CONTRATAPA
Viendo a Dylan
Por Rodrigo Fresán
UNO Se pueden hacer varias cosas para paliar la siempre excitante incertidumbre de ese limbo de tamaño y duración variables que se produce –invariablemente y cada vez con menos pistas y rumores atendibles– entre uno y otro disco de Bob Dylan. La mejor opción, claro, es verlo en vivo. Hacer que nuestras coordenadas coincidan con las del célebre Neverending Tour y ser testigos de la verdad. Después de todo, es el mismo Dylan quien dijo haber comprendido –luego de haber experimentado una epifanía durante un concierto en Locarno, Suiza, a finales de los ‘80– que su verdadera obra de allí en más pasaría por los escenarios, por “entregar lo suyo”, con los álbumes como imperfectos souvenirs del largo viaje. Y agregó: “A muchos artistas no les gusta la carretera; pero para mí es algo tan natural como el respirar. Es el único sitio donde puedes ser lo que quieres ser. No hay canción que suene dos veces igual. Imposible aburrirse”. Así, para Dylan –como para el agente Mulder– la verdad está ahí afuera. Así, Dylan es el definitivo y definitorio Expediente X en la historia del rock: un objeto volador no identificado pero fácilmente reconocible cada vez que tenemos la suerte de ser abducidos por él y por su sonido. Así casi todas las noches de cualquier año de estos ha sido una Noche-D, una D-Night; porque, sí, hoy en algún lugar del mundo Bob Dylan está haciendo lo único que le gusta hacer, lo que hace mejor que nadie.
DOS La tercera opción posible es la peor de todas, pero, también, tiene lo suyo: consiste en leer libros sobre Bob Dylan. Hay muchos. Aparecen todo el tiempo. Y acaba de aparecer –al menos hasta que se edite el primer volumen de la autobiografía que Dylan, me dicen fuentes confiables, acaba de entregar a sus editores– el más importante de todos. Dylan’s Visions of Sin, del respetado académico Christopher Ricks, quien se ha tomado cerca de veinte años y más de quinientas páginas para investigar a quien considera un artista a la altura de Shakespeare o Beckett. Y tiene razón y tiene motivos y, por supuesto, ya son varios los que le reprochan semejante entusiasmo y tal vez más de uno le grite “¡Judas!”, como alguna vez le gritaron a Dylan cuando se volvió eléctrico y electrizante.
TRES Más allá de eso, Dylan’s Visions of Sin deleitará a los dylanitas pero, también, iluminará a los profanos a los que, cuando menos, producirá sana curiosidad y una necesidad impostergable de mojarse los pies a las orillas del océano de uno de los mitos más poderosos y uno de los artistas más importantes del siglo XX. Lo bueno del libro es que funciona como un virtual manual de instrucciones –organizado por capítulos que se valen de los siete pecados capitales como tejido que une y separa a las diferentes canciones– no para armar sino para desarmar a Dylan. Un meticuloso análisis que lo irradia con múltiples referencias de alta y baja cultura al tiempo que lo enfrenta al espejo turbio de su propia obra y a la paradoja de que Dylan es la única persona que no parece fascinada por Bob Dylan tal vez porque, siendo Bob Dylan, jamás tuvo el placer y el privilegio de ser espectador en un concierto de Bob Dylan.
CUATRO Durante la promoción del libro, Ricks ha sonreído misteriosamente cada vez que le preguntaron si había hablado de todo esto con su héroe. No importa demasiado, la verdad. Una cosa está clara: Dylan es el principal desarticulador de su gloria, disfruta reinventándose, gusta de pisotear los laureles que a cada rato le ponen en la cabeza, y parece divertirse mucho a costa de sus apólogos desconcertándolos con acciones impredecibles entre las cuales deformar sus hits y reescribir venerables estrofas live es de lo menos. Así, hace poco se lo vio casi dormido al recibir título honorario de la St. Andrew’s University y poco y nada parece interesarle la posibilidad cada vez más comentada de que lo espera el Nobel de Literatura cualquier octubre de estos. Prefiere, en cambio, grabar una publicidad televisiva para Victoria’s Secret, organizar una próxima gira veraniega “para toda la familia” por pequeños campos de baseball americanos bajo el nombre de The Bob Dylan Show, aparecer en algún episodio de Dharma and Greg, y –aunque ustedes no lo crean, acabo de enterarme– juntarse a componer canciones con Gene Simmons del grupo Kiss. En resumen: Dylan hace lo que se le da la gana, está más allá de todo y de todos –Ricks incluido– y lo justifica la coartada en aquel verso de aquella canción: “Para vivir fuera de la ley tienes que ser honesto”. No es fácil, pero viendo y oyendo a Dylan parece que lo fuera.
CINCO Por encima de todo y todos, Ricks tiene razón en algo: somos muy afortunados de que la vida de Dylan ocupe el mismo tiempo y espacio que la nuestra. Llegarán los años en que seremos más viejos pero, también, privilegiados por el simple hecho de haber estado allí, de haberlo visto, de poder contar lo que los otros mirarán –premio consuelo– desde el afuera de las pantallas. La noche del pasado miércoles volví a experimentarlo junto a 4999 personas que apenas se movían y que guardaban un silencio absoluto para no perderse nada de ese sonido sin edad: Dylan abrió el tramo español de su gira europea en Barcelona y salió para entrar enfundado en un traje de tahúr sureño, el sombrero hundido hasta las cejas, movimientos de marioneta que ha cortado sus propios hilos, esa voz surgiendo como desde el fondo de una caverna con dragón y, por supuesto, todas esas canciones arropadas por un cuarteto curtido por miles de kilómetros que suena más a un grupo comando que a una banda. Y a la mañana siguiente todos los diarios de por aquí coincidirían en que fue el mejor Dylan que jamás desembarcó en estas playas. Antes de eso, apenas superada la medianoche, Dylan –quien nunca miró al público, decidía qué tema iba a tocar ahí nomás y en conferencia con sus músicos en breves paseítos al centro del escenario, y se la pasó dos horas ignorando su guitarra, una garra en el piano y la otra en la armónica– volvió a preguntarnos aquello de qué se siente al ser como una piedra que rueda. La respuesta fue la misma de siempre: mejor imposible. Y después, ya se sabe: a volver a casa y a seguir leyendo. Hasta el próximo disco, hasta el próximo concierto, hasta la próxima vez que podamos ver a Dylan.