Sábado, 15 de octubre de 2016 | Hoy
Por Sandra Russo
“Mi querido teniente, contesté yo, poniendo el pie en el estribo, si la Civilización ha exigido que ustedes ganen entorchados persiguiendo la raza y conquistando sus tierras, la Ciencia exige que yo la sirva llevando sus cráneos a los museos y laboratorios. La Barbarie está maldita y no quedarán en el desierto ni los despojos de sus muertos”.
La pluma es de Estanislao Zeballos, naturalista y luego diputado y canciller. Publicó su obra más famosa, Viaje al País de los Araucanos, icónicamente en l880, para dar cuenta de sus incursiones en las fronteras que esa generación fundante de una nacionalidad pretendida, esculpida como fruto de la lógica racista imperante en las ciencias sociales y políticas de entonces, empujaba hacia el sur. A sangre y fuego. La expresión de Zeballos, vehemente en su épica colonizadora, estaba sostenida en el profundo desprecio hacia lo originario americano: ése fue el pilar cultural, intelectual y emocional que se desplegó como telón de fondo para suprimir la concepción de esos otros como humanos. Proféticamente, o acaso a modo de puntapié de una práctica que se repetiría trágicamente muchas décadas más tarde –esa increíble literalidad del ansia desaparecedora, que siguió latiendo en los bajos instintos dominantes–, esos hombres se sentían demandados por “la patria” a acabar con lo que ellos mismos identificaban como ajeno a su propio proyecto de país. No es difícil hacer asociaciones.
“Partimos al galope, pero pronto tuvimos que marchar despacio, porque ni es posible correr en los médanos, ni es cosa de soplar y hacer botellas el hallazgo de sepulturas araucanas entre el laberinto de dunas, dentro de las cuales las abrían los indios supersticiosos”. Zeballos, por lo que él mismo relata, y como tantos naturalistas contemporáneos suyos, fue un profanador de tumbas pero también un observador detallista de lo que profanaba. Se convirtió en coleccionista de cráneos indígenas que iba recogiendo después de las batallas, casi tan destacado como Francisco P. Moreno, a quien terminó donándole esos setenta y cuatro cráneos y un par de centenares de piezas geológicas y paleontológicas en l891. El destino fue el Museo de La Plata, donde fueron exhibidos.
A pesar de que la problemática de las restitución de restos humanos a las comunidades originarias que comenzaron a reclamarlos ya estaba planteada y vehiculizada generalmente a través de leyes nacionales o provinciales, recién en 2006 el Museo de la Plata fijó pautas de una nueva política al respecto. Se elaboró entonces un documento aprobado por el Consejo Académico de la Facultad de Ciencias Naturales y el Museo, según el que se dispuso oficialmente retirar toda exhibición de restos humanos de origen americano, así como el análisis de todos los pedidos de restitución. Esta semana, miembros de comunidades mapuche-tehuelche de Trenque Lauquen y Tapalqué recibieron los restos del lonko Gherenal, del machí Indio Brujo, del gran lonko Gervasio Chipitruz y del guerrero Manuel Guerra, que habían reclamado en abril.
En el informe que elaboró para esa ceremonia la División de Antropología del Museo, pueden leerse extensamente las páginas que en su libro más célebre Zeballos les dedicó a los cuatro caciques cuyos cráneos fueron fetichizados durante más de un siglo, como si no hubiesen sido parte de los cuerpos de cuatro seres humanos nacidos en ésta o en cualquier tierra. Es notable, leyéndolo, cómo brota certera y espeluznante la voluntad de aniquilamiento de “eso” que ocupaba el sur de Buenos Aires.
Zeballos estaba convencido de que si los araucanos, como él llamaba a los pueblos que fueron también llamados mapuches y tehuelches, no dejaban señales sobre las tumbas “como se remonta a los primeros de la Humanidad”, podían ser tratados como bestias. Había observado que esos indios no enterraban a los suyos sino que los sepultaban en los médanos salinos. “Enterrado el cadáver los araucanos matan el mejor caballo y dejan su osamenta sobre la sepultura. Creyentes en una vida más allá de la terrenal, el caballo sigue al amo para servirle en ella. Los blancos huesos de las bestias son, pues, la única lápida”.
No sólo el caballo acompañaba al muerto. También sus joyas de plata, que era lo que buscaban los soldados que cavaban en la arena para darle el gusto al naturalista. Sobre los cuatro caciques cuyos cráneos fueron restituidos ahora, Zeballos informó con detalle. Sobre el lonko llamado Gheneral, Zeballos narra que fue tras su cadáver unos seis meses después de la batalla en la que fue muerto “este cacique, el más valiente de los caudillos araucanos del Este”. El y un grupo de soldados volvieron a la escena pavorosa de ese campo de batalla ya atacado por fieras salvajes que habían desmembrado los cuerpos de los caídos. De hallar al Gheneral no tuvo dudas: “El correntino Salazar tomó parte de aquel combate y había derribado al cacique Gherenal, comandante de los indígenas en la acción. Recordaba que el indio había caído cerca de las barrancas del río, de suerte que era imposible no encontrarlo, interesándome vivamente, como sucedía por su cráneo. Lo hallamos, por fin y la identidad del cadáver fue en breve establecida por los soldados, deduciéndola del poncho azul con lunares blancos que el gran cacique ostentaba el día de la acción, y del pelo colorado del hermoso parejero malacara que el General montaba. Caballo y jinete yacían al lado y el poncho deshilachado alrededor”.
Zeballos sacó el cráneo con seis vértebras lumbares. “Es un cráneo de tipo araucano verdadero, por sus formas grotescas, sin simetría, deprimidas o sobresalientes, y por su volumen notable”, escribió. Lo lavó con alcohol y ácido fénico, para conservarlo durante su viaje y luego entregarlo al estudio de profesores, “como un recuerdo valioso de mis peregrinaciones en el desierto de la patria”.
La patria no tenía nada que ver. La patria era para Zeballos y tantos otros el proyecto de país que tenían en mente, en el que ellos se reservaban los lugares que todavía retienen. La patria no es la idea de cien familias sino el tejido multitudinario, polifacético, pluricultural, siempre tenso y siempre en pugna por ser definido y hablado por pocos o muchísimos. La patria que millones de argentinos tienen hoy en la mente y en el corazón mira de frente esta restitución, esta devolución, después de más de un siglo, de cuatro cráneos que en vida pertenecieron a hombres que lucharon para que su linaje no se extinguiera bajo el fuego del conquistador.
De la ceremonia de la restitución en el Museo de La PLata participaron miembros de las cuatro comunidades de Buenos Aires que hicieron el reclamo: el “lonko” Luis Pincén, de San Miguel; Víctor Hugo Catriel, de Olavarría; Isabel Arraujo –en representación del longo Lorenzo Pincén–, de Trenque Lauquen, y la comunidad Mapuche-Tehuelche Callvu-Shotel, de La Plata. Los cuatro cráneos ya están entre los suyos, pero quién sabe qué habrá pasado en la otra tierra, en la del más allá, cuando muertos y caballos fueron separados. Quién sabe si ese desorden y esa soberbia tendrán reparación.
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