Miércoles, 30 de diciembre de 2015 | Hoy
Por Noé Jitrik
No cabe duda de que la famosa consigna que Sarmiento acuñó tempranamente, “Civilización y barbarie”, tuvo una gran fortuna. De dos tipos.
Uno, sirvió para condenarlo para la eternidad, puesto que de ella emanaban otras expresiones, tremendas, que se han convertido en lugares comunes indefendibles, “no ahorre sangre de gauchos”, “el mejor paraguayo es un paraguayo muerto” y, seguramente hay otras más, los numerosos antisarmientinos que no faltan –deliberados y razonantes algunos, espontáneos y balbuceantes los más– las deben tener registradas en esa “historia local de la infamia” que no cesa de enriquecer sus páginas.
El otro es que la fórmula apareció, providencialmente, como un interpretante de conflictos políticos que tampoco cesan aunque no tengan las mismas características de las que se valió Sarmiento para encarnar su ocurrencia. Y como prueba de ese éxito podemos afirmar que, de hecho, en casi todos los enfrentamientos registrados por la turbulenta historia de América Latina esta oposición parece estar violentamente presente, unos arrogándose la civilización y calificando a sus contendientes de bárbaros y éstos, cuando son vencidos, acusando a los civilizados de pretender serlo más que de serlo realmente.
Pero tal vez Sarmiento desdeñó el origen de uno de los dos términos, el de bárbaro: omitió que en la tragedia griega son bárbaros los que vienen de afuera, los extranjeros, los que hablando en un idioma ininteligible irrumpen en un lugar y en un momento en el que había valores y reglas y conflictos pero no la voluntad de que los vinieran a borrar desde el exterior. Uno puede imaginar la llegada de los hunos a Roma y lo que eso significó pero, como los modales de esos visitantes eran más bien violentos, se produjo un desplazamiento semántico y la palabra indicó este carácter más que el originario; se consagró esta acepción y a ella se plegó Sarmiento que, por otra parte, poseía un dominio sin igual de la lengua. Eso lo llevó a cometer una suerte de inversión en la que reside, justamente, el éxito de esa expresión y lo equívoco de su interpretación porque los que venían de afuera eran los que él consideraba civilizados y a los que estaban ahí los llamaba bárbaros aunque no hablaran un “idioma ininteligible”.
Parece difícil prescindir de la fórmula que ha sido utilizada y aplicada como si estuviera, y lo estaba, incorporada a la lengua natural. Hay ejemplos célebres: con ella el sagaz León Trotski califica de bárbaro a su implacable antagonista, ese durísimo Stalin que no sólo terminó por hacerlo asesinar, sino que se echó a millones de rusos e impuso métodos de represión que cualquier espíritu esclarecido, o sea civilizado, repudiaba además de padecerlo.
Claro que no es lo mismo si se evoca la llegada de españoles, portugueses, franceses e ingleses a América, a Africa y a Oriente, sin dejar de lado la Polinesia, que, portadores, según ellos, de la civilización, y redentora fe cristina, sometieron, esclavizaron, enfermaron, masacraron a poblaciones, bárbaras según ellos, que no los habían invitado: esos civilizados, retomando la distinción semántica inicial, porque irrumpían, pero también la segunda, la violencia, eran los verdaderos y clásicos bárbaros aunque supieran, no siempre, leer y escribir, y esgrimieran, casi siempre, esa legitimante cruz que les garantizaba la muerte de los demás, o sea de esos inermes bárbaros que no creían en esa civilización ni en la anhelada recompensa del acceso al cielo.
¿Remedaba o reproducía Sarmiento esa misma actitud, o sea que entendía la civilización como una imposición en un lugar que no lo esperaba ni lo merecía? Tal vez de lo concreto de su texto brota una contradicción pues no sólo reconoce sino que exalta expresiones y tipos que no vienen de la mano civilizatoria sino que son productos de ese vacío en el que había situado la barbarie que la civilización debía combatir. No es de extrañar, Sarmiento no vacilaba en contradecir y contradecirse y ésa, con ser tan densa, fue sólo una y de grandes frutos pues de la descripción de esos tipos humanos, tan primarios y primitivos, el rastreador, el baqueano, el gaucho cantor, el gaucho malo, brota con una fuerza sin igual el proyecto de una literatura. Lo que no es poca cosa.
