Jueves, 4 de junio de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › CONTRA LOS ANALISTAS “IMPASIBLES”
La autora examina la posición del “analista que escucha impasible, calla e interviene sólo con enigmas, retruécanos o intervenciones indicativas” y sostiene que “cierta manera de ejercer la práctica analítica amenaza desde nuestro propio campo”.
Por Silvia Amigo *
Sucedió la primera vez hace ya bastantes años. Durante la primera consulta, un hombre en crisis, culto, refinado y cargando con un grave dolor psíquico, me pregunta: ¿Es usted lacaniana? Interrogué el porqué de su pregunta preocupada. Se encontraba en medio de una crisis de proporciones: no podía trabajar, no dormía, temores hipocondríacos (cuasicertezas de padecer enfermedades incurables) lo atenazaban y el pánico a la ruina económica lo corroía. En efecto: estaba agotando el límite de faltas por enfermedad... y la paciencia de la empresa para la que trabajaba en un alto puesto. El analista al que había consultado, enviado por estos mismos amigos, que conocían el medio “psi”, un lacaniano, según le habían dicho, escuchaba impasible su relato, se callaba, gruñía de tanto en tanto y, cuando intervenía lo hacía de un modo muy peculiar: enigmas, retruécanos, juegos de palabras. A veces emitía intervenciones indicativas del tipo: “Basta, vuelva a trabajar”. A la sesión siguiente, avergonzado y aún más angustiado concurría el doliente a sesión... No había podido cumplir con el diktat. En medio de esa descripción es que tuvo ocasión nuestro sujeto de mostrar el sentido del humor que, cual leve cuerda de sostén, lo mantenía a flote. Afirmó: “Las pocas veces que hablaba, parecía que de los cielos había súbitamente descendido El Logos”. No pude menos que sonreír al escuchar cómo describía con fina ironía una situación que, durante los pocos meses que duró la consulta, lo había sumido en una angustia que crecía exponencialmente, angustia que había soportado sin auxilio de alguna pregunta por el momento de emergencia de estallido de dolor, que había prescindido de todo intento de historización, de invención de un lazo causal, ni qué hablar del auxilio de una medicación que abriera el espacio para que pudiera descansar, dormir, quizá trabajar y que dejara abierta la posibilidad al trabajo analítico. Angustia que, una vez acentuada en esas sesiones, motivaba el “corte” de la consulta. Un silencio pesado y alguna de estas oraculares intervenciones habían convencido a este señor de que así éramos los lacanianos.
Esa pregunta, “¿no será usted lacaniana, verdad?”, comenzó a hacerse frecuente en cuanto quien consultase no perteneciese a nuestro campo. Algo debía de suceder, alguna mala interpretación por parte de los analistas de la mención de Lacan a la posición del analista como la del muerto en el juego de bridge debía estar haciendo que una práctica que, así lo creemos, nada tiene que ver con la enseñanza del maestro francés estuviera realmente sucediendo en al menos varios consultorios. Comencé a colegir que se trataba de una fama que seguramente había sido ganada debido a una mezcla de una mala intelección de algunos tramos de la su enseñanza... sumado esto a ciertos testimonios de la práctica de Lacan durante los últimos años de su vida. (Véase, por ejemplo, El día que Lacan me adoptó, de Gérard Haddad, ed. Letra Viva.) Respecto de esto último sólo nos cabe afirmar que no se trata de imitar esa práctica, ni ninguna otra, sino de hacernos lectores de su letra y oficiantes de nuestra profesión imposible según una ética que no sabría autorizarse en la mimesis.
Lacan afirmó que la garantía de la transferencia la constituye la suposición hecha por el analizante al analista de saber éste qué le sucede, por qué le pasa lo que le pasa y que tiene con qué resolverlo. A esta posición inicial, a la que el analista, quien por supuesto del consultante nada sabe, la llamó Sujeto supuesto Saber. Esta posición, especie de engaño inaugural sin el cual no hay inicio posible de análisis y a la que el analista no puede éticamente ni rehusarse ni asumir con impostura, debe ser interceptada por el deseo del analista. Pues esa suposición no es ni más ni menos la que el neurótico asigna a cualquier Otro del amor, sea éste el partenaire amoroso, el mejor amigo, el maestro. La suposición de que a quien le asignamos el lugar de ser nuestro Otro posee un saber sobre nosotros y un poder de curar nuestro dolor de existir es una transferencia espontánea en el neurótico. Sólo interceptada por el deseo del analista esta transferencia podrá no devenir “salvaje” y podrá servir para que el analista vire de posición para devenir el sostén del análisis.
Nada más extraño a la ética del analista que dejar que la angustia inunde al sujeto impidiéndole pensar el saber que lo trabaja desde el ello o lo determina desde el inconsciente. Ciertamente nada más opuesto a la dirección de la cura que imponer una indicación a la que los recursos del paciente no dan, aún, acceso alguno.
Ninguna duda me cabe de que, en el caso del que hablaba al inicio, el analista obraba de buena fe... pero siguiendo las enseñanzas de moda que se le habían impartido y no dejándose llevar, desde la abstinencia (abstención también de actuar por cualquier ideal propio al analista, fuera éste un ideal teórico) que Freud imponía al analista para hacerse tal hasta encontrar la intervención apropiada, que no se encuentra en manual alguno ni pasa por la imitación de lo que se cuenta que sucedía en el consultorio de Lacan.
El silencio del analista no equivale a su mudez. Sileo, del latín silere, implica ese tejido, esencial, de lo que no puede decirse. Así también en música (en ello insiste por buenas razones el maestro Barenboim) los silencios son esenciales para que la música cobre vida. Ese silencio es el sostén de la palabra. Así lo indica el verbo latino, en que silere equivale también a prestar atención. Para prestar atención, para atender pacientes, lo que hay que callar es la subjetividad del analista, ya se trate de sus apetitos respecto del paciente (de su cuerpo, su dinero, su prestigio), ya se trate de sus ideales de cómo hay que vivir. Y por supuesto de los ideales teóricos a los que cada analista adscribe.
Tacere en cambio es callarse en el sentido lato de la mudez, del acallar lo sí podría ser dicho.
El silencio del analista corresponde al silere. Y si de un tacere se trata, es sólo de los intereses de su persona, que no debieran entrar en juego en tanto y en cuanto está dirigiendo la cura.
El psicoanálisis enfrenta hoy una doble presión que amenaza con hacerlo lisa y llanamente desaparecer como praxis de cura de una eficacia sin par, que ha introducido una novedad absoluta en el tratamiento del síntoma como verdad del goce del sujeto y no materia a hacer desaparecer. Que labora dando la palabra a quien sufre. Que apuesta a algún otro tipo de lazo social que no sea el de la masa, exterminadora de las singularidades.
Por un lado lo acosa el discurso totalizante de las ciencias (no la ciencia, siempre bienvenida) y sus terapias cognitivo conductuales.
Pero por el otro cierta manera de ejercer la práctica analítica amenaza desde nuestro propio campo. Advirtamos cuánto este modo de proceder puede poner en duda la seriedad y eficacia de una práctica indudablemente performante, esa que se inició con la apuesta de Lacan: “reabrir el surco tajante de la enseñanza de Freud”.
* Miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires (EFBA). Texto extractado de un artículo que aparecerá en el próximo número de la revista Imago Agenda.
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