Lunes, 3 de agosto de 2015 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
El lunes que viene –la próxima vez que tenga este espacio para divagar– ya va a ser tarde, con las PASO nacionales y provinciales puestas, y por eso que me gustaría decir ahora que me cae muy bien Aníbal Fernández, al que no conozco sino por sus dichos, hechos y escritos. Y por sus flagrantes enemigos. Y con eso –por ahora– me alcanza y sobra para estar de su lado.
Aníbal es el candidato que –me consta– muchos hubiéramos votado para presidente. Por eso –aunque espero y confío en que su nominación se impondrá– quisiera dejar sentado que sería una lástima que no fuera él el hombre que el Frente para la Victoria lleve como propuesta en el distrito bonaerense, donde no me tocará votar pero del que me siento parte.
Aníbal me gusta y me identifico en gran parte con él porque es el último jauretcheano. Un envidiable atributo. No el jauretcheano final –porque siempre habrá cría, ya que la realidad los pide y los seguirá pidiendo como antídoto ante tanta prédica mentirosa– sino el mejor intérprete contemporáneo, en concepto y estilo, del ilustre deschavador de zonceras. Genuino zoncerólogo que se le ha animado, hace unos años, a escribir o dictar la continuación glosada del mítico manual de don Arturo. Y con eficacia. Como Jauretche, Aníbal es informal (por coloquial) en la expresión, pero riguroso en el concepto y las ideas simples (pero no ingenuas), llanas y contundentes. Y no es un mero provocador ni un polemista pintoresco, como solían endilgarle intencionadamente desde la necia compostura al hombre de Forja: es en el fondo un docente. Pero no un autor de libros de pedagogía sino un maestro de grado, de los que se arremangan cada día, esquivan los tizazos, se cagan en el programa si es necesario pero dan clase igual.
Y hay algo más. Como decía en otros contextos Borges de Oscar Wilde, es tan ingenioso y rápido que suele perderse de vista el hecho básico de que habitualmente tiene razón. Y que tiene razón diciendo lo que piensa, lo que cree y lo que sabe. No lo que le dijeron o lo que le gustaría o lo que quieren oír los que reparten (o no) la torta.
Y es –dicen– irritativo e incorrecto. Y que por eso “no mide”. Hay que matizar: es irritativo para los que debe serlo. Les jode, y está bien que así sea. Y en cuanto a la incorrección, de aparentes correctos y solemnes que se prepararon, engrupidos, para ser frutilla de un postre que eran incapaces de cocinar, como Luder y De la Rúa (a los que confieso haber votado, gil de mí), está lleno el infierno de los políticos flotadores.
Además, me gusta Aníbal precisamente por lo que se suele descalificar a los que son como él: es (en todos los sentidos) un político. Me explico: me gusta por tener todo eso que uno no tiene (y tantos otros carecen) que es la genuina vocación política. Porque uno, como la mayoría, lo que tiene son opiniones políticas –convicciones incluso, si se quiere– pero no vocación. Energía para dedicarse, para pelear cotidianamente, para lidiar las desgastantes batallas diarias sin perder de vista el sentido general de la guerra. Está hecho con esa (extraña) madera. No pasa por ahí de vez en cuando a ver si moja un cargo, a ver si se le da, y si no vuelve a la empresa o a la vocación artística o deportiva. Me revientan los políticos ocasionales. Y por eso me gusta de Aníbal su condición de político pleno, asumido, vocacional. La política es su hábitat y no entra y sale de ella según las coyunturas sino que vive por y para la política. Y porque sabe que hacer política es trabajar desde las convicciones para modificar la realidad y arrimarla a lo que uno cree que debe parecerse; y que para eso hay que plantearse la cuestión del poder. Y –en esa dirección– la posibilidad del acceso al gobierno como instrumento para pelearle los espacios al poder real. Lo demás es –dentro del sistema que vivimos– simplemente palabras, palabras, palabras.
Como éstas. Sólo palabras que no compensan ni substituyen la acción ni la militancia. Simples opiniones. En este caso para respaldar, sin más fundamentos que los desmañadamente expuestos, el laburo y la propuesta de un zoncerólogo perspicaz y sin mordaza. Temible como aquel otro Hannibal, el que mordía. Pero éste no es Lecter sino lector. Buen lector, además. Que no es poco. Mucho más cuando se trata de lidiar con tanto burro correcto con boleta, tanto improvisado político marketinado de apuro y sin pudor, que no sabe –entre otras tantas que debería– ni quién era ni menos qué hizo y dijo Arturo Jauretche.
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