Martes, 26 de enero de 2016 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Agobiado, desgastado, irritado y, sí, entristecido por el gran circo electoral-pactófilo-investidor de las últimas semanas (con Rajoy el candidato declinador, Sánchez el rodeado por todos, Rivera el servicial pero maquinador Manny Manitas, Iglesias el auto-épico por asalto; todos como en un patio de escuela dándose empujones) Rodríguez decidió tomarse un descanso de todo eso: ya no leer las páginas políticas. Y pasar directamente –para peleítas, le alcanza y le sobra con eso de la ausencia de afroamericanos en las candidaturas a los premios Oscar– a los suplementos a por material más ligero pero más trascendente. Así que es así como Rodríguez salta directamente hasta los suplementos (cada vez hay más suplementos por día; pronto habrá un suplemento dedicado a los suplementos) y, en El Mundo del pasado miércoles, se encuentra con la reproducción a toda página de una carta manuscrita. Letra infantil y redonda. Y, sin fijarse de qué va el asunto, la lee. Y dice así:
“Papá, mamá, estos 11 años que llevo con vosotros han sido muy buenos y nunca los olvidaré como nunca os olvidaré a vosotros. Papá, tú me has enseñado a ser buena persona y a cumplir las promesas, además, has jugado muchísimo conmigo.
Mamá, tú me has cuidado muchísimo y me has llevado a muchos sitios. Los dos sois increíbles pero juntos sois los mejores padres del mundo. Tata, tú has aguantado muchas cosas por mí y por papá, te estoy muy agradecido y te quiero mucho. Abuelo, tú siempre has sido muy generoso conmigo y te has preocupado por mí. Te quiero mucho. Lolo, tú me has ayudado mucho con mis deberes y me has tratado bien. Te deseo suerte para que puedas ver a Eli. Os digo esto porque yo no aguanto ir al colegio y no hay otra manera para no ir. Por favor espero que algún día podáis odiarme un poquito menos. Os pido que no os separéis papá y mamá, sólo viéndoos juntos. Os echaré de menos y espero que un día podamos volver a vernos en el cielo. Bueno, me despido para siempre. Firmado Diego. Ah, una cosa, espero que encuentres trabajo muy pronto, Tata. Diego González.”
Alcanzado el nombre de la última línea, Rodríguez se entera que Diego –once años de edad, muy maduro para su edad, excelente alumno, con ataques de pánico a la salida de la escuela según sus padres, y sin ningún problema a la vista según sus compañeros y maestros, pero ¿pasaba o pasa algo en ese colegio religioso de Madrid, por Dios?– terminó de escribir esa carta el pasado octubre. Carta que recién se hace pública. Ahora se sabe que Diego la puso bajo su muñeco favorito (Lucho, de Los Lunnis, su fetiche desde bebé, contaron los destrozados padres del niño), y que abrió una ventana y saltó al vacío desde un quinto piso. Rodríguez se dobla sobre sí mismo con los ojos llenos de lágrimas. Desesperado –por favor, rápido– se lanza sobre la primera noticia de que habrá nueva ronda de consultas para ver quién NO será jefe de gobierno. Y que el Rey recibirá y sonreirá a todos y tal vez, al caer la noche, se dirá que ya no aguanta más, y que no quiere seguir recibiendo a todos esos políticos que lo visitan por estos días.
DOS Y a finales de diciembre y principios de enero Rodríguez flotaba –ya se dijo aquí– ese espejismo findeprincipiodeañero: la Zona Feliz. Ahora no. Ya pasó. Ahora, ese enero a secas con un clima enloquecido (planetariamente meteorológico y nacionalmente social), y pronto pasará la histeria consumista de las Rebajas (esa casi fecha patria), y la verdad volverá a estar ahí fuera, como advierten los recién retornados X-Files.
De ahí que el Rodríguez efímeramente feliz (pasajera condición singular) se concentre ahora en la felicidad (permanente estado plural) y se interese, casi desesperado, por todo lo que tenga que ver con ella. De ahí que busque y encuentre y lea todo lo que se va sabiendo/descubriendo acerca de aquello de lo que Carl Jung midió con un “Las cosas más pequeñas con significado valen mucho más que las cosas inmensas que no significan nada”. De acuerdo, se dice Rodríguez. Lo que no quita que semana a semana juegue a la lotería con la esperanza de ganar y, así, poder hacerse con millones y millones de significativas cosas pequeñas. Y, sí, están aquellos que recomiendan trazarse un “mapa de felicidad”: elaborar una tabla horaria de actividades semanales, puntuarlas de menor a mayor, dedicarles más tiempo a unas que a otras, ser feliz. Pero no es sencillo, claro. Rodríguez lee en un artículo de Facundo Manes en El País que el ser humano es –dejando de lado los animales de Disney– el único capaz de potenciar su bienestar y gozo pero, también, de aumentar su sufrimiento e intensificar sus blues. Y allí se distingue entre dos metas/premios: la felicidad inmediata y hedónica y la felicidad a largo plazo o eudaimónica. El placer puro e instantáneo versus la satisfacción meditada y a paladear. Lo primero, se argumenta, no garantiza la felicidad sino alegrías surtidas. Lo segundo –que incluye la presencia de seres queridos, el disfrute de los propios logros– estimula las neuronas, potencia la salud, nos convierte en mejores personas dentro de un mejor envase. Lo primero no es que está mal tampoco. Y Rodríguez se pregunta a cuál de las categorías pertenecerán –los vio noches atrás en un programa de tv llamado Conexión Samanta– esos felices hombres y mujeres que, en la intimidad de sus hogares, deciden volver a ser bebés: ponerse pañales, emitir sonidos guturales, beber mamaderas y, sí, hacerse encima con una sonrisa cuasi orgásmica. El síndrome se llama Autonepiofilia y Rodríguez, un tanto incómodo incluso viéndolos desde tan lejos y a través de una pantalla de plasma, se preguntó si eso sería la felicidad. Se respondió que no; pero de felicidades no hay nada escrito. Y volvió a leer sobre lo del principio, lo de siempre, lo que vuelve a distinguir a los hombres de los animales: ¿el dinero hace la felicidad? Los especialistas –a los que Rodríguez estima como más o menos felices– no se ponen de acuerdo: están los que argumentan que el esfuerzo y las preocupaciones para obtenerlo y mantenerlo es demasiado; y están los que explican que, de acuerdo, pero una vez que lo conseguiste quién te quita lo que vas a bailar. Y también están los juguetones y paradójicos que avisan que es la felicidad la que hace al dinero. Las conclusiones de unos y otros –a partir de encuestas y de estadísticas– es que los ricos (que también lloran) son más felices que los pobres (que a veces ríen). Pero no mucho más felices. Y que, a la hora de la verdad, lo que a unos y otros más importa es la salud y evitar tristezas y traumas como esos que –warning!, warning!– hacen que cada vez se suiciden más niños entre los nueve y los once años porque “no aguantan más”.
Descansen en paz.
TRES No al final, pero sí por ahora, Rodríguez no saca nada demasiado en claro a partir de todo lo leído. Hace frío (no demasiado) y se pregunta si es hedónico o eudaimónico. Y se responde que falta menos (cuenta las horas y los minutos y los segundos) para ir a recoger a su hijo a la salida del colegio y ahí abrazarlo muy fuerte y hacerle cosquillas y después, de camino a casa, preguntarle como quien no quiere la cosa si es feliz.
Rodríguez se dice que sería muy feliz si su hijo le respondiera que sí.
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