Lunes, 11 de julio de 2016 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Compartí con él, allá, en la prehistoria, una casa que alquilamos juntos, cuando no era todavía Víctor Grippo, sino un estudiante de la Facultad de Química y Farmacia, en La Plata, y militante de la Fede universitaria. Alquilamos esa casa, nuevita, a estrenar, en el barrio de Los Hornos. La casa, cada tanto se llenaba de polvo; decía Víctor que se debía a que era sucia porque la calle no estaba asfaltada, aunque, en verdad, era porque la barríamos muy de vez en cuando, a lo sumo en una ocasión por mes. Acudían allí, generosas, nuestras novias, con paquetes y provisiones; las de Víctor, muchachas modiglianescas o que él convertía en estilizados cuellos, en ojos, en bocas de Amedeo Modigliani, cuando tenía la amabilidad y el gusto de representarlas.
Mi suerte vino de su estética mano y de la de un compañero de él, de la Facultad, quien concurría a casa a leer los libros de nuestras bibliotecas y a hablar de literatura, o a quedarse horas y horas en silencio, mientras Víctor practicaba por entonces pintura figurativa y retratos de mujeres lánguidas. Este amigo trataba de estudiar Química por ellos dos, y se distraía armando crucigramas. Sí, exactamente: ese joven, del que ya, por cierto, no conservo ni el nombre (pero sí un apodo algo macedoniano: “El muchacho que armaba crucigramas”), no se dedicaba a llenarlos o a responderlos, sino que los armaba, es decir, componía las preguntas, lo cual era, para mí, que había pasado el final de la niñez y toda la adolescencia estudiando teoría de ajedrez, bastante más difícil y más admirable.
Andaban también por ahí, en nuestra casa, en otras casas y pensiones, y sobre todo en el café “El Parlamento”, de la esquina de 7 y 51, Dipi Di Paola (quien alguna vez novió o simplemente se enamoró de la hermosa hermana de Víctor), Mariano Betelú, probablemente Jorge Rubén Vilela (Marlon) y otros muchachos de Tandil, los hermanos Massadi (Eduardo y Juan, músicos, pianistas y compositores, escritores y lectores, ya no recuerdo cuál lo uno y cuál lo otro, aunque me animo a creer que Juan era el pianista y novelista), y gentes de igual calaña, prodigando conciertos caseros, bastante alcohol, mujeres rocambolescas y anécdotas de un señor polaco que, a la sazón, vivía en Tandil, y al que sus coterráneos imitaban, especialmente cuando pedía un “apagapito” (así llamaba el personaje al encendedor) para prender su cigarrillo. Ese señor polaco (el lector atento y perspicaz ya lo habrá intuido) se llamaba Witold Gombrowicz. Vivía en Tandil, y a veces se afincaba en la Capital y en la confitería del Rex, en la calle Corrientes, donde jugaba, mucho mejor que yo y que varios otros adherentes, innumerables e imbatibles partidas de ajedrez. Siempre que me encuentro con Ricardo Piglia, los evocamos y recordamos con igual admiración y ternura.
Hay ahora, en la magna Historia Crítica de la Literatura Argentina, que conduce el querido Noé Jitrik, un trabajo de quien sabía mucho sobre el tema, Alejandro Rússovich, donde se señala que “Macedonio Fernández, tan audaz en sus proposiciones sobre la narración como él (Gombrowicz), reparó en el personaje y tal vez reconoció, como lo señala Germán García, en sus aparentes extravagancias mucho de lo que configuraba su propio imaginario”. Más sorprendente todavía (dan ganas de decir “más alucinante”), es la afirmación contenida en el “Apéndice” de Jorge Di Paola (para mí, todavía, Dipi) que continúa ese trabajo, y en el cual se escribe, aunque la cabeza se resista a creerlo, que Witold Gombrowicz: “Muchas veces fue profético en sus páginas, hasta el asombro: en el 57 conjeturó que sus ideas llevarían a Roberto Santucho a ser un soldado de la revolución armada, y a
Para retornar a Víctor Grippo (aunque no se crea que me he alejado demasiado), recuerdo que él fue quien primero insistió en que yo conociera y penetrara en Los siete locos, “si andaba bien de ánimo y no iba a deprimirme”. A pesar de que me deprimía bastante por aquella época, seguí pronto su consejo, y descubrí lo que todos por ese entonces y cuando entrábamos allí descubríamos: a uno de los gigantes de nuestra literatura. A Víctor no le satisfacía la representación de la llamada realidad, ni los retratos, por más estilizados que los facturara ni por más atractivos que fueran sus modelos, los paisajes, los objetos del vasto-vasto mundo. Bregaba por introducir lo verdaderamente ideológico, aquello que él consideraba lo ideológico, en la hechura de la obra: pugnaba por dar cuenta del trabajo, de la mesa de trabajo, de las herramientas y de los objetos salidos de la labor manual.
Esa era para él la concepción de la tarea estética de un materialista, y así lo plasmó a lo largo de los años que siguieron en sus fervientes obras. Es hacia 1970 que comienza su ciclo de “Analogías”, empezado con papas, electrodos de cobre y zinc, cables eléctricos, botón pulsador, madera y texto, reelaborando las ideas tradicionalmente opuestas entre arte y ciencia, naturaleza y cultura, realidad y ficción. Piezas o instalaciones de estos años admiten ser llamadas conceptualistas (“el todavía innominado conceptualismo”): apelan a la materia viva como la papa y el pan, y a elementos cotidianos como mesas, sillas, platos y cubiertos. Se presentan Analogía I (1970 y 1977), Analogía IV (1972), Algunos oficios (1976), Valijita de Panadero (1977). Recorrí con atención y descontado interés la muestra que, en 2004, organizó el Malba: Víctor Grippo. Una retrospectiva. Obras 1971-2001, exposición bastante completa, curada por Marcelo E. Pacheco, con un total de 85 piezas, que se presentó al año siguiente en el Miami Art Center (MAC) de los Estados Unidos. Como él mismo explicaba, abandonó la figuración y hasta la propia pintura para exponer “mecanismos”, ya que se pueden pintar máquinas o imágenes de máquinas, pero él pasó de pintarlas a incorporarlas “a un sistema de simbolización, a un lenguaje”. Los oficios fundacionales de una sociedad se incluyen en Algunos oficios (1976): el herrero, el carpintero, el picapedrero, el campesino, el albañil. Para Guy Brett (“Equilibrium and Polarity”), más allá de un simple himno al trabajo, Grippo “trata de disolver las escalas de valor tradicional entre arte y artesanía en una imagen de reciprocidad”. Por otra parte, haber elegido los alimentos más humildes, el pan o la papa, americana, es significativo, como darles un valor en su relación con la conciencia humana y con la energía.
“En el momento actual –sostuvo–, el Artista puede jugar un rol más importante que su propia obra, al situarse entre la fuerza social que lo nutre y la Fuerza Social que de la imaginación creadora puede derivarse. El artista tomará como punto de partida una intención ética y de progreso verdadero transformándose en integrador de múltiples experiencias, en oposición a la continua fragmentación a la que nos somete nuestra sociedad, para contribuir a la concepción de un hombre más completo. El arte es un estado exacto del hombre”.
* Escritor, docente universitario.
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