La expresión no se clausura en estas pocas recuperaciones. Por suerte, algunos espíritus clarividentes emplearon la palabra “bárbaros” en su sentido primero y original. Por ejemplo, Rubén Darío, a quien no se le puede negar clarividencia, además de manejo perfecto de la lengua. En 1893 escribió en un poema titulado “A Francia” estos perdurables versos: ¡Los bárbaros, Francia! ¡Los bárbaros, cara Lutecia!”, con los que se abre el poema y, como si quisiera aclarar de qué se trata, un poco más adelante proclama: “... el viento que arrecia del lado del férreo Berlín”, para rematar “Hay algo que viene como una invasión aquilina/ que aguarda temblando la curva del Arco triunfal. Tannhäuser!” Y si para muchos Wagner no encarnaba precisamente la barbarie para Nietzsche lo hizo, tremendamente inquieto por los pujos que observaba en una Alemania que no era todavía la del nazismo para calificar cuyas prácticas la palabra “barbarie” fue tímida; Sarmiento habría considerado, frente a las atrocidades en las que se entretuvieran los nazis, que sus gauchos eran unos ángeles, ni remotamente acusables de genocidios y esas locuras que destruyeron la moral de un país que, sin haber sido Grecia, había logrado niveles de civilización imponentes, desde Bach a Kant y Hegel, Schubert y Novalis, Heine y Schumann, Einstein y Marx, Freud y Kandinski, Murnau y Bauhaus, la lista es interminable y los nazis, que irrumpieron en esa fantástica escena, destruyeron todo. De modo que decir barbarie, en la síntesis entre irrupción e ininteligibilidad y destrucción, en ese caso, es pertinente en sus dos acepciones. A esto atendió, creo, Borges, cuando escribió “Deutsches réquiem”, tal vez un lamento por el lamentable lugar al que había sido arrojada la cultura alemana y, de paso, la civilización a la que había aportado.
Preocupación constante, seguramente la oposición y el dilema asediaron el imaginario de muchos escritores. Y, puesto que menciono a Borges, a él en particular de la particular manera en que lo abordó en varios textos: “El General Quiroga va en coche al muere”, el “Poema conjetural” (Laprida y el íntimo cuchillo en la garganta) y, aunque parezca raro decirlo, en “Tlön, Uqbar y Orbis Tertius”. Un mundo virtual, perfecto, brotado de una enciclopedia, es descripto minuciosamente pero de él emana una sustancia perniciosa; sobre el final, hay una muestra de una posible y atroz irrupción. El narrador escribe: “Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial, de Browne”.
“Yo no hago caso”, ante la amenaza de una barbarie racional.
Pudo decirse eso el personaje central de 1984, esa figuración aterradora de George Orwell en la que el mundo ya ha sido irrumpido y la violencia ha normalizado todas las relaciones humanas, menos la de un solitario resistente, que termina por ceder, o el de Un mundo feliz, de Huxley, solitario poseedor de un único ejemplar de las obras de Shakespeare, pobre instrumento para enfrentar todo eso que ya pasó.
¿Actualizan a la manera de las utopías negativas lo que ocurrió cuando llegaron los normandos a Inglaterra desde otra y lejana parte, con otros dioses y mucha más fuerza y al imponerse a los lánguidos residentes se fundieron con ellos creando un nuevo pueblo, una nueva lengua y una nueva cultura? Los árabes en España no lo lograron del todo: eran los civilizados y los bárbaros eran los astures y los galos y los godos, que tenían otros planes de presente y de futuro; después de un intento de varios siglos terminaron por retirarse humillados dejando algunas palabras, el magnífico Generalife y unos cuantos bellos y tristes romances.
Es interminable esta historia, con momentos más feroces que los pretendidos encuentros, tal como con esta palabra se trata de tapar el tremendo encontronazo que significó la llegada de los civilizados españoles y otros a lo que serían posteriormente las Américas. ¿Cómo encontrar, a nuestro turno, la salida a la cárcel semántica que implica esta frase, tan llena de contradicciones y de viajes de un término al otro, reversibles en sus alcances? Lejos queda Sarmiento y su ocurrencia y, en cambio, lo que queda son esas palabras cuyos alcances no sólo han inspirado obras literarias y cinematográficas a raudales sino que están instaladas en vivencias y experiencias que sólo ellas ayudan a entender. Porque está la actualidad que nos brinda episodios que reponen en escena estos términos y no tenemos más que exclamaciones para interpretarlos: ¿no nos parece algo propio del circuito de la barbarie el aditamento de la crueldad en delincuentes menores? ¿Y qué respuesta nos genera la destrucción de la ciudad de Palmira, restos de una orgullosa civilización? ¿Otro calificativo que barbarie? Y algo aún más perturbador: la oleada de gente bien vestida, que habla como nosotros pero no como nosotros, que ostenta títulos seudo universitarios, pero que, como exterminadores que vienen de un afuera depredador, se precipita –irrumpe– sobre la existencia de los demás en un envión de rapiña sobre la riqueza de un país y el futuro de gran parte de su población. ¿Civilizados porque visten ropas caras?
¿Podremos tener la actitud del pasivo narrador de Tlön? ¿Podremos “no hacer caso” cuando, es evidente, las irrupciones que sacuden al mundo son constantes e indetenibles? Los que irrumpen son hordas, físicamente reales o figuradas, de todo tipo, tradicionales como las presuntamente religiosas, económicas como las especulativas, culturales como las tartamudas que ocupan lugares en la educación y la cultura. Hordas que no necesitan invocar al clemente Mahoma, al feroz Thor ni al lúgubre Wotan pero que tienen armados los altares en el que se exalta la gloria inmarcesible del vengativo dios dinero.
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