CONTRATAPA

Homo Cero

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Todo lo sólido no se desvanece en el aire sino que todo lo insólito se solidifica en la atmósfera. Basura microscópica de esa que respiramos todos los días y baila en los pulmones y, desde allí, al corazón y al cerebro, y patada al hígado y dolor de estómago y “hay una manchita en la radiografía que no me gusta”.

Ejemplo: se oficializa la noticia de que el dinero que el Estado “prestó” en 2012 a los bancos para “la recapitalización del sistema financiero” y que se aseguró que bajo ningún concepto pagaría la ciudadanía (“el préstamo no tendrá costo para la sociedad, sino todo lo contrario”, dijo Luis De Guindos, ministro de Economía, con ese fraseo cruza de cardenal vaticano con de hipnotizador de feria) ahora resulta que jamás se recuperará y que te vaya bonito. Y las últimas encuestas determinan que -en un marco de abstención creciente para unas terceras elecciones de los mismo y de los mismos- el Partido Popular volvería a subir en votos pero no en los suficientes como para gobernar a solas, y ya saben cómo sigue. Hagan cuentas.

En semejantes circunstancias, a Rodríguez se le hace inevitablemente irresistible un artículo de Nuño Domínguez en El País sobre la publicación en español del relato de cómo alguien “encontró el origen del mayor logro intelectual de la mente humana”. El libro se titula En busca del cero: la odisea de un matemático para revelar el origen de los números (Biblioteca Buridán) y está firmado por un tal Amit Aczel, de quien Rodríguez nunca había oído hablar. Culpa suya, de Rodríguez, se entiende. Porque desde su infancia (habiendo dominado la suma y la resta y la multiplicación; no así la división y todo se enturbió con la entrada en escena de la coma) Rodríguez le tiene un gran temor a todo lo científico y exacto.

Pero la historia de Aczel es apasionante y cuenta una trayectoria que zarpa acompañando a su padre -capitán de cruceros por el Mediterráneo- y atracando en Montecarlo y quedando hipnotizado por los giros de las ruletas del casino, por los numerales griegos y romanos donde el cero brilla por su ausencia, y por la inspiración para el sistema decimal en base a los diez dedos de manos y de pies. Pero lo que quiere restar Aczel es las múltiples teorías en cuanto a la génesis del cero (hasta el siglo pasado atribuido a árabes o europeos; aunque si mal no recuerda Rodríguez los mayas y los mesopotámicos ya lo manejaban como concepto) pero presente desde muchísimo antes. En relieves de templos indios del siglo IX y en santuarios camboyanos con paredes fechadas en el año 678 de nuestra era a partir de la idea del cero como piedra fundamental en la nada del Nirvana. Aczel buscó y encontró las inscripciones perdidas y, habiendo hallado el cero original, murió de cáncer a los sesenta y cinco años y poco después de haber publicado su libro sobre esa idea precisa y esa noción romántica que es el cero. Abstracto y figurativo. Existencialista e inexistente. Ínfimo e infinito. Absoluto e insignificante.

Del cero venimos y al cero volvemos.

DOS Y el valor del cero es nulo. Y para Rodríguez resulta tan tentador insertar a continuación larga y vana parrafada sobre las posibles relaciones entre el ovoide carácter del particular cero y el cuadrado carácter de la clase política española en general y la estrategia inmovilista para “perseverar” de Mariano Rajoy (y de la “expulsión” de su hasta ahora queridísima cacique valenciana Rita Barberá a la que ya comienza a olvidar con ese don que tiene para la amnesia selectiva) y el hermetismo en la nada de Pedro Sánchez (a quienes los “barones” de su propio partido contemplan cociéndose a fuego lento pero constante empuñando cuchillos y tenedores para reducirlo a fracciones) y la dialéctica agotada de Pablo Iglesias y los giros en el vacío de Albert Rivera (que son cada vez más como esos transeúntes que pasaban por ahí de casualidad y de pronto, escuchan un estruendo, y miran al cielo, y no pueden creer lo que acaba de pasar).

Pero, la verdad, cero ganas de parte del cada vez más partido Rodríguez.

TRES Zona Cero. Un año más y van quince. Y Rodríguez piensa que, de aquí a un siglo, va a seguir emergiendo nueva data fílmica sobre lo ocurrido aquella mañana del 11 de septiembre del 2001. Todo lo incubado en cámaras portátiles –y eso que todavía no había estallado la iPhonemanía; lo que nos salvó de miles de selfies selfies y tweets y emoticones llorando o furibundos– pero aún así más y más material y hasta reliquias extraviadas, como esa oportunamente recuperada para la efeméride de esa bandera que actualizó entre las ruinas aquellas poses de Iwo Jima. Escenas más que suficientes para cubrir las próximas docenas de documentales conmemorativos del History Channel que (después de Hitler & Co.) tiene al World Trade Center como a su estrella más constante y brillante. La historia de cómodos rascacielos que de pronto se convierten en incómodos rascasuelos. De arriba abajo y desde todos los ángulos posibles; y desde entonces Rodríguez nunca ha dejado de preguntarse por que -en lugar de esa nueva torre singular-los norteamericanos no optaron por reconstruir al World Trade Center idéntico a cómo era; como diciendo: “si ustedes lo tiran, nosotros volvemos a levantarlo y lo haremos todas las veces que sean necesarias”. Producir así una especie de cero histórico sin negar lo sucedido pero sí negando a los negativos.

Ahora, Rodríguez (para desenchufarse de la cobertura de la Diada catalana y de los fluctuantes números de cuántos están ahí en las calles y de cuántos de los que están en sus casas no tienen ganas de independizarse de nada que no sea de sus jefes y/o sus parejas y/o sus padres y/o sus hijos y/o sus mascotas) ve un “nuevo” programa especial del History Channel sobre el 9/11. Elaborado con material en bruto sin editar y ordenado cronológicamente, acerca de aquella mañana de infamia que más o menos inauguró el túnel muy oscuro y sin luz a la vista en el que estamos metidos. Ahí, entonces, gente filmando desde calles y ventanas y evacuando y corriendo y gritando y diciendo cosas como “Ya no está allí, ¿verdad? Papi”. Y la voz Papi, cámara en mano, respondiendo con dicción de dos o tres whiskies con el desayuno: “Yeah”. Y un hombre que parece recién salido de New Pompeii, maletín en mano, cubierto de cenizas, respondiéndole a un periodista de esos que te clava un micrófono en la boca que “La verdad que no tengo nada para decir. No estoy teniendo un buen día”. Y los diálogos desesperados entre bomberos. Y los ojitos de Bush en esa escuelita de Florida. Y esa tormenta/nube de polvo corriendo por las calles de Manhattan, subiendo desde el sur, que cambió para siempre la estética de cine catástrofe y que alteró el tempo de la realidad: ya no bastaba con algo al principio o al final. Entonces, ahí, a lo largo de todo lo que dura una película (102 Minutos que Cambiaron a América, se llama la nueva entrega remozada y con flamantes añadidos de un laureado documental del 2008), primero un avión que se estrella y después se estrella otro y entonces se cae una torre y después se cae otra y, mientras tanto, en el Pentágono y en un bosque de Pennsylvania y…

CUATRO … tres, dos, uno…

CERO Pues eso, pues ese.

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