a una arquitectura de hojas y ramas secas y enciende así la llama que quema y también abriga. Bastaba acercarse a cualquiera, bastaba esperar el momento correcto, todas tenían algo que contar, una experiencia propia, un dolor que había que quitarse como una espina o una historia cuyo relato había sobrevivido atravesando generaciones. No era compulsión, no era un coro lastimero, era la constatación de que lo que cada una tenía para decir contaba, como contaba su cuerpo, porque estaba en la calle con otros, porque lo que convocaba era la necesidad urgente de poner en valor esos mismos cuerpos, jerarquizar esas vidas y las decisiones que las construyen. Cada una contaba pero juntas, las cientas de miles, el millón que se reunió en todo el país, compartimos el poder de una ola que golpeó sobre los muros del patriarcado como un tsunami. Y haber tenido esa potencia, haber entrevisto de lo que fuimos capaces es promesa y desafío. No estamos solas, nuestras voces valen, que nadie espere que nos quedemos calladas, que no se vuelva a creer que tenemos vergúenza de decir Sí cuando queremos y No cuando no.
Ya no seremos las mismas. Los varones que estuvieron en la plaza, ayer a la tarde y hasta que la luna se instaló bien alto como si se jactara con su luz de la sombra de la noche, asistieron a esa transformación y tal vez se dejaron arrasar por ella. No hay magia en esto y puede ser que apenas se note esta mañana qué fue eso que cambió, que el acoso de un masturbador compulsivo vuelva a hundir la cabeza entre los hombros de una adolescente que no sabe cómo esconderse de la agresión y que la violencia vuelva a imprimirse en la historia de vida de tantas como sucede ahora mismo, mientras se leen estas líneas. Pero algo, de todos modos, se habrá modificado, la púa sobre el disco no hará sonar la misma canción porque ahí estará la memoria del chirrido, ese que se escuchó ayer, ese que decía basta. Basta de vidas a medias, basta de vidas juzgadas, sospechadas, recortadas. Basta dicho de mil maneras, en innumerables carteles, buscando responsables aquí o allá pero siempre convergiendo en el mismo punto: ese donde ancla la libertad de cada una, la propia autonomía, la soberanía sobre nuestros cuerpos.
No es fácil escribir mientras todavía se escuchan en la calle los últimos coros, mientras la traspiración baña los cuerpos que aun bailan en una noche de primavera en pleno otoño porque las palabras se atropellan, porque la emoción no es ajena a estas letras y el temor de que sea ese sentimiento húmedo el que empuja las palabras sienta la duda en la conciencia de la cronista. Pero igual que en la Plaza, son las conversaciones con otras las que reponen las certezas y dejan fluir a la alegría de haber estado ahí, en ese lugar como un caldero donde la alquimia fue posible y ahí donde había dolor hubo un estallido de poder, fugaz como un orgasmo, puede ser, pero así de inolvidable. Ahí querremos volver.
Desde que empezó a gestarse esta convocatoria que ayer llenó las plazas públicas de más de ochenta ciudades del país se tejieron muchas hipótesis sobre cómo sería, para qué, a quién se reclama, quién es el enemigo, cuál es la denuncia. Sobre cada una de estas cosas se pusieron palabras que podrán revisarse en documentos escritos y testimonios tomados en la vía pública. Pero lo mejor sucedió donde tenía que suceder, fue en la calle, ahí donde cada cuerpo contaba, ahí donde se opuso la resistencia de estar juntas, porque así es como sí podemos.
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