Sábado, 23 de abril de 2016 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
El coronel Ramón Falcón había sido el represor del acto de la FORA, la central obrera anarquista, el 1º de mayo de 1905. Ese día se llevaban a cabo dos actos por el Día del Trabajador. Los socialistas por un lado y los anarquistas por el otro. Estos se reunieron en Plaza Lorea, casi todos obreros de origen italiano, español, portugués y ruso. Llevaban banderas rojas y gritaban: “¡Mueran los burgueses!, ¡guerra a la burguesía!”. Al frente iban las banderas rojas, bordadas con letras doradas. Rompieron algunas vidrieras de los negocios que no habían cerrado sus puertas, lo mismo que atacaron a los conductores de tranvías que no se habían sumado al paro. En ese momento llegó un auto al cruce de la Avenida de Mayo con Salta, en el que viajaba nada menos que el jefe de la Policía, coronel Falcón. Frente a su presencia, los anarquistas reaccionaron al grito de “abajo el coronel Falcón”, “mueran los cosacos”, “guerra a los burgueses”. A Falcón, directamente le gritaban “perro”. Esa fue la señal para que el jefe de policía ordenara el ataque de los uniformados contra las masa obrera. Se desató una lluvia de balas y, con ellas, comenzó uno de los grandes dramas de las luchas obreras. Atacó, además, la caballería de la policía. Caían los obreros, la plaza se quedó vacía y el pavimento sembrado de gorras y charcos de sangre. Fueron recogidos tres cadáveres de militantes obreros: Miguel Beche, español, vendedor ambulante; José Silva, español de 23 años, tendero; y Juan Semino, argentino de 19 años, albañil. Luego morirían tres españoles. Los heridos eran rusos, italianos y epañoles.
El coronel Falcón clausuró los locales anarquistas y encarceló a sus dirigentes. En respuesta, los obreros socialistas se unieron a los anarquistas y proclamaron el paro general por tiempo indeterminado. Lo levantarían solamente si renunciaba el coronel Falcón. Sesenta mil obreros acompañaron al cementerio los restos de los compañeros caídos. Por su parte, el coronel Falcón concurrió al cementerio de la Recoleta para asistir a las exequias de su amigo Ballvé, director de las penitenciarías. En el coche en el que viajaba Falcón iba también el joven Lartigau, su secretario particular. Cuando el coche tomó por la avenida Callao, un joven con un paquete en la mano comenzó a correr al lado del mismo y, cuando dobló, el joven le arrojó el paquete al vehículo que inmediatamente explotó. El agresor fue perseguido y se pegó un tiro en el pecho para no ser apresado con vida. El coronel Falcón quedó malherido y murió horas después, igual que su secretario, el joven Lartigau.
El que arrojó las bombas era el anarquista ruso Simón Radowitzky. Enseguida fue agredido por la multitud, ante la cual gritó desafiante: “¡Viva el anarquismo! No me importa: para cada uno de ustedes tengo una bomba.”
Una vez capturado fue conducido al hospital donde se comprobó que había sufrido unas heridas leves. Era ruso y solo tenía 18 de edad.
Fue juzgado y condenado a muerte, pero el ruso demostró que era menor de edad. La ley no permitía la pena de muerte para un menor. Por ello, fue condenado a prisión perpetua y trasladado meses después a la prisión de Tierra del Fuego. Allí sufrió toda clase de castigos, entre ellos la tortura. Por muchos años, la vida de Radowitzky entró en un cono de silencio. Ya nadie hablaba de él como si nada hubiera ocurrido. Hasta que un día salió en la tapa de todos los diarios del país: “Radowitzky huyó de la cárcel de Ushuaia”. Pero no tuvo suerte y fue apresado cuando emprendía el camino a Chile.
Por muchos años más, la vida de Radowitzky volvió al silencio. Ya nadie hablaba de él como si la fuga hubiera sido su capítulo final. Sólo en los círculos anarquistas el mito de su figura iba creciendo con el tiempo. En 1925 –a siete años de la fuga– un periodista del diario La Razón logró entrevistar al preso en Ushuaia. Así lo describía: “Simón es un sujeto de mediana estatura. Delgado, frente despejada y algo calvo, quijada prominente, cejijunto y ojos pequeños, vivos. Tiene 34 años y hace 16 que está en presidio en el que trabajó de todo. Su celda es modelo de limpieza y en ella se ven retratos de familia. Es voluntarioso para hablar, casi diríamos locuaz. Sostiene que mató a Falcón a impulso de sus convicciones”
Hasta que en Semana Santa de 1930, el presidente Hipólito Yrigoyen indultó a Simón. Pero Yrigoyen cometió un pecado contra la ética: indultó al preso político pero lo expulsó del país. Fue embarcado en un buque que cruzó el Río de la Plata para llevarlo a tierra uruguaya. Con una medida ridícula: le hacen pagar su pasaje a Montevideo. El expulsado puede hacerlo con el dinero que le han enviado sus compañeros ideológicos desde la Argentina. Increíble la pequeñez de esas autoridades.
Finalmente desembarcó en Montevideo pero poco después fue detenido y llevado a la isla de Flores, en condiciones lamentables. Hasta que se le permitió ir a Montevideo y fue enviado de nuevo a la cárcel. Seis meses después fue liberado. Marchó entonces a España para luchar en la Guerra Civil contra el dictador Francisco Franco. Perdida la guerra, viajó a México. Allí vivió y trabajó hasta los 65 años de edad, cuando murió de un ataque cardíaco. Mató por idealismo y fue siempre fiel a sus ideales.
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