Jueves, 9 de julio de 2015 | Hoy
Por Enrique Medina
Almafuerte prende su compu y entra al correo. Recibe un mail en el que Argentores les informa a todos los socios que está abierta la inscripción para el Premio Nacional de Poesía entregando cinco libritos en fecha determinada. ¡Truenos! Contento irá a hacer los trámites correspondientes. Pero antes debe terminar de limpiar la cocina. Consulta el reloj, tiene tiempo. Arremete canturreando “Aquí me pongo a cantar/ con cualquiera que se ponga,/ la mejor, la gran milonga/ que se habrá de perpetuar”. Y mientras pone a calentar un café la emprende con las perillas que ya de tanta grasa están a minutos de convertirse en piedra. Hace una pastita con detergente, lavandina y polvo limpiador que in altri tempi se llamaba puloil y con un cepillito de dientes muy viejito, dale que dale. Se entusiasma con el premio. Lo ganará y por fin tendrá una pensión como la gente para vivir con decencia los últimos días que le restan como gran poeta nacional, ya que en tiempos peores y muy antaño, cuando por fin había logrado una pensión vitalicia otorgada por el Congreso Nacional, no la pudo cobrar porque el Sumo Hacedor le hizo pisar la banana, ¡mierda!, y se lo llevó para que lo entretuviera en el cielo con sus fogosos recitales tan críticos y sopapeados. Ve que las perillas se tornan blancas y casi ya cree tener cocina nueva. Sigue fregando con entusiasmo habiendo olvidado el café que hirviendo termina derramándose en la bandeja de las hornillas. ¡Desastre! Piensa: o me tranquilizo contando hasta diez o rompo la cocina a patadas. Cuenta hasta diez y deja todo para más tarde. Acude a la calle Pacheco de Melo, central de Argentores. Es temprano y debe esperar. Le preguntan. Vengo por el Premio Nacional. La recibidora, muy bella mujer, no sabe nada. Espere que averiguo. Se entera que debe ir hasta la calle Juncal que está en la misma manzana. Va. Ahí al menos no se asombran y le indican subir por el ascensor. Culebrea por pasadizos y lo atienden. Dice que trae los libritos para el concurso y le aclaran que nosotros sólo damos la información, usted debe hacer el trámite en Alvear, y le dan la dirección. Almafuerte, sin disimular la rabia sale bufando fiero recitándose: “No te des vencido, ni aún vencido”, ¡carajo!, y procede como el robledal atropellando feo la puerta. A un transeúnte le pregunta por la calle. No está lejos. Va caminando como le aconsejó el médico. El sol pega. Se recuerda maestro a los 16 años estrechándole la mano a Don Domingo Sarmiento, otro pocas-pulgas como él que supo manejarse mejor. Al menos llegó a presidente y logró un buen sueldo. En cambio él, periodista y poeta contestatario, después de tanta lucha y tanta poesía rimada, ni un puto subsidio al menesteroso nacional, ni eso, che. Pero ahora sí que tendré suerte, seguro que me gano el primer premio. Llega, sonríe optimista. Lugar raro, oficinas a la calle. Una dama bellísima lo atiende como si supiera que es el Dante. Con voz tenue le explica que acá no es, seguramente usted se confundió con Avenida Alvear, debe ser Avenida Alvear y Rodríguez Peña. Almafuerte se transforma en Pedro Bonifacio Palacios y por más que la mujer lo encandile, explota: ¿¡A quién se le ocurre ponerle a una calle y a una avenida el nombre del mismo tipo, y en el mismo barrio!? ¡Estamos todos locos! ¡Y encima hace calor para caminar!... Le explican que son dos tipos distintos. Uno le tenía envidia a San Martín y el otro había perseguido por todo el mundo a una soprano portuguesa hasta que la mina aflojó por cansancio. Pero la altura es la misma así que se toma un taxi y listo, estaremos a unas diez cuadras. ¡Si pudiera tomarme un taxi no necesitaría ganarme el primer premio para tener una ayudita, ¿se entiende?!... Sale con bronca. Putea. Se vuelve y entra. Le pido perdón, usted es una dama y me atendió con gentileza, muchas gracias. Vuelve a salir y la emprende por Rodríguez Peña bajo la sombra de los árboles, por suerte. Llega sudado. Encima hay que subir una escalinata rusa. Pregunta. La mujer no sabe nada y Almafuerte siente que la presión le está subiendo. Cuenta hasta diez y vocifera yo de aquí no me muevo. Quiero que me den explicaciones. ¡Yo quiero mi Primer premio! Atentamente la mujer levanta el tubo y averigua si alguien sabe algo. Nadie. La mujer al verlo trémulo le pide que se acomode en ese sillón, que ya está consultando. Se sienta, Almafuerte, dándose cuenta de que su pseudónimo le está fallando. Mejor hubiera sido haberse dedicado a oficinista, barrendero o diputado, todos con sueldos decentes y sin temor a que les critiquen una coma. Trata de normalizar la respiración. Transcurre un rato y aparece un buen señor que lo atiende y medio lo reconoce o aparenta reconocerlo porque lo ve medio colifato y le explica que todo está bien, cálmese, usted tiene razón y lamento decirle que acá no se hace el trámite sino en la calle Alsina. Almafuerte siente que una inmensa ciénaga se lo chupa sin remedio y con alegría, pero no pierde el valor y pregunta con un levísimo hilo de voz: ¿Seguro que de ahí no me mandarán a otro Alsina, hay sólo uno o son lunga familia? Porque la verdad estoy para que me cuelguen al sol, che... Le anotan bien la dirección, y él agradece desde el alma que le canta: “¡Todo lo alcanzarás, solemne loco,/ siempre que lo permita tu estatura!” y sale eufórico jamás vencido. Como si el mocoso Rubén Darío le hiciera una broma se detiene un taxi. Desciende una pareja dejándole la puerta abierta. Debería aprovechar a pesar de que lo que lleva en efectivo está planificado para arroz-fideos-café y esas hortalizas que estimulan pero... El chofer lo mira como diciéndole ¿y?... Almafuerte responde: “Que la tierra no es colchón/ para enfermos ni haraganes. / ¡Es bigornia de titanes!/ ¡Pedestal de la ambición!” El taxista lo juna mal, cierra la puerta y se las toma. Pensando que a lo mejor equivocó la decisión, Almafuerte verifica la hora y ve que aún cuenta con tiempo para saludarlo al tal Alsina. Se lanza renovado y excelso. Cruza calles y avenidas y panaderías y edificios y gente y plazas y hospitales y estaciones de servicio y bares y llega. Verifica la dirección. Ingresa arrastrándose, colgado de las paredes cual Jean Valjean entre ratas miserables. ¡Sí, señor Alsina, ¿creías que te me ibas a escapar?! Espléndido edificio. Viejo. De cuando se edificaba para la salud y el bienestar de la gente. No como ahora que hay que vivir en cajoneras. Una maravilla de ascensor. Sube, Almafuerte se siente restaurado con su apodo de poeta. Deambula hasta que una dama le indica y otra lo atiende como si fuera el Mesías ansiado. Sí, sono io. ¿El concurso de poesía? Aquí es. Ya beato, entrega los cinco libritos y desfallece en una silla: “Y que cese todo afán,/ y calle todo clamor,/ y que diga el Creador:/ ¡Está terminado, Adán!”. Ella sonríe, y le da el comprobante.
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