CONTRATAPA

Cadena de mandos

Por Robin Cook *

Quienes están cerca de él murmuran, en voz muy baja desde luego, que el único momento en que Tony Blair dudó sobre Irak fue cuando se expuso el escándalo de Abu Ghraib.
Esas vergonzosas fotografías de iraquíes encapuchados, desnudos, con electrodos atados a los genitales fueron devastadoras, precisamente porque demolieron cualquier pretensión de que la ocupación quedaba justificada por la superioridad moral de los ocupadores.
Estas dudas parecieron desvanecerse para cuando Blair salió de vacaciones, después de decir a su partido que había logrado salir ileso del fuego. Qué ironía, entonces, que a su regreso lo haya vuelto a perseguir el fantasma de Abu Ghraib en la forma no de uno, sino de dos informes estadounidenses. El reporte del general Fay concluyó que la culpabilidad por los abusos no se limita a unas cuantas manzanas podridas contra las que ya se presentaron cargos. De pronto, la lista de acusaciones se amplió de media docena de casos a medio centenar.
Parte de la fuerza del reporte Fay se deriva del asco manifiesto de oficiales de carrera ante lo que descubrieron, que incluye violaciones sexuales, palizas –con un caso en el que se provocó la muerte– y dejar desnudos a prisioneros en sus celdas heladas. Pero la práctica que causó la mayor repulsión fue el uso de perros en un juego de competencia para ver qué soldado era el primero en asustar tanto a un prisionero que éste defecara. Con salvaje ironía, estos imaginativos ejemplos de sadismo fueron cometidos por tropas de la coalición en la misma fortaleza de Abu Ghraib, que fue un símbolo de la brutalidad de Saddam.
Pero el elemento más significativo del reporte es que la mayoría de los que fueron identificados como autores de abusos no eran simples guardias, sino agentes de inteligencia militar. Los reservistas que han sido acusados siempre han insistido en que cumplían órdenes de ablandar a los detenidos para los interrogatorios.
Es por esto que el general Fay halló que en la mayoría de incidentes, soldados de inteligencia militar solicitaron los tormentos o participaron ellos mismos. En este punto, es imposible sostener como pretexto de la brutalidad en Abu Ghraib el resultado de un sadismo aislado y no el producto de una política sistemática.
El director de operaciones de la Cruz Roja, el primero en revelar el escándalo de Abu Ghraib, fue seco al afirmar que “estamos ante un patrón amplio, y no ante actos individuales”. Era un patrón que no sólo se aplicaba en ese lugar sino también en Guantánamo y la base de Bagram en Afganistán. En estos centros, en distintos lugares del mundo, se han expuesto las mismas técnicas de encapuchar a los prisioneros, privarlos del sueño y someterlos a humillaciones sexuales. Simplemente no es creíble que un puñado de reservistas de los montes Apalaches hayan encontrado esta metodología en Internet. Alguien llevó a Irak las técnicas que ya se habían probado en otro lugar.
La persona que visitó Bagdad antes de que los abusos se descubrieran en Abu Ghraib fue el general Geoffrey Miller, comandante en Guantánamo. El reporte Schlesinger confirmó que Miller llevaba consigo los lineamientos de la política para Guantánamo de Rumsfeld y los recomendó como posible modelo para realizar interrogatorios en Abu Ghraib. Fue también el general Miller quien recomendó el uso de perros dentro de la prisión.
No es que el general Miller viajara a Bagdad en una iniciativa freelance; lo hizo por órdenes de Stephen Cambone, un político que recientemente había sido elegido por Rumsfeld para un nuevo puesto de subsecretario de Inteligencia. Al mismo tiempo, los cuarteles de la ONU acababan de ser objeto de un ataque con bomba y el Pentágono se enfrentaba a la incertidumbre generalizada que provocó el hecho de que no habían predicho lo que ocurriría y no estaban preparados para lo sucedido.
En resumen, el general Miller llevó a Abu Ghraib técnicas de interrogatorio aprobadas por Rumsfeld por petición expresa de un subalterno de éste. Cuando las prácticas en Abu Ghraib quedaron ante los sorprendidos ojos del mundo, fue el general Miller quien quedó a cargo de la prisión. Su misión, se dijo, era para limpiar los centros de detención, pero en realidad su prioridad debe haber sido evitar un derrumbe político debido a este escándalo, cuya cadena de responsabilidad llega hasta la administración Bush.
Esta responsabilidad se basa en la vergonzosa evidencia de que los políticos aprobaron las tácticas aplicadas por el ejército. También es producto de la cultura de impunidad que ha sido alentada desde los niveles más altos. El mismo Bush emitió una instrucción según la cual la Convención de Ginebra no se aplica a la guerra contra el terror, y que quienes fueran detenidos en este contexto no gozan de los derechos de los prisioneros de guerra.
A pedido suyo, el Departamento de Justicia emitió una opinión respecto de que el tormento mental y el sufrimiento físico producto de un interrogatorio no constituían tortura en el sentido del derecho internacional. Según la dependencia, para que un acto se considere tortura, debe tener la intención específica de provocar dolor.
Hay que dar crédito a los generales que hicieron el reporte Fay por no manejar ninguna de esta casuística sobre lo que constituye tortura, como no lo hubiera hecho ninguna persona con sentido común. Las prácticas autorizadas por Rumsfeld como técnicas de interrogación que no entran en la definición de tortura incluyen posiciones incómodas durante períodos prolongados, encapuchamiento, encierro solitario y “la explotación de fobias individuales, por ejemplo, usando perros”.
Las reglas de interrogatorio de Rumsfeld presumían que los detenidos eran culpables y daban por hecho que poseían información digna de ser extraída. De hecho, la Cruz Roja estima que entre 70 y 90 por ciento de los detenidos en Abu Ghraib no tenían nexo alguno con el terrorismo. Aunque la revelación de prácticas a las que eran sujetos por los guardias del turno de noche fue una terrible sorpresa para Occidente, ya era bien conocida en la comunidad sunita de Irak, cuyas extensas familias tenían miembros que habían regresado del encierro contando espeluznantes historias de su experiencia. Abu Ghraib, casi seguramente, ha alimentado el resentimiento que sostiene a la insurgencia en mayor medida de la que obtuvo información de inteligencia útil para combatirla.
Las técnicas de interrogación empleadas en la prisión se diseñaron específicamente para explotar la cultura y los tabúes árabes para infligir un máximo de humillación y vergüenza. Asombrosamente no parece habérsele ocurrido a nadie en la cadena de comando que, por esta misma razón, las prácticas iban a generar un máximo de hostilidad hacia Occidente cuando se conocieran en todo el mundo árabe.
El reporte Schlesinger concluye lamentando el daño que Abu Ghraib ha hecho a la imagen de Estados Unidos en países cuyo apoyo es necesario para combatir al terrorismo. Este daño seguirá haciéndose patente durante todo el tiempo que la administración Bush siga culpando a unos cuantos guardias y evada su responsabilidad en el escándalo.

* Ex ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña.
De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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