Jueves, 9 de julio de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Alejandro W. Slokar*
Pocas cosas resultan más vinculadas al origen de nuestra independencia que la entonces (y actual) necesaria reforma judicial. Basta evocar al bueno de Monteagudo: “Cuando un pueblo ha llegado a establecer un gobierno propio, como ha sucedido ya felizmente entre nosotros, su libertad estriba casi enteramente en el manejo de los jueces... la libertad civil a cada paso es atacada por la administración judicial, si los jueces son corrompidos... ¡Provincias Unidas que a costa de tanta sangre derramada habéis probado que deseáis vuestra libertad! Velad siempre sobre la conducta de los jueces. No olvidéis lo que sufristeis de los antiguos: examinad la de los presentes: juzgad y comparad”.
No podía ser de otra manera. La independencia de los jueces hace a un elemento nuclear de la revolución liberal y democrática de los siglos XVIII y XIX. Si no recordar a Voltaire que titula su obra postrera: El precio de la justicia y la humanidad.
La trascendencia de una magistratura independiente –no sólo del poder político, sino así también del económico, del religioso– llega a su culminación cuando el judicial es encargado no solamente de aplicar la fría ley sino de garantizar los valores constitucionales nacidos del pueblo y del poder constituyente. Esta independencia es el nudo gordiano de la discusión acerca de la posición institucional que debe corresponderle al judicial.
Porque le cabe a todo juez garantizar la sumisión del poder al derecho, para lo que necesita una ausencia de subordinación en el ejercicio de sus funciones –lo que nunca puede ser considerado un privilegio de casta, sino una garantía del justiciable– frente a cualquier actuación al margen del orden jurídico, provenga de quien sea.
Pero esta clásica visión, siempre tan necesaria, deviene insuficiente para hacer frente a las nuevas exigencias derivadas del mundo actual y de las sociedades contemporáneas. En éstas, el poder aparece distribuido en una pluralidad de factores y cuerpos, tantas veces ajenos a la organización del estado, cuyo cimiento –siempre es bueno recordar– es la separación de la esfera pública respecto de la privada, o sea, el divorcio entre el poder político y el poder económico (hoy fundamentalmente mediático), que hace al ejercicio de su soberanía.
Por ello, esta independencia de jueces entendida sólo desde una perspectiva clásica, constituye la historia de nuestro último cuarto de siglo pasado, cuando el control fue ejercido básicamente por la exclusión de los jueces de áreas de conflicto políticamente importantes, y luego también por formas de disciplinamiento interno, lo que les garantizó a los funcionarios una supervivencia relativamente disimulada –y siempre pretendidamente aséptica– por lo menos hasta el día de hoy.
Se trata de una independencia meramente corporativa, como enseña Boaventura de Souza Santos, esto es, un desempeño burocrático y reactivo centrado en el microlitigio clásico y políticamente neutralizado. Contra esto se alza una independencia democrática, donde se defiende la responsabilidad política del judicial a través de un desempeño más activo. Este punto de vista democrático y no corporativo, no sólo asegura resolver un conflicto con ausencia de presiones de los poderosos, sino –y por sobre todo– decidir contra los intereses sectoriales que pugnan por mantener un statu quo inequitativo que en nada contribuye al avance de la vigencia de los derechos.
En definitiva, una noción fuerte de independencia entendida democráticamente, además de abarcar la garantía de no manipulación del poderoso, también se integra con una determinada configuración del poder judicial con capacidad institucional para la ampliación de los derechos. Esta, y no otra, es su fuente de legitimidad.
* Juez de la Cámara Federal de Casación Penal.
